Miren por donde, hoy no me apetece escribir un artículo ortodoxo porque
para explicar mi fascinación por Lauren Bacall, el modo en que me enamoré de
ella para siempre, cómo la adoraba en la pantalla, la veneraba como estrella,
la admiraba como persona, jamás me decepcionó, su mito no se resquebrajó ni un ápice
(ni lo hará jamás, todo lo contrario: la cota sigue subiendo), cómo alimento su
culto día a día, por qué, aunque puede que tenga actrices más favoritas (en el
mero sentido de decir la actriz que más te gusta, sin otros condicionantes),
ídolos pegados a mi corazón, respetos muy profundos, cuando he tenido que
reducir mi mitomanía a un solo nombre he tendido a elegirla, en realidad no me
ha dado tiempo ni a razonarlo, ha salido de sopetón, como el único posible,
como referente, para revisar mis vínculos con esta diosa debo hablar de
emociones, sensaciones, recuerdos, mi propia historia con y alrededor de su
mito. Supe de ella, como tantas veces, antes de descubrirla/disfrutarla porque
la tía Carmen la describía con palabras llenas de encomio, de embeleso, de
deslumbramiento por una mujer de la que destacaba su belleza, su clase, su
elegancia –“menudo porte”-, su estilo, su manera de someter al macho –no me lo
contaba así, claro, pero era lo que la regocijaba: “El Bogart es un corderito
cuando ella aparece”-, movía la cabeza para describirme su melena, glosaba su
forma de coger el cigarro (ella, que nunca ha fumado y que no le hacía gracia
que, aunque poco y lo fue abandonando cada vez más, el tío Miguel lo hiciese),
daba mil y un detalles sobre esta señora hasta que, por fin, se materializó
delante de mis ojos (sé que había visto antes alguna película en la que participaba,
pero lo que ahora cuento fue el impagable momento en que entró en mi vida para
quedarse) gracias a aquel vibrante ciclo de cine negro americano (así se
denominó) con que TVE decidió hacernos más placenteras las noches de los
miércoles en el último trimestre de 1983 (y ante el éxito y repercusión del
mismo decidió prorrogarlo tres meses más); era esa añorada época en que la
emisión de una película clásica era todo un acontecimiento (y eso que abundaban
en la programación), en que hablábamos de ella en el colegio antes de su
emisión y después, en que la familia se sentaba alrededor de la televisión para
vivir el momento y evadirse (y, encima, aprendiendo, adquiriendo conocimientos,
desarrollando pasiones) y, claro, tras títulos como Hampa dorada (1930), El
halcón maltés (1941), El cartero
siempre llama dos veces (1946) o A
quemarropa (1967), llegó el momento en que la Bacall enamoró a Bogart, a
toda una generación y a las que siguieron (y seguirán): Tener y no tener (1945) fue la bendita ocasión en que dos fuerzas
de la naturaleza chocaron y provocaron un movimiento sísmico imparable,
reinventaron lo que significa la palabra “química”, reventaron los límites de
la pantalla y nos hicieron cómplices y cautivos de su irresistible carisma.
El maestro Hitchcock contó en cierta ocasión que si pones a un actor
atado a las vías del tren y un convoy se va acercando el público se removerá en
sus butacas, pero si al que colocas en tan angustiosa situación es a Cary Grant
entonces habrá gritos, la gente se levantará, querrá atravesar la pantalla para
salvarle; del mismo modo, cuando Lauren Bacall pide una cerilla provoca que
todo el mundo se lleve la mano al bolsillo para buscar fuego y encenderle el cigarrillo,
porque sin ningún tipo de afectación, como algo natural e innato, la actriz
destila embrujo, glamour, encanto, seducción, es irresistible con su media
sonrisa, su mirada burlona, su voz profunda, su manera de paladear/escupir las
palabras, sus movimientos felinos, su contundente feminidad, su aire indolente,
su medida altivez, su rotunda verdad, y es que, en contra de otras estrellas
del momento, anteriores y posteriores, Lauren Bacall resulta próxima, con los
pies en la tierra, envuelta en un halo de misterio, distanciamiento,
evanescencia, y sin embargo tremendamente real, posible, cercana, carnal,
honesta porque no esconde su ambigüedad, su retranca, su doblez, su soberbia,
antes bien, las exhibe y transforma en virtudes, haciendo desde el principio
una mezcla perfecta entre la deidad de la pantalla y la persona que irá dándose
a conocer con sus declaraciones, comportamientos, tomas de partido, actitudes y
manera de no ceder. Ella, la jovencita, la recién llegada, la inexperta,
llegaba con todas las de la ley, con las armas bien cargadas, con un temple que
más de una le envidió porque, aunque se le hizo la vida imposible, se la
arrinconó porque para muchos sólo era “la mujer de Bogart”, para otros una
actriz incómoda porque exigía mejores guiones, para algunos una china en el
zapato porque pretendía tener voz y voto dentro del rígido sistema de estudios
imperante, para Jack Warner una descarada a la que hizo pagar por su contrato
para quitársela de encima, nunca se doblegó ni se arrepintió de nada y
consiguió una imagen impecable dentro y fuera de los focos.
