Es complicado no repetirse, no quedar prisionero
de lugares comunes, no enhebrar unas cuantas frases trilladas que han perdido
aquel ingenio prístino que las catapultó hasta eso que solemos denominar “el
saber popular” o “el imaginario colectivo” (si es que fueron realmente ingeniosas,
porque suelen gozar de mayor trascendencia los descalificativos, los
prejuicios, los reduccionismos, las etiquetas), no limitarse a contar de nuevo
tres o cuatro leyendas más o menos demostradas, quedarse como en tantas
ocasiones en lo superficial y reiterativo a la hora de glosar la figura de
Marilyn Monroe. Porque, ¿qué queda por decir? ¿Cómo ser mínimamente original a
la hora de cantar sus excelencias, de explicar cómo enamoró a un servidor antes
incluso de verla actuar, de volver a narrar el modo en que uno se siente
fascinado, hipnotizado, arrobado, cautivado y cualquier otro estado similar
cada vez que contempla alguna fotografía o película de las que parece salirse
para resultar viva, tangible, explosiva, amorosa, peticionaria de ayuda y protección?
De ella se han dicho infinidad de cosas y la mayoría perversas, dañinas,
truculentas, espurias, sin haberse molestado en conocer su legado, esos filmes
que pueden verse una y mil veces y conservan intactos sus méritos, su colorido,
su energía, esos en los que la rubia deja claro que era mucho más que un cuerpo
cimbreante, un rostro inocentemente pícaro, una sexualidad desbordante por
mucho que tratase de contenerla, una actriz de muchos recursos, una cantante
portentosa, un mito al que resulta imposible desposeer de su aureola. Y el caso
es que parte de su inmortalidad es el misterio en torno a la persona que ella
contribuyó a forjar, tal vez sin ser consciente, huyendo de Norma Jeane,
intentando recuperarla cuando Marilyn se la había engullido (al menos a los
ojos –ávidos y poco misericordiosos- de los demás), queriendo rediseñar
continuamente el personaje con el que enfrentarse al día a día, no teniendo
nada claras las barreras entre lo ficticio y lo cotidiano.
Cuando todavía no era el icono incombustible
en que la transformaría una rejilla de ventilación del metro (eso sucedería en
1955 con el estreno de La tentación vive
arriba), cuando algunos de sus títulos más imperecederos estaban por
llegar, pero la sensación que había provocado con Niágara (1953) y Los
caballeros las prefieren rubias (1953) era imparable, indudable e
ineludible, Marilyn decidió contar su historia con el concurso del magnífico
guionista Ben Hecht en lo que puede considerarse un espléndido ejemplo (en
todos los sentidos: también por su contenido) de la literatura fantasmal: la
estrella habla y el escritor toma notas, respetando su manera de hablar, el
modo en que estructura su discurso, limitándose a poner los signos de
puntuación pertinentes y a dar cierta coherencia a la narración cuando es
necesario (así lo declaró en alguna ocasión), nadie contradecía, apostillaba,
manipulaba, tergiversaba, añadía o quitaba en lo que Monroe reflexionaba, desgranaba,
recordaba o imaginaba, o al menos así debemos tomar la muy interesante My Story, aunque fue un proyecto que
quedó inacabado (y, recordemos, se llevó a cabo en 1954, con lo que no hay
referencias a todo lo que sucedió después), guardado en un cajón durante mucho
tiempo tras la publicación en el Empire
News londinense de un texto que no tenía nada que ver con el aprobado por
Marilyn y redactado por Hecht (así lo ha confirmado Donald Spoto que ha
cotejado el original con lo que apareció en prensa), que sólo vio la luz tiempo
después (en 1974), tras haber sido custodiado celosamente por el fotógrafo
Milton Greene, gran amigo de la actriz, y nunca sabremos hasta qué punto pudo
ser enmendado el manuscrito original. Sea como sea, es una oportunidad casi
única de acceder al pensamiento de Marilyn, a cómo se veía a sí misma, a cómo
se imaginaba, a cómo se enmendaba, a cómo se reinventaba, a cómo quería que la
viesen los demás, dejemos que sean sus palabras (las que se nos presentan como
tales) las que nos ilustren y acompañen.
Siempre se sintió incómoda, desubicada,
fuera del mundo, porque “la gente siempre me ordenaba que dejase de hacer lo
que me gustaba”, porque supo desde muy pequeña que todo era provisional, que si
no respondía a las expectativas que los otros habían puesto en ella, que si no
se comportaba como era debido, que si no era “buena” sería devuelta al
orfanato, ese lugar en el que estaba porque su madre no podía atenderla, no
sólo por sus problemas mentales sino porque había delegado sus funciones desde
el principio y sólo a los siete años tuvo conciencia de quién era esa mujer que
aparecía cada cierto tiempo, “una mujer muy guapa que nunca sonreía”, una mujer
que “nunca me había dado un beso, nunca me había sostenido en sus brazos y
apenas me había hablado”. Esta experiencia le hizo rechazar una posible
maternidad durante un tiempo, pero en 1954, cuando está dictando sus memorias,
se ve capacitada para ser madre: “Ahora pienso de manera distinta sobre los
hijos. Es una de las cosas que sueño. Ahora no sería ninguna Norma Jeane. Sé
cómo voy a educarla: sin mentir. Nadie le contará mentiras sobre nada.
