DIRECCIÓN: Emilio Martínez Lázaro
GUIÓN: Borja Cobeaga, Diego San José MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Gonzalo
F. Berridi, Juan Molina MONTAJE: Ángel Hernández Zoido REPARTO: Clara Lago,
Dani Rovira, Carmen Machi, Karra Elejalde, Aitor Mazo
Ante todo, pido perdón al maestro Haro Tecglen por robarle el título
para aquella crónica que se vio obligado a escribir después del bochornoso
espectáculo dado por Alejandro Colubi, el empresario teatral, quien le arrebató
la entrada con la que se disponía a asistir al estreno de Los bellos durmientes (ese magnífico texto de Antonio Gala –ironía en
modo on- con el que poco pudo hacer Miguel Narros a pesar de contar con María
Luisa Merlo, Eusebio Poncela y Amparo Larrañaga –de lo de Carlos Lozano mejor
no opinar, ¿para qué?-), rompiéndola con furia delante del resto de invitados
(conviene recordarlo: como no pudo evitar que El País siguiese confiándole la
crítica teatral, optó por lanzarse al ataque y emplear el método más expeditivo
que se le ocurrió para que no pudiese acceder a la sala), echándole con cajas
destempladas porque estaba más que harto de sus análisis personales, de su
vitriolo, de su sorna, de que fuese una de las pocas voces libres que llamaban
a las cosas por su nombre (por el que pensaba que se merecían: lo argumentaba,
lo justificaba) sin tener en cuenta quién o quiénes firmaban el espectáculo,
sin atender a conveniencias empresariales, a intereses publicitarios, en
definitiva, a todo ese mercadeo, trapicheo, amiguismo que reina ahora (en
realidad, desde hace mucho pero muy agudizado en los últimos, procelosos,
terribles, malos tiempos que nos azotan) en las páginas destinadas a la cultura
y los espectáculos (así, por ejemplo, hoy mismo me topo con el cartel español
de la última y esperada película de Clint Eastwood, Jersey Boys, en la que aparece una frase de esas que se saben
pedidas de antemano, no seleccionadas entre las reseñas que se publiquen cuando
haya tenido lugar el estreno, no escogidas entre las opiniones –se suponen
sinceras, esa es otra, que hay mucho que es paniaguado en todo momento, que
sabe moverse en todas las aguas, tal vez considerado líder de opinión o cuando
menos referente, voz autorizada, y lo que hace es servir como altavoz, rendir
pleitesía, redactar publicidad cuando no directamente propaganda-, entre las
frases vertidas tras una proyección para la prensa, no, la opinión de alguien
que se sabe trabaja codo con codo con la productora/distribuidora, que jamás ha
hecho una crítica negativa de cualquier título hollywoodiense (excepto El código Da Vinci, claro, que no digo
que mereciese ningún elogio, pero en este caso era claro que podía haber sido
ovacionada por el resto de la profesión y/o el público lo que no le hubiese
perturbado lo más mínimo –dirigía un programa para Intereconomía, ¿qué esperabais?
Y hablo de ello porque yo estaba allí intentando ganar unos euros, intentando
hacer periodismo, por fortuna compartía micrófonos con Beatriz Pécker, quien
jamás me dictó qué debía decir y en qué tono-), un personajillo que denota en
sus palabras su poco conocimiento y, sobre todo, su catadura moral (qué alaba y
qué silencia, su tibieza, su nula implicación en asuntos sociales –“lo mejor
que nos puede pasar es no mencionarlo” era su máxima a la hora de sentar las
directrices de cada programa, llegando a negar la realidad, lo sucedido,
viviendo en su burbuja-) y, para colmo, emplea sentencias que sólo revelan la
nada absoluta, mareando la perdiz para no comprometerse, no ahondar, no
despeñarse, no terminar reconociendo lo evidente (su argumento –si se le puede
llamar así- favorito es “toda película tiene su público” –sí, ya, a veces tres
despistados, ¿y eso qué tiene que ver?, ¿eso qué dice? ¿esos números dictan tu
opinión?-); así, como ejemplo más inmediato, lo que dice sobre Jersey Boys, se supone que para animar a
todos a ir al cine, es algo tan inane como “Clint Eastwood cuenta esta
apasionante historia como sólo él sabe hacerlo”… Y, ¿cómo sabe hacerlo? Es su
primer musical, por lo tanto no tenemos referentes; sí, ya vemos que la
historia te parece apasionante pero eso es sobre el papel, lo visto en Broadway
o el West End, pero… ¿qué esperamos? (bueno, de ti sólo esas memeces, las cosas
como son, sigues a tu nivel, querido –y ya ves que soy generoso, no digo tu
nombre y así el que tenga curiosidad tendrá que buscar el cartel, o sea que en
realidad te hago promoción, a ver si me lo agradeces o, mejor dicho, no,
olvídame y no me mandes más mensajitos diciendo que piensas en mí en tu retiro
al otro lado del Atlántico… ¡Qué bueno que estás lejos!-).
