sábado, 25 de octubre de 2014

"BOYHOOD (MOMENTOS DE UNA VIDA)": PASA EL TIEMPO, PERO... ¿PASA LA VIDA?







TÍTULO ORIGINAL: Boyhood DIRECCIÓN: Richard Linklater GUIÓN: Richard Linklater FOTOGRAFÍA: Lee Daniel, Shane F. Kelly MONTAJE: Sandra Adair REPARTO: Ellar Coltrane, Patricia Arquette, Elijah Smith, Lorelei Linklater, Ethan Hawke

   El filme El camino (1982), también conocido tan sólo como Yol –su título original-, gozó de un predicamento otorgado por la Palma de Oro de Cannes que compartió con Desaparecido (1982) de Costa-Gavras, galardón al que sumó en ese mismo festival el que por unanimidad le concedió la FIPRESCI y una mención especial del Jurado Ecuménico; al margen de ciertos e indudables méritos cinematográficos, el aplauso generalizado, las distinciones, el prestigio conseguido le vino más por avatares y circunstancias exógenas, por la figura y trayectoria de su director y guionista, Yilmaz Güney, por la persecución de que era objeto en su país, Turquía, por el hecho de estar encarcelado durante el rodaje y, como en ocasiones anteriores, delegar en su ayudante Serif Gören para que tradujese en imágenes el detallado guión que ambos estudiaban en cada visita de éste a la cárcel, llegando el cineasta (no en vano fue durante años uno de los actores turcos más populares) a escenificar algunas secuencias para que se llevasen a cabo según sus precisas instrucciones. Y el caso es que El camino se recomendaba y agasajaba, se proyectaba y explicaba como ejemplo de lucha, de oposición a la tiranía, se incidía más en la figura de su creador que en la propia historia narrada (si bien es cierto que poseía muchos aspectos autobiográficos), se alababa el trabajo conseguido (meritorio en sí mismo, mucho más plausible teniendo en cuenta las paupérrimas condiciones –no sólo económicas- en que se rodó, de eso tampoco cabe duda) destacando y primando, incidiendo las veces que se considerasen necesarias en el hecho de la estadía en prisión de Güney (olvidando, al menos en España, que Juan Antonio Bardem fue encarcelado justo cuando iniciaba el rodaje de Calle Mayor (1956), debido a las protestas estudiantiles en Madrid, y que fue puesto en libertad con la condición de que no hablase sobre nada que no fuese la película en cualquier entrevista que concediese y que estuvo muy vigilado por su clara, manifiesta e irrenunciable filiación con el comunismo –siempre se ha guardado para los de fuera un apoyo, un clamor, un pedestal que se niega a los propios-). Pero el tiempo, implacable como suele, ha pasado su factura y mientras El camino apenas conserva su aureola, mientras queda como una cinta interesante y valiente pero con bastantes carencias (narrativas, fílmicas, psicológicas, de comprensión si no es contextualizándola), Desaparecido ha ganado en solidez, en fuerza, en hondura, en desgarro, sustentada en una dirección que sabe combinar con maestría la sequedad con lo vibrante, en la emotiva participación de la gran Sissy Spacek, en una de las interpretaciones más colosales y estremecedoras que jamás se verán en una pantalla: la de Jack Lemmon (triunfador en ese mismo Festival de Cannes como mejor actor). Y es posible que ese tiempo, el que ahora se utiliza en su favor, sea a la larga (o a la corta) la mayor rémora, el peor lastre, el que provoque que Boyhood quede, tan sólo, como una rareza, como un alarde, como un divertimento (a pesar de los años empleados) de Richard Linklater.
   El cineasta texano se hizo popular nimbado por el reconocimiento que el Festival de Berlín le tributó al elegirle como mejor director por Antes del amanecer (1995), curiosa cinta que aún conserva su frescura, su espontaneidad, que provocó dos secuelas –Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013), en las que progresivamente se han ido deteriorando esas virtudes, aunque la pareja formada por Ethan Hawke y Julie Delpy se ha asentado como tándem perfecto que saca lo mejor de ambos intérpretes-, que era el reflejo de una personalidad inquieta, ecléctica, imprevisible, pero que sabía practicar la contención, refrenar sus raptos de genialidad para entregarse a la historia y provocar agradables sorpresas –sólo su