Responderé a todas sus preguntas. Si desconozco las respuestas me dirigiré a
una enciclopedia y lo consultaré. Le explicaré todo lo que quiera saber: sobre
el amor, sobre el sexo, ¡sobre todo!”. Insiste y subraya el hecho de que no la
embaucará (siempre habla en femenino) ni le hará creer en cuentos de hadas: “(…)
básicamente, ¡nada de mentiras! Nada de mentiras sobre Santa Claus o sobre un
mundo lleno de gente noble y honrada dispuesta a ayudar al prójimo y a hacer el
bien. Le contaré que hay honor y bondad en el mundo, de la misma manera que hay
oro y diamantes”. Pero, en contra de lo que pueda pensarse (o esperarse por lo
que hemos leído en otros lugares), no hace un resumen triste de su infancia: “Casi
todos mis problemas [en aquellos primeros años] eran asuntos menores. En cierto
sentido no eran ni siquiera problemas porque yo me había acostumbrado a
convivir con ellos. Cuando pienso en aquellos días recuerdo, en realidad, que
estaban llenos de diversiones y momentos fabulosos. Jugaba al sol con otros niños
y participaba en carreras”. Y todo, tal vez, porque desde el principio, tal vez
por instinto de supervivencia, aprendió a desdoblarse: “Me invadía una extraña
sensación, como si fuera dos personas al mismo tiempo. Una era la Norma Jeane
del orfanato que no pertenecía a nadie. La otra era alguien cuyo nombre
desconocía. Pero sabía de quién era. Pertenecía al océano, al horizonte y al
mundo entero.”
Y Marilyn consigue ir haciéndose un hueco en
Hollywood, a costa de muchos sinsabores, de ofertas que no está dispuesta a
aceptar, de humillaciones que en ocasiones no percibe como tales, de vender su
alma por cincuenta centavos mientras rechaza dar besos valorados en mil
dólares: “Cuando recuerdo aquel Hollywood desesperado, embustero y pedigüeño
que conocí hace tan sólo unos años, me entra un poco de nostalgia. Era un lugar
más humano que el paraíso primero soñado y luego encontrado. La gente que lo
poblaba, los impostores y los fracasados, resultaban más llamativos que los
hombres ilustres y los artistas famosos a quienes conocería muy pronto”. Y tras
este jarro de agua fría a esa meca del cine que ha empezado a aceptarla (porque
su nombre y su presencia aumentan los réditos, porque el público la demanda),
remata con un comentario que a buen seguro ella hacía con inocencia y desenfado,
pero en el que uno no puede evitar añadir algo de sorna (sobre todo, estando el
perro viejo de Ben Hecht por allí): “Incluso los sinvergüenzas que me engañaban
y me tendían trampas, me parecen personajes agradables y tiernos”. Pero, a
pesar de los focos, de las lentejuelas, de sus carcajadas, del brillo de los
mejores amigos de una chica, Marilyn se siente el patito feo, fuera de lugar,
la pieza sobrante en un rompecabezas hueco y recubierto de oropel: “Las fiestas
en Hollywood no sólo me confunden, sino que a menudo me desilusionan. La
desilusión llega cuando conozco a una estrella cinematográfica que he estado
admirando desde la infancia”; ella ha sido espectadora, no deja de serlo, y,
por lo tanto, desmonta el artificio que intenta fagocitarla: “Siempre pensé que
las estrellas cinematográficas eran gente interesante y lista, con una
personalidad especial. Al conocer a uno de ellos en una fiesta, por lo general
descubro que él (o ella) es insípido y que incluso está asustado. Muy a menudo
he permanecido horas en silencio escuchando a mis ídolos cinematográficos
convertirse en gente aburrida y carente de interés”. Y no oculta la ironía (o
el abatimiento, el desencanto, la desolación) al reconocer sin tapujos que “para
promocionarme bastaba con que se citara mi nombre entre los asistentes a una
fiesta de Hollywood. A veces es la única mención favorable que pueden conseguir
las reinas del cine.”
Puede que sea esa fragilidad, ese miedo
constante a hacer el ridículo, ese caminar inseguro, esa inocencia que no
resulta fingida, ese anhelo por agradar, esas ganas de desaparecer, ese temblor
incontenible que se percibe en ella, esos interrogantes que aún sobrevuelan y
jamás tendrán respuesta, todos estos aspectos y otros muchos combinados, los
que hacen que sus admiradores aumenten día a día, que no pierda vigencia ni
frescura, que parezca más real y contemporánea que la mayoría de estrellas
efímeras que nos venden desde la gran pantalla, que sus interpretaciones se
valoren ahora sin tantos prejuicios o condicionantes, que su triste destino nos
siga doliendo, que su presencia siga siendo deseada, que cada 5 de agosto le
dediquemos un recuerdo especial, aunque todos los días sea nuestra estrella
favorita, aquella que adoramos desde que se anunció un ciclo con sus películas
en el UHF y nosotros éramos niños que queríamos ver mucho cine, la que nos
encandiló con una sonrisa y un guiño, la que nos divirtió y asombró, esa de la
que seguimos descubriendo matices, la que tiene un algo indefinible e
irrepetible, la que supo intuir lo que sucedería con estremecedora exactitud
(aunque nunca sabremos si es una frase añadida tiempo después, algunos de sus
poemas y escritos le otorgan verosimilitud), lo que no quiere decir que se
dejase llevar por ese impulso, puede que lo verbalizase precisamente para
conjurarlo, para mantenerlo a raya: “Sí, había algo especial en mí y sabía de
qué se trataba. Yo era el tipo de chica a la que encuentran muerta en su
dormitorio con un frasco de somníferos en la mano.”
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