martes, 14 de octubre de 2014

"JERSEY BOYS": EL RITMO PUEDE ESPERAR






TÍTULO ORIGINAL: Jersey Boys DIRECCIÓN: Clint Eastwood GUIÓN: Marshall Brickman, Rick Elice (basado en su musical homónimo) FOTOGRAFÍA: Tom Stern MONTAJE: Joel Cox, Gary Roach REPARTO: John Lloyd Young, Vincent Piazza, Erich Bergen, Michael Lomenda, Mike Doyle, Renné Marino, Christopher Walken

   En un momento dado, casi de un día para otro, Clint Eastwood se convirtió en un clásico (sin el tono peyorativo con que algunos han vuelto después esta denominación en su contra, atacándole o rebajando los calificativos elogiosos por seguir siendo fiel a sí mismo, por representar una manera de hacer cine que se mantiene en plena forma y que soporta los embates del paso del tiempo con mayor dignidad que la que durante una temporada –a veces, ni eso- es “la sensación del momento”); de ser un actor sólo valorado por un público fiel que le había conferido categoría indudable de icono (y que en su hieratismo, en su sobriedad, en su economía de recursos había encontrado un buen caldo de cultivo para ir potenciando sus cualidades distintivas, sin asumir cometidos que no le fuesen, sin pretender dar gato por liebre, magníficamente cincelado por Sergio Leone y, sobre todo, por Don Siegel), un director interesante al que se arrinconaba en la categoría de actores que se pasan al otro lado, con cierta displicencia, se atender a su ojo certero para dar en la diana, a unas inquietudes que iban más allá de lo meramente comercial, de la repetición de clichés o esquemas triunfadores, el artífice (a un lado u otro de la cámara) de títulos referenciales como Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965), Harry, el sucio (1971), El jinete pálido (1985) o de pequeñas (o grandes) joyas no valoradas lo suficiente como Escalofrío en la noche (1971) o El aventurero de medianoche (1982), Bird (1988) o Cazador blanco, corazón negro (1990), Eastwood consiguió el aplauso generalizado y entusiasta de muchos que le negaban el pan y la sal hasta dos días antes (ahí están las hemerotecas o la memoria de lectores, oyentes, amigos y conocidos de los que proferían determinadas críticas) con su espléndida Sin perdón (1992) –Oscar a la mejor dirección incluido-, que algunos quisieron interpretar en clave de arrepentimiento y disculpas por todo lo anterior, cuando en realidad era un sentido homenaje, un profundo agradecimiento, unas evolución y maduración impresionantes como intérprete y cineasta, inalcanzables de no haber existido su pasado cinematográfico. A partir de ahí, el californiano no ha dejado de sorprender, de romper moldes, de hacer lo que le ha venido en gana, aceptando incluso proyectos que no le iban, aunque en realidad su estilo es muy ecléctico y, pasado por su tamiz, cualquier género puede tener cabida en ese universo que pudiera intentar contenerse en el adjetivo “eastwoodiano”, sin tener muy claro qué significa, aunque sus múltiples seguidores saben a lo que nos referimos –o lo intentamos, cuando menos-; y así, volvió a ser meramente actor y de qué manera en la estupenda En la línea de fuego (1993) –hecho que no se repitió hasta la un tanto decepcionante Golpe de efecto (2012), en la que su presencia y la química establecida entre él, Amy Adams y Justin Timberlake era lo que otorgaba cierta consistencia al endeble guión-, a reinventar el romanticismo con la imprescindible Los puentes de Madison (1995) –dejando en pañales a la simple novelita que la inspiraba-, a darse una vuelta de tuerca a sí mismo con la impactante Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997) o a avergonzar a la Warner (la compañía se negó a distribuir la cinta a nivel internacional y sólo aceptó el proyecto porque cumplió un plan de rodaje sencillo, rápido, con los medios justos y un presupuesto más que ajustado –pero derrochando talento y sostenido en el de los demás involucrados-) con esa obra maestra incontestable que es Million Dollar Baby (2004) –su segundo Oscar como director-; también podríamos hablar de filmes irregulares, inevitables en un ritmo de trabajo incansable, de fracasos estrepitosos, de películas indignas de su maestría, pero lo cierto es que el saldo es más que positivo en alguien que lleva casi 60 años en este negocio.