Y no es extraño que aparezca en dicho cartel representando a un medio
del Grupo Prisa (mira, qué avanzado, qué progresista el misógino, casposo,
rancio, amigo de Julio Ariza, Antonio Jiménez y demás núcleo duro de la derecha
más radical y energúmena), sabiendo poner alfombras rojas y dorando píldoras
más allá de lo tolerable, mintiendo con descaro, sonrojando incluso a los se
sienten cercanos políticamente, porque no quiero escribir una crítica en parte
debido a lo que sucedió cuando se estrenó Ocho
apellidos vascos, recibida con una algarabía inesperada, con ovaciones
inacabables, con plácemes de propios y extraños (sobre todo, de estos últimos,
gentecilla como Alfonso Ussía que alardean de no ver cine español pero lo ponen
a caer de un guindo y, de repente, se topan con la mejor comedia en siglos –con
ese desconocimiento palmario y reconocido, ¿cómo sabe que lo es? ¿Con qué la
compara?-, se mueren de la risa, explotan, jalean, se sienten gamberros y
políticamente incorrectos porque se atreve con tópicos, maniqueísmos,
zafiedades, inclemencias varias –o eso cuentan, pero luego volveremos por
aquí-); cuando empezaba a encaramarse a lo más alto de la taquilla de una
manera que nadie esperaba ni el mejor de los sueños, cuando el público empezó a
abarrotar las salas, cuando la crítica señalaba hallazgos más vistos que el
tebeo, ingeniosidades negadas a títulos patrios con clamorosas recaudaciones,
maravillas que ya estaban en películas de Martínez Soria, Landa, Mariano
Ozores, Esteso y Pajares y demás cine denostado, insultado, vejado, ninguneado
(no vamos a decir que son obras maestras, pero ahí está lo logrado, el carácter
de documento que han adquirido, el reflejo de una época que querámoslo o no ahí
estuvo y no se puede borrar –si ponemos en valor lo de “es la película más
taquillera del cine español en no sé cuánto”, al margen de recordar que el
mejor baremo sería el número de entradas vendidas porque no es lo mismo que
cuesten 100 pesetas o 9 euros, lo tenemos en cuenta para todas, ¿no?, y nadie
puede entonces quitar el cetro que tuvieron a No desearás al vecino del quinto, Pero, ¿en qué país vivimos? o Los bingueros-), resulta que un crítico
honesto, Jordi Costa, publica su crítica en El País y no es tan complaciente,
sin hacer sangre ni ensañarse, señala sus parecidos con esos y otros
precedentes, su inscripción en cierta tradición, su parecido con un texto de
Vizcaíno Casas, es decir, le reconoce el mérito de hacer reír, saber qué teclas
pulsar (lo dice Jordi, ¿eh?, yo no), pero no se rinde categóricamente, no deja
de ser una comedia y parece que eso no gusta en la cúpula de Mediaset, ahora de
repente quieren recibir el beneplácito de la crítica, no les vale con los
índices de audiencia, no se contentan con haber dado en la diana, diríase que
menosprecian al público, y se produce una llamada a despachos similares desde
los que ordena amordazar a Jordi Costa, dejarle a los pies de los caballos,
publicando un texto lleno y pleno de encomio sobre la susodicha película
firmado por otro de esos que ejercen la profesión (o en lo que la convierten)
teniendo en cuenta a quién deben agradar, con quién hay que contemporizar,
buscando amiguetes, medrando sin rubor.
