jueves, 16 de octubre de 2014

ANGELA LANSBURY: LA SEÑORA DE LA COLILLITA








   Será difícil olvidar el que por el momento (nos aferraremos a esta fórmula, confiando en que sea verdad y la economía –la doméstica, la propia- cambie de rumbo y/o los asuntos laborales sean, existan, es decir, se perciba alguna remuneración por desempeñar un oficio, por ejecutar ciertas tareas) ha sido nuestro último viaje a Londres: primero, porque lo vivimos con especial intensidad y emoción desde que lo planificamos, desperdiciando recursos para algunos, malgastando para otros, derrochando para aquellos, regalo personal entre los dos, sin empeñarnos ni pedírselo a nadie (para eso sirven los ahorros, mermados pero no esquilmados todavía), cumpliendo un sueño; segundo, porque vimos uno de los musicales que no podíamos dejar de ovacionar, porque lo de Miss Saigon en el Prince Edward Theatre superó cualquier expectativa, porque no lo dudamos dos veces cuando las actualmente muy codiciadas entradas se pusieron a la venta, porque era una reposición deseada y necesaria; tercero, porque volvimos a estar muy cerca (en esta ocasión, aún más) de nuestra idolatrada Julie Andrews, porque cantar Edelweiss junto a su prodigioso susurro fue una experiencia cercana a la levitación; cuarto, porque vimos en escena a una de las actrices más enormes que verán los tiempos, una de las más versátiles, de trayectoria irreprochable en teatro, cine y televisión, un nombre para adorar, una intérprete con aureola, mágica, sorprendente, carismática, impactante, hipnótica, es decir, Angela Lansbruy.
   Habrá quien arrugue el ceño, se sorprenda, incluso se alarme o lleve las manos a la cabeza por el hecho de dedicar este texto de pleitesía en un blog dedicado en exclusiva al mundo del cine, y, con su habitual cortedad de miras, con sus escalafones absurdos y segregacionistas, le concederán su lugar (ínfimo, casi escondido, sin grandeza ni brillo) entre los rostros televisivos que marcaron a una generación, insultando como de habitual a los múltiples admiradores de esa divertida joya conocida como Se ha escrito un crimen (en antena durante doce temporadas consecutivas, es decir, mucho más que una moda pasajera, un éxito continuado que consiente las reposiciones y revisitaciones), fans de cualquier edad, como siempre los tuvo la espléndida actriz londinense puesto que sus créditos cinematográficos incluyen Luz de gas (1944)-su debut ante las cámaras, demostrando que traía el magisterio en los genes), El retrato de Dorian Gray (1945), Los tres mosqueteros (1949), El largo y cálido verano (1958), Mamá nos complica la vida (1958), La bruja novata (1971), El espejo roto (1980) o que su fantástica voz dotó de humanidad y dotes canoras a la inolvidable Sra. Potts de La bella y la bestia (1991) con la que Disney regresó a lo más alto; es decir, la Lansbury (de nuevo ese artículo determinado que sólo merecen quienes se lo ganan a pulso, los que son reconocibles por su apellido) ha tocado todos los palos, todos los estilos, todos los géneros, incluso ha inventado algunos, ha variado tonos, los ha mezclado, los ha matizado, los ha recreado, los ha engrandecido, porque no conviene olvidar que sus hazañas sobre las tablas se saldan con cinco Tonys, cuatro de ellos como actriz de musical y el quinto como secundaria por la función que tuvimos oportunidad de contemplar en Londres: Un espíritu burlón de Noël Coward.
   En la feliz época en que Pablo y yo compartíamos micrófono en la radio, durante uno de esos veranos en que había tiempo para conversar, para recrearse en la suerte, para gozar con la música, con los contenidos, sin interrupciones ni monólogos, Angela Lansbury fue la protagonista de una de sus recordadas intervenciones (no lo digo yo, lo dicen los oyentes), recorriendo los cuatro musicales que la convirtieron en reina de Broadway: su impresionante Mame, la menos conocida e injustamente tratada Dear World, su magistral e insuperable Gypsy (¡Y eso que la estrenó la espectacular Ethel Merman!) y su vibrante Sweeney Todd, todas parte de nuestra banda sonora en casa y en el caso de esta última incluso con imágenes puesto que se grabó para ser emitida por televisión (aunque también en ese caso le fue negado el Emmy, único galardón de los considerados importantes que se le ha resistido a pesar de haber sido candidata en dieciocho ocasiones). Fue, sin duda, un rato delicioso en el que su portentosa voz, su manejo de los agudos, sus múltiples cualidades interpretativas quedaron al descubierto incluso para el más reticente o para el que piensa que sólo ha sido la señora Fletcher, icono por el que ya merecería ser venerada sin necesidad de nada más; Pablo fue narrando algunas anécdotas, momentos simpáticos, hitos de esta gran mujer de la que el tío Miguel hacía mofa (más por hacernos rabiar que por otra cosa) cuando la tía Carmen y yo estábamos en tensión con el capítulo dominical de Se ha escrito un crimen: “Nadie se ha dado cuenta de nada, todos son tontos, pero ahora llega ella, se fija en una colillita y dice quién es el asesino”. Sí, en realidad era así, es parte del juego, una convención que funciona si la que se reviste de ella es una actriz de un calibre difícil de cuantificar y, por eso, desde ese día, Pablo la rebautizó como “la señora de la colillita” y es como la llamamos cariñosamente.
   Verla en escena es abracadabrante, de no creerlo, de frotarse los ojos (además, estábamos en el centro de la fila cinco, casi con alargar la mano hubiésemos podido tocarla): con la inteligencia que sólo alguien así demuestra, sin tener que demostrar nada pero jugándosela en directo, implicándose, entregándose, Lansbury no imita a la no menos genial Margaret Rutherford para la que fue escrito el rol de Madame Arcati, la evoca/invoca (nunca mejor dicho) para bien, para que le dé alas, para homenajearla, mientras lleva el personaje por otro camino, imprimiéndole su sello, bailando, canturreando, jugando con su sonrisa coqueta y entrañable, disparatando, dejando sin aliento (en ese momento tenía 88 años, hoy cumple 89), provocando una de esas ovaciones cerradas, rendidas, con la platea puesta en pie, la misma que recibió su salida a escena con un aplauso cómplice y entusiasta, el que puede cortarse de raíz o quedar en agua de borrajas si no se recibe aquello que se espera; pero Angela Lansbury siempre da más, como si fuese la primera vez, reverdeciendo laureles, sin adocenarse, sin creer que ya lo ha conseguido todo, aumentando cada día su nómina de seguidores, logrando la inmortalidad con sus personajes, escribiendo una y mil veces páginas brillantes en el arte de la interpretación.   

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