domingo, 2 de agosto de 2015

"VIAJE A SILS MARIA": ASSAYAS NO BAJA DE SU NUBE






TÍTULO ORIGINAL: Clouds of Sils Maria DIRECCIÓN: Olivier Assayas GUIÓN: Olivier Assayas FOTOGRAFÍA: Yorick Le Saux MONTAJE: Marion Monnier REPARTO: Juliette Binoche, Kristen Stewart, Chloë Grace Moretz, Lars Eidinger, Johnny Flynn

   Hay quien pone en valor el hecho de resultar minoritario, confundiendo tener una voz propia y a contracorriente con el hecho de que la obra de un artista no goce del favor del público, estableciendo guetos y lugares exclusivos en los que se supone sólo tienen acceso aquellos privilegiados que se encuentran en la misma onda, capaces de desentrañar los mensajes ocultos y de comprender las metáforas o interlineados que el creador va desgranando como miguitas de pan que deben descubrirse antes de que los pájaros se las coman (es decir, hay que ser rápido, estar despierto, ponerme la mente a trabajar, ser participativo –lo que en muchas ocasiones implica que sea cada uno el que se haga su propia película aunque a eso haya quien lo considere creatividad, osadía, imaginación o término similar-); hay quien enarbola con fatuidad la bandera de “no es para todos los públicos” o “es algo para paladares exquisitos”, siendo incapaz de explicar por qué le ha gustado/conmocionado/extasiado (se supone), utilizando un lenguaje culterano o enrevesado, plagado de frases vacías que por separado no dicen nada pero leídas consecutivamente agotan al lector, sentencias que ahogan en su propio maremágnum el hecho principal de toda crítica (dejar clara la postura que se mantiene y en qué se sustenta), palabrería que sólo busca hacer patente la supuesta inteligencia del aún más supuesto analista, quien sí ha comprendido todos los matices, el subtexto, las implicaciones, las alegorías, el lenguaje críptico del cineasta, artista que sólo se dirige a personas tan lúcidas como él o ella y basa su prestigio en que nadie vea su obra (eso, al menos, es lo que suele traducirse de ciertos textos encomiásticos cuando de determinados “autores” –con muchas comillas para resaltar la afectación y reverencia con que suelen pronunciar el nombre de los así considerados, como si les pusieran una corona de laurel y entregasen un trofeo dorado-). En todo este asunto del número de entradas vendidas, nos olvidamos de cómo está la distribución mundial, de cómo ciertos títulos colapsan la cartelera, de cómo el público tiene todo el derecho a elegir, de cómo en realidad no se potencia esa posibilidad, de cómo locales promocionados como al margen de las corrientes mayoritarias también proyectan filmes para el gran público (porque, al fin y al cabo, estamos hablando de un negocio y se trata de intentar llenar las salas todos los días -¿Dónde queda entonces esa intención de no ser taquillero? ¿Por qué esos mismos que menosprecian al público que va a ver el éxito de turno se revuelven cuando su película favorita del momento apenas aguanta una semana en cartel porque no tiene espectadores? ¿No es eso lo que pretendía el autor? ¿No es asistir a una proyección con dos o tres personas lo que motiva a estos “intelectuales” y “expertos”?-), de cómo la calidad no está reñida con el aplauso generalizado, de cómo nadie puede prever qué sucederá tras el estreno (¿Cuántas cintas de gran formato, con presupuesto holgadísimo, con despliegue de publicidad, con inmensas ganas por parte del público, se han dado el batacazo? ¿Cuántas películas rodadas con esfuerzo, poco dinero, a toda velocidad para abaratar costes, con actores desconocidos, con otros en horas bajas, con mil lastres, se han transformado en un suceso, en un título imprescindible?), de cómo algunos (artistas y corifeos) se consideran por encima de los demás y si no reconoces su valía eres tú el que tiene el problema.
   Olivier Assayas pertenece a una larga tradición de cine francés (no se puede generalizar, podemos rastrear “personalidades” similares en otras filmografías, pero su modo de hacer abunda en lo que se filma en el país vecino), historias más o menos mundanas, cotidianas, imbuidas de un verismo extremo que, por lo tanto, retrata lo cansino, lo repetitivo, lo aburrido, lo inane de la vida, sus convencionalismos, su trivialidad (eso que otros han sabido captar a lo largo de los siglos en literatura, eso que se ha reflejado en pantalla en innumerables ocasiones provocando interés, curiosidad, asombro –pero para los seguidores de esta corriente eso es “teatralización”, “melodrama”, “exageración”, “falso”-), alegorías crípticas y muy herméticas, localismos extremos que incluso son poco comprensibles en determinadas zonas del país de origen, diálogos elípticos y entrecortados o bien códigos restringidos que no se comprenden sin el manual de instrucciones al lado (es inolvidable la crítica que Julián Marías –ningún iletrado ni lerdo, una persona de saber amplio y mente despierta- hizo a uno de los Cuentos