Pues el caso es que Ocho apellidos
vascos no levanta ni media sonrisa a un servidor tiene porque recurre a
chistes, guasas, obviedades que ya eran antiguas cuando era pequeño (y voy para
los 45, o sea, no nací ayer), que se supone provoca carcajadas tocando temas
serios cuando lo que hace es herir susceptibilidades al mostrar una cara
divertida de lo que maldita la gracia que tiene, al tomarse a broma una
realidad violenta, de constante amenaza, de miedo sordo y latente (por
desgracia, experimentada en primera persona en varias ocasiones), que estira la
situación con escaso tino, que ni siquiera es capaz de reproducir lo que, a
pesar de su humor de brocha gorda, todavía hoy en día tiene cierta chispa,
sustentada sobre todo en unos actores sin sentido del ridículo, personajes
entrañables y simpaticotes, risibles en sus modos, aires de una España que, por
lo que se ve (aunque muchos lo nieguen y otros lo ignoren, aunque los haya que
crean que se la han inventado para este filme), todavía está muy viva y activa
(piénsese que lo de Torrente se ha convertido en saga y que sigue convocando a
un público más que numeroso –y, por cierto, sin ser en absoluto fan de Santiago
Segura, más bien todo lo contrario, a éste se las dan todas en el mismo
carrillo pero nos derretimos con esta bobada indigna del que fuese estupendo
director Emilio Martínez Lázaro, aunque pueda destacarse su contención y
sencillez a la hora de componer los planos-), nivel interpretativo que no
encontramos aquí con una Clara Lago que repite el tono/personaje en que parece
haber quedado atrapada, una Carmen Machi que recurre a sus sonrisitas y gestitos
(por fortuna, menos desmesurada de lo habitual), un Karra Elejalde que da el
tono (cualquier cosa es mejor que ese Cristóbal Colón gallego que se marcó en También la lluvia, Goya incluido -¡Ay,
bendito!-) y un Dani Rovira que demuestra que sabe hacer muy bien de sí mismo,
de ese andaluz que exagera el acento porque se piensa gracioso (y eso, la
gracia, es una cosa bien distinta y muy seria, hay que tenerla, moldearla,
llevarla, no la da un “mi arma”, un “ozú” o un “olé” –véase a los patéticos Los
del Río al final, si es que se llega, para comprenderlo, y eso que al menos
cantan su mejor canción, que luciría más en cualquier garganta y sin su
ampulosidad, su convencimiento de que son los mejores, ese pedestal sobre el
que parecen estar en todo momento-), de ese insólito sex symbol en que lo han
convertido, con esa permanente carita de no haber roto un plato y pedir asilo,
ese actor que no es tal, ni siquiera monologuista porque a las cosas hay que
llamarlas por su nombre y lo que él y tantos como él hacen tiene otro nombre,
otro pasado, unos referentes a los que jamás alcanzarán. En fin, hasta aquí por
hoy porque, para no querer hacer una crítica, me he despachado a gusto.
P.D.: Y alguien pensará que menuda foto he escogido para ilustrar el texto; como digo, esto no es una crítica: aunque siempre escribo con talante periodístico, puesto que mi blog es algo personal, particular, nacido precisamente cuando algunos decidieron dejarme fuera de los medios, hoy me he olvidado de mi profesión y, así, he podido ser libre para decir lo que de verdad pienso sobre algunas cosas (en otra circunstancia tendría que hacer prevalecer la ética y deontología debidas, al público no puedes vomitarle sin ton ni son todas tus rabias -o tal vez debiéramos empezar a hacerlo, en el sentido de no maquillar, no ocultar connivencias, ser más honestos y directos-) y, por eso mismo, publico las fotografías de quien me apetece y a los que no quiero ni ver los sepulto con esta indiferencia visual (Clara Lago es el mal menor).
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