ingenio consiguió que el insufrible Jack Black resultase simpático y acertado en la muy interesante School of Rock (2003). Con Boyhood, Linklater ha vuelto a ser recompensado en Berlín con el mismo galardón obtenido hace casi veinte años, premiando más un esfuerzo titánico, un reto llevado a cabo, un compromiso cumplido que una película en sí misma: durante doce años (de 2002 a 2013), durante unos cuantos días (en total, han sido 39 los empleados a lo largo de este tiempo), el director se reunía con los mismos actores (con las incorporaciones o ausencias pertinentes según lo que se filmase) para rodar una parte de esta auténtica “película en progresión”, ya que su objetivo era captar el crecimiento de su protagonista, Mason (Ellar Coltrane), su evolución personal y la de su familia, ir fotografiando los cambios que el tiempo iba fraguando en los rostros, cuerpos y personalidades de sus actores. Nadie puede dejar de reconocer la entrega de Patricia Arquette (quien en ese periodo tuvo tiempo para, una vez perdidos su magia y carisma, su etiqueta de estrella por eclosionar, su participación en algunos filmes que se consideran de culto, refugiarse en la pequeña pantalla y obtener un rotundo éxito al frente de Médium (2005-2011), serie en la que demostró mantener intactas ciertas cualidades e incorporar otras nuevas, ampliando y matizando registros) o de Ethan Hawke (cómplice de Linklater en la trilogía antes citada y en otros cuantos títulos) o la confianza ciega que supone elegir a un actor cuando es tan sólo un niño (sin poder vislumbrar cómo crecerá, cómo evolucionará), pero se trata, fundamentalmente, de juzgar una obra a la que, pudiera ser (y de hecho sucede: no somos el ombligo del mundo y no todo el mundo se informa antes de comprar una entrada, puede que se deje llevar por su instinto o porque reconoce a un actor en el cartel o porque es el cine que le queda más cerca), habrá quien se enfrente si saber cómo se ha rodado, atribuyendo al maquillaje y al cambio de intérpretes (como tantas veces) lo que ha sido pacientemente elaborado y soportado por todos los implicados.
   En ese sentido, Boyhood parece recrearse en lo más anodino, perder el tiempo en conversaciones intrascendentes, en escenas que serían descartadas o ni se filmarían en cualquier otra cinta, en reflejar los momentos más huecos, menos apasionantes, despojando a otros de sus posibilidades, conformándose con narrar las rutinas, los silencios, sin conseguir sustentar sobre ellos una estructura firme, pareciendo que, en realidad, han ido rodando lo que ha surgido, lo que se ha podido, lo que ha sido factible en cada ocasión, sin responder a una idea global, a un guión que se supone diseñado, meditado, dejándose llevar del primer impulso, del capricho de una supuesta feliz idea, como si ya estuviese todo hecho con la iniciativa de rodar un ratito a lo largo de trece años. Pero, en realidad, los personajes no pasan de estereotipos, de meros trazos, de dibujos poco elaborados, de una acumulación de tópicos de los que Patricia Arquette intenta despegarse poniendo toda la carne en el asador, en los que Ethan Hawke naufraga estrepitosamente (como es habitual, por otra parte, en actor tan poco solvente, quien sólo en muy determinadas oportunidades ha sabido brillar o, al menos, no molestar ni perturbar demasiado el resultado final –El club de los poetas muertos (1989), Sinister (2012), la ya citada trilogía junto a Julie Delpy-), en los que Lorelei Linklater cumple con lo (poco) que le exigen y en los que Ellar Coltrane deja claro que se va convirtiendo en un actor muy limitado y poco creíble según crece ante nuestros ojos. Si la intención era dejar constancia de lo aburrida, cansina, repetitiva, absurda, tonta que es la vida no eran necesarias tantas alforjas: hay muchos ejemplos de películas que lo han captado con unos cuantos planos, sin necesitar tantos años de rodaje (ni siquiera meses), sin engolamientos ni aspiraciones creativas o autorales y, sin embargo, desarrollando un estilo, redefiniendo géneros, demostrando verdadera audacia y, por encima de todo, contando una historia.   

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