de las cuatro estaciones –posiblemente a Cuento de primavera que fue el primero en estrenarse, pero no podría asegurarlo-, acusándolo de parecer una clase de bachillerato porque los personajes hablaban como si estuviesen estudiando algunas materias para un examen). Dejando al margen la miniserie Carlos (2010), la demostración de que puede combinar entretenimiento, tensión, impacto con un estilo personal, siempre un tanto alambicado, pero adecuado al modo en que quiere contar la historia, primando ésta por encima de sus pretensiones artísticas y/o intelectuales, sin perderlas pero conteniéndolas y dosificándolas con acierto, la filmografía de Assayas puede resumirse en un largo bostezo, en una nula empatía con unos personajes atormentados que no se consienten una auténtica explosión, que ahogan sus emociones para (se supone) conmocionar más, en largos planos contemplativos, en secuencias eternas que no llevan a ninguna parte (porque, en realidad, ya se ha contado todo en los primeros minutos y el resto es una mera repetición -también de títulos anteriores-, una recreación permanente en su sutileza vacua, en su esteticismo ramplón, en su anhelo por ser el más profundo; así, aunque curiosamente jamás bendecido por Cannes o los César, fueron llegando Finales de agosto, principios de septiembre (1998), Las horas del verano (2008) o Después de mayo (2012).
   Viaje a Sils Maria quedará en la historia de los premios del cine francés como la primera vez que se galardonó a una intérprete extranjera (Kristen Stewart) y es, precisamente, ese aspecto el que mejor desmonta el castillo en el aire que es la película: Assayas elige como coprotagonista a una de las actrices más populares del momento gracias a su intervención en la saga Crepúsculo (lo que es lícito, por supuesto, pero no cuando pretendemos vendernos de cierta manera: ¿Será por jóvenes francesas?) y, de ese modo, puesto que encarna a una estadounidense, el director cree justificar que durante casi todo el metraje se escuche hablar inglés, cuando la intimidad entre las dos mujeres que ocupan la pantalla casi en exclusiva sería más creíble en francés (pero, claro, así es más complicado tener una amplia distribución). Si bien es cierto que Stewart lleva a cabo su cometido con pulcritud y sencillez (las mismas que demostró aguantando el tipo a la impresionante Julianne Moore de Siempre Alice (2014)), elevarla a los altares del modo en que se ha hecho parece más una campaña en demérito de Juliette Binoche, una actriz con tendencia a lo evanescente, a contagiarse de lo etéreo y sugerente de algunos de los directores con los que ha trabajado, a veces un tanto irritante por su modo de reforzar su aureola de prestigio, una intérprete que ha ido madurando y bajando a tierra sin ínfulas ni esfuerzos exagerados, dotando de humanidad a personajes tan diferentes como los brillantemente encarnados en El paciente inglés (1996) o La viuda de Saint-Pierre (2000), llegando a extremos prodigiosos en Mil veces buenas noches (2013) y, especialmente, en Camille Claudel 1915 (2013), cinta estremecedora en la que lleva a cabo una de las inmersiones más desoladoras en la locura que se haya visto jamás en una pantalla, logro por el que hubiese debido cosechar todos los premios posibles y alguno de los por inventar. En esta ocasión, aunque el rol que le encomiendan se anega en los lugares comunes y en lo obvio, aunque su desarrollo sea torpe y por momentos inexistente (y mira que, es de suponer, lo tendría fácil para hacer una crítica descarnada a Hollywood -será que recordó el cruel reproche que hicieron a Billy Wilder tras su insuperable El crepúsculo de los dioses (1950) y ha puesto la mirada en cheques futuros, diluyendo y arrinconando lo que hubiera podido ser el descenso a los infiernos de su protagonista y el modo en que su dolor no importa a los señores sentados en un despacho-), ella le confiere una verdad, una hondura, una complejidad que sólo con su mirada perdida, con su voz cansada, con sus hombros abatidos, transmite más verdad que el resto de la película, un intento a por querer ser a ratos Antonioni, en otros acercarse a Dreyer, a veces evocar al mejor Kieslowski, pero siempre quedándose en la superficie, sin garra ni fuerza, enfático hasta la extenuación, desperdiciando las posibilidades que indudablemente tienen el punto de partida, el esbozo de los personajes, las dos actrices enfrentadas, lo que la historia podría dar de sí a poco que se olvidase de sí mismo y atendiese al público (ya, pero entonces sus seguidores –parece que los tiene- le acusarían de “comercial” y ese es el peor insulto que puede recibir un “artista” –y, sin embargo, ha rodado en inglés, pecado mortal que se recrimina constantemente a otros, y ha buscado el concurso de la chica de Crepúsculo… ¿Sabrá el propio Assayas lo que en realidad ha querido hacer?).

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