TÍTULO ORIGINAL: Clouds of Sils Maria
DIRECCIÓN: Olivier Assayas GUIÓN: Olivier Assayas FOTOGRAFÍA: Yorick Le Saux
MONTAJE: Marion Monnier REPARTO: Juliette Binoche, Kristen Stewart, Chloë Grace
Moretz, Lars Eidinger, Johnny Flynn
Hay
quien pone en valor el hecho de resultar minoritario, confundiendo tener una
voz propia y a contracorriente con el hecho de que la obra de un artista no
goce del favor del público, estableciendo guetos y lugares exclusivos en los
que se supone sólo tienen acceso aquellos privilegiados que se encuentran en la
misma onda, capaces de desentrañar los mensajes ocultos y de comprender las
metáforas o interlineados que el creador va desgranando como miguitas de pan que
deben descubrirse antes de que los pájaros se las coman (es decir, hay que ser
rápido, estar despierto, ponerme la mente a trabajar, ser participativo –lo que
en muchas ocasiones implica que sea cada uno el que se haga su propia película
aunque a eso haya quien lo considere creatividad, osadía, imaginación o término
similar-); hay quien enarbola con fatuidad la bandera de “no es para todos los
públicos” o “es algo para paladares exquisitos”, siendo incapaz de explicar por
qué le ha gustado/conmocionado/extasiado (se supone), utilizando un lenguaje
culterano o enrevesado, plagado de frases vacías que por separado no dicen nada
pero leídas consecutivamente agotan al lector, sentencias que ahogan en su
propio maremágnum el hecho principal de toda crítica (dejar clara la postura
que se mantiene y en qué se sustenta), palabrería que sólo busca hacer patente
la supuesta inteligencia del aún más supuesto analista, quien sí ha comprendido
todos los matices, el subtexto, las implicaciones, las alegorías, el lenguaje
críptico del cineasta, artista que sólo se dirige a personas tan lúcidas como
él o ella y basa su prestigio en que nadie vea su obra (eso, al menos, es lo
que suele traducirse de ciertos textos encomiásticos cuando de determinados “autores”
–con muchas comillas para resaltar la afectación y reverencia con que suelen
pronunciar el nombre de los así considerados, como si les pusieran una corona
de laurel y entregasen un trofeo dorado-). En todo este asunto del número de
entradas vendidas, nos olvidamos de cómo está la distribución mundial, de cómo
ciertos títulos colapsan la cartelera, de cómo el público tiene todo el derecho
a elegir, de cómo en realidad no se potencia esa posibilidad, de cómo locales
promocionados como al margen de las corrientes mayoritarias también proyectan
filmes para el gran público (porque, al fin y al cabo, estamos hablando de un
negocio y se trata de intentar llenar las salas todos los días -¿Dónde queda
entonces esa intención de no ser taquillero? ¿Por qué esos mismos que
menosprecian al público que va a ver el éxito de turno se revuelven cuando su
película favorita del momento apenas aguanta una semana en cartel porque no
tiene espectadores? ¿No es eso lo que pretendía el autor? ¿No es asistir a una
proyección con dos o tres personas lo que motiva a estos “intelectuales” y “expertos”?-),
de cómo la calidad no está reñida con el aplauso generalizado, de cómo nadie
puede prever qué sucederá tras el estreno (¿Cuántas cintas de gran formato, con
presupuesto holgadísimo, con despliegue de publicidad, con inmensas ganas por
parte del público, se han dado el batacazo? ¿Cuántas películas rodadas con
esfuerzo, poco dinero, a toda velocidad para abaratar costes, con actores
desconocidos, con otros en horas bajas, con mil lastres, se han transformado en
un suceso, en un título imprescindible?), de cómo algunos (artistas y corifeos)
se consideran por encima de los demás y si no reconoces su valía eres tú el que
tiene el problema.