   Durante un tiempo, se anunció que el próximo proyecto de Eastwood sería una nueva versión del clásico Ha nacido una estrella con Beyoncé como protagonista, hecho que dio pie a un debate sobre su idoneidad como director de un musical; por un lado, parecía olvidarse que la historia original de William A. Wellman y Robert Carson (en cuya reescritura para la gran pantalla participó Dorothy Parker) había servido como base para un estupendo melodrama y que, cuando años después el maestro George Cukor la transformó en uno de sus trabajos más abracadabrantes, en esa maravilla en color con una Judy Garland insuperable, se respetó la estructura dramática, incluso se la explotó más, aunque se añadieron fastuosos números musicales que servían para explicar mejor los caracteres principales, las emociones sentidas, exprimiendo así la versatilidad y grandeza de la estrella principal (cuando, en la década de los setenta, Barbra Streisand volviese sobre el mismo asunto, al margen de componer una de las canciones más bellas jamás escuchadas, un instantáneo y merecido clásico –Evergreen, que le valió su segundo Oscar, en este caso como compositora-, al margen de cantar como sólo ella puede hacerlo y de elegir como compañero al también exitoso cantante Kris Kristofferson, no se descuidó el aspecto dramático, el choque de personalidades, la base de la historia, puesto que la reelaboración de la misma fue encomendada a dos intelectuales de la talla de Joan Didion y su marido, John Gregory Dunne, y al experimentado Frank Pierson); por otro, parecía ignorarse el modo en que Eastwood sabe integrar la banda sonora con las imágenes, componiendo parte de ella, interpretándola, un amplio conocimiento musical que fue su mejor baza en las ya mencionadas El aventurero de medianoche y Bird, título este último que es, posiblemente, una de las mejores traslaciones de lo que significa, supone, evoca, sustenta, provoca el jazz que se han visto en pantalla. Sin embargo, aquella idea quedó en la mesa de algún productor, fue desechada, olvidada, sepultada, pero la de vincular a Eastwood a un musical quedó flotando en el ambiente hasta que llegó la posibilidad de tomar el timón de Jersey Boys, la obra que narra el nacimiento y carrera del grupo The Four Seasons, los creadores de éxitos como Sherry, Big Girls Don´t Cry, Walk Like a Man o December, 1963 (Oh, What a Night), el cuarteto que se hizo muy popular en los 60 gracias en parte al falsete de Frankie Valli, un sonido propio y copiado hasta la saciedad, peculiaridad que les identifica con apenas tres notas, protagonistas de un espectáculo merecedor del Tony al mejor musical el año de su estreno en Broadway (2005), donde aún sigue en cartel al igual que en el West End londinense al que llegó en 2008.
   Sorprende que los firmantes del guión sean los mismos que escribieron el libreto original, puesto que las canciones han pasado a un segundo plano, apenas importan (tanto es así, que algún cerebrito de esos que abundan en las productoras/distribuidoras ha decidido que la copia en versión original subtitulada que se exhibe en España no traduzca el contenido de las mismas, como diciendo “¿qué más le da lo que digan?” –bueno, es la historia del grupo, deberíamos poder saber qué fue lo que conquistó al público, más allá de las melodías y de las voces empastadas y conjuntadas, ¿no?; aunque sea en un jukebox musical (reunión de éxitos, obra construida a partir de los mismos, intentando trenzarlos con mayor o menor pericia), las canciones no están metidas con calzador, tienen un porqué, cobran un sentido-), el ritmo contagioso e imposible de resistir que Jersey Boys posee en escena, su electrizante fuerza, su incontenible energía, su atractivo hechizante, su arrollador carisma queda en agua de borrajas, diluido, desdibujado, dando primacía a la parte dramática (magníficamente combinada y utilizada en el original, buen y acertado sustento para los diferentes números que se van sucediendo), espléndidamente filmada con la mesura y el comedimiento proverbiales de Eastwood, regalando algunas de sus mejores páginas, sustentándose en la soberbia dirección artística de Patrick M. Sullivan Jr. -cómplice del cineasta en la prodigiosa El intercambio (2008) y la un tanto incomprendida J. Edgar (2011)-, un nuevo homenaje a Sergio Leone, escenas con ecos del mejor Scorsese, que no pueden evitar resultar un tanto huecas, superficiales, quedándose en una excelente reconstrucción de la época sin alma ni mordiente. En los números musicales, Eastwood parece perdido, sin tener claro a qué debe atender, sin ocuparse de los intérpretes, sin contagiarse de la música, filmando de una manera plana muy alejada de sus anteriores experiencias en estas lides, como si estuviese incómodo y quisiera quitarse de encima lo antes posible la tarea, sin aprovechar las posibilidades de su elenco, encabezado por un a pesar de todo plausible John Lloyd Young, ganador del Tony al mejor actor cuando estrenó Jersey Boys en Broadway. Es una lástima que uno de los musicales más vibrantes que uno recuerda haber vivido quede tan deslucido y un tanto desolador que Clint Eastwood parezca haber perdido ese toque especial, esa particular sensibilidad para filmar la música.   

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