Cuando revisó y amplió sus memorias en 2007, llamadas Por mí misma y un par de cosas más (esas
eran el añadido: Por mí misma se
había publicado 25 años antes), Pablo me las regaló puesto que comparte mi
delirio por ella y en esas deliciosas páginas me reencontré y conocí mejor a
una personalidad fiel a sí misma y a la legión de admiradores que hoy no tiene
lágrimas suficientes para llorarla, a alguien que fue muy responsable con el
icono que, sin pretenderlo, había creado, a una señora en toda la extensión de
la palabra, que supo esquivar el patetismo, el posible ridículo, regalando
fascinación espontáneamente, porque le brotaba, porque estaba en su naturaleza,
porque no podía ser de otro modo; nunca olvidaré cuando vi en el cine (con los
tíos, no podía ser de otro modo en ese momento) El amor tiene dos caras (1996), su única candidatura al Oscar
(premio que le negaron con saña y regodeo, incluso en ese momento en que,
aunque no fuese su mejor interpretación, parecía la única ganadora posible e
incluso así lo dijo Juliette Binoche, en gesto que la honra, al recoger ella el
galardón -por menos se lo han dado a otros-): fuimos porque nos chiflaba la
Streisand a los tres y por veneración a la Bacall y, aunque la película fuese
de ese modo (dejémoslo ahí), la primera aparición de la por siempre viuda de
Bogart (impresionante cómo sus ojos se cubrían por un velo cuando le citaba
tantos años después –búsquese la impagable conversación que mantuvo con Terenci
Moix en Más estrellas que en el cielo-)
fue recibida por un profundo “oooooh” de todo el patio de butacas, hechizados
una vez más por su presencia. Junto a Pablo he vuelto a gozar con su ironía,
sofisticación, los toques de alta comedia que imprimió a su rol en Asesinato en el Oriente Express (1974),
la magnífica adaptación del universo de Agatha Christie que Sidney Lumet
condujo con pulso certero, papel por el que hubiese merecido cuando menos
candidatura a los Oscar (e incluso triunfo, con permiso de Valentina Cortese, a
la que todo el mundo daba por ganadora, incluida Ingrid Bergman quien, por la
misma película que la Bacall y por apenas cinco minutos en pantalla, fue la
designada como mejor actriz secundaria del año –entre esto y el hecho de que
unos años antes fuese la elegida por interpretar en la pantalla el que fuese
fastuoso éxito de Lauren Bacall sobre las tablas, Flor de cactus, no resulta extraño que cuando la visitó en su
camerino cuando triunfaba con el musical La
mujer del año, el que fuese su segundo Tony tras Aplauso, la actriz sueca dijese que la anunciaran como “la mujer
que más odia en el mundo”-) y también nos hemos deleitado con Mi desconfiada esposa (1957), tal vez
uno de sus trabajos más acabados y perfectos, aunque resulta difícil quedarse
con uno solo si evocamos El sueño eterno (1946),
Cayo Largo (1948), Escrito sobre el viento (1956) o sus dos
“experiencias Von Trier”, como ella las llamaba, en Dogville (2003) y Maderley (2005),
otro reflejo de su inquietud, de su afán de superación, de sus ganas por seguir
explorando, de su constante renovación.
Pero no puedo terminar sin hablar de su faceta como actriz de musical
(refrendada por dos premios Tony, como se dijo antes), de la que gozo muy a
menudo gracias a Pablo, quien consiguió grabaciones de Aplauso y La mujer del año
que son parte fundamental de nuestra banda sonora diaria con ese himno que es Welcome to the Theatre (¡Menos mal que
la maravillosa Ethel Merman le dijo que no se golpease el pecho o, al menos,
evitase hacerlo justo en el lugar donde llevaba el micrófono!), esa refrescante
presentación que es But Alive o ese prodigio de comicidad, parodia y
buen hacer que es Who´s That Girl?,
con un “boogie boogie baby”, un “hey, bebaborubap” y un “java java” final que
estremecen por osados, magníficos y absolutamente geniales; esto en cuanto a Aplauso (versión musical de Eva al desnudo, no conviene perderse lo
que Bacall cuenta sobre la visita que Bette Davis, la Margo Chaning original,
le hizo a su camerino tras una representación), porque La mujer del año nos la trae con el tema que abre función y que
toma el título de la misma o ese desopilante One of the Boys; por cierto, esta obra (adaptación, por cierto, del
filme que reunió a otra pareja de ensueño, Katharine Hepburn y Spencer Tracy,
grandes amigos de Bacall) me pone en bandeja una anécdota para dejar claro el
modo en que se la adora y defiende y la manera en que muchos que sólo saben
mirar el envoltorio pueden resultar atrevidos y demostrar su ignorancia (otra
cosa es el gusto de cada uno, por supuesto, pero lo que sigue, como tantas
bravatas y desprecios sufridos durante su carrera, no habla de preferencias):
cuando se anunció que Norma Duval iba a protagonizar la versión española de La mujer del año, el buen amigo,
entonces compañero de programa radiofónico, y estupendo cantante lírico Emilio
García Carretero comentaba la noticia con otros miembros del coro del Teatro de
la Zarzuela del que formaba parte, dudando de las facultades de la vedette,
cuando alguien espetó “no sé qué exigís, porque en Broadway lo hizo Lauren
Bacall y tampoco canta bien”, a lo que Emilio le respondió “ya lo sabemos, pero
es Lauren Bacall. ¿Encima vamos a pedirle que cante como la Tebaldi?”. ¡Bravo,
Emilio, nos vengaste a todos! Cuando todos esos que ningunearon sean menos que
nada (aún a Warner le debemos grandes hazañas y su apellido está en la entrada
de unos estudios que siguen en activo), el nombre de Lauren Bacall seguirá
brillando y su mito seguirá vivo. ¡Betty, hasta siempre!
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