Olivier Assayas pertenece a una larga tradición de cine francés (no se
puede generalizar, podemos rastrear “personalidades” similares en otras
filmografías, pero su modo de hacer abunda en lo que se filma en el país
vecino), historias más o menos mundanas, cotidianas, imbuidas de un verismo
extremo que, por lo tanto, retrata lo cansino, lo repetitivo, lo aburrido, lo
inane de la vida, sus convencionalismos, su trivialidad (eso que otros han
sabido captar a lo largo de los siglos en literatura, eso que se ha reflejado
en pantalla en innumerables ocasiones provocando interés, curiosidad, asombro –pero
para los seguidores de esta corriente eso es “teatralización”, “melodrama”, “exageración”,
“falso”-), alegorías crípticas y muy herméticas, localismos extremos que
incluso son poco comprensibles en determinadas zonas del país de origen,
diálogos elípticos y entrecortados o bien códigos restringidos que no se
comprenden sin el manual de instrucciones al lado (es inolvidable la crítica
que Julián Marías –ningún iletrado ni lerdo, una persona de saber amplio y
mente despierta- hizo a uno de los Cuentos
de las cuatro estaciones –posiblemente a Cuento de primavera que fue el primero en estrenarse, pero no
podría asegurarlo-, acusándolo de parecer una clase de bachillerato porque los
personajes hablaban como si estuviesen estudiando algunas materias para un
examen). Dejando al margen la miniserie Carlos
(2010), la demostración de que puede combinar entretenimiento, tensión,
impacto con un estilo personal, siempre un tanto alambicado, pero adecuado al
modo en que quiere contar la historia, primando ésta por encima de sus
pretensiones artísticas y/o intelectuales, sin perderlas pero conteniéndolas y
dosificándolas con acierto, la filmografía de Assayas puede resumirse en un
largo bostezo, en una nula empatía con unos personajes atormentados que no se
consienten una auténtica explosión, que ahogan sus emociones para (se supone)
conmocionar más, en largos planos contemplativos, en secuencias eternas que no
llevan a ninguna parte (porque, en realidad, ya se ha contado todo en los
primeros minutos y el resto es una mera repetición -también de títulos
anteriores-, una recreación permanente en su sutileza vacua, en su esteticismo
ramplón, en su anhelo por ser el más profundo; así, aunque curiosamente jamás
bendecido por Cannes o los César, fueron llegando Finales de agosto, principios de septiembre (1998), Las horas del verano (2008) o Después de mayo (2012).
Viaje a Sils Maria quedará en la
historia de los premios del cine francés como la primera vez que se galardonó a
una intérprete extranjera (Kristen Stewart) y es, precisamente, ese aspecto el
que mejor desmonta el castillo en el aire que es la película: Assayas elige
como coprotagonista a una de las actrices más populares del momento gracias a
su intervención en la saga Crepúsculo (lo
que es lícito, por supuesto, pero no cuando pretendemos vendernos de cierta
manera: ¿Será por jóvenes francesas?) y, de ese modo, puesto que encarna a una
estadounidense, el director cree justificar que durante casi todo el metraje se
escuche hablar inglés, cuando la intimidad entre las dos mujeres que ocupan la
pantalla casi en exclusiva sería más creíble en francés (pero, claro, así es
más complicado tener una amplia distribución). Si bien es cierto que Stewart
lleva a cabo su cometido con pulcritud y sencillez (las mismas que demostró
aguantando el tipo a la impresionante Julianne Moore de Siempre Alice (2014)), elevarla a los altares del modo en que se ha
hecho parece más una campaña en demérito de Juliette Binoche, una actriz con
tendencia a lo evanescente, a contagiarse de lo etéreo y sugerente de algunos
de los directores con los que ha trabajado, a veces un tanto irritante por su
modo de reforzar su aureola de prestigio, una intérprete que ha ido madurando y
bajando a tierra sin ínfulas ni esfuerzos exagerados, dotando de humanidad a
personajes tan diferentes como los brillantemente encarnados en El paciente inglés (1996) o La viuda de Saint-Pierre (2000),
llegando a extremos prodigiosos en Mil
veces buenas noches (2013) y, especialmente, en Camille Claudel 1915 (2013), cinta estremecedora en la que lleva a
cabo una de las inmersiones más desoladoras en la locura que se haya visto
jamás en una pantalla, logro por el que hubiese debido cosechar todos los
premios posibles y alguno de los por inventar. En esta ocasión, aunque el rol
que le encomiendan se anega en los lugares comunes y en lo obvio, aunque su desarrollo
sea torpe y por momentos inexistente (y mira que, es de suponer, lo tendría fácil para hacer una crítica descarnada a Hollywood -será que recordó el cruel reproche que hicieron a Billy Wilder tras su insuperable El crepúsculo de los dioses (1950) y ha puesto la mirada en cheques futuros, diluyendo y arrinconando lo que hubiera podido ser el descenso a los infiernos de su protagonista y el modo en que su dolor no importa a los señores sentados en un despacho-), ella le confiere una verdad, una hondura,
una complejidad que sólo con su mirada perdida, con su voz cansada, con sus
hombros abatidos, transmite más verdad que el resto de la película, un intento a
por querer ser a ratos Antonioni, en otros acercarse a Dreyer, a veces evocar
al mejor Kieslowski, pero siempre quedándose en la superficie, sin garra ni
fuerza, enfático hasta la extenuación, desperdiciando las posibilidades que
indudablemente tienen el punto de partida, el esbozo de los personajes, las dos
actrices enfrentadas, lo que la historia podría dar de sí a poco que se
olvidase de sí mismo y atendiese al público (ya, pero entonces sus seguidores –parece
que los tiene- le acusarían de “comercial” y ese es el peor insulto que puede
recibir un “artista” –y, sin embargo, ha rodado en inglés, pecado mortal que se
recrimina constantemente a otros, y ha buscado el concurso de la chica de Crepúsculo… ¿Sabrá el propio Assayas lo
que en realidad ha querido hacer?).
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