sábado, 7 de noviembre de 2015

"MARTE": "BRICOMANÍA" A MILLONES DE KILÓMETROS DE DISTANCIA






TÍTULO ORIGINAL: The Martian DIRECCIÓN: Ridley Scott GUIÓN: Drew Goddard (basado en la novela The Martian de Andy Weir) MÚSICA: Harry Gregson-Williams FOTOGRAFÍA: Dariusz Wolski MONTAJE: Pietro Scalia REPARTO: Matt Damon, Jessica Chastain, Kristen Wiig, Jeff Daniels, Michael Peña, Kate Mara, Sean Bean, Chiwetel Ejiofor, Sebastian Stan

   Como todos los géneros, la ciencia ficción puede romper sus moldes, ampliar sus horizontes, ser reinventada, prescindir de algunos elementos para incorporar otros nuevos, hibridarse con los demás, mantenerse en constante evolución, por mucho que siempre existan voces puristas, imbuidas de una ortodoxia castradora, adalides de lo que puede llamarse una cosa y no otra que catalogan sin más criterio que su propio parecer, desconociendo la mayoría de las veces la historia, las bases, las diferentes corrientes que integran algo tan amplio y en muchas ocasiones inconcreto como es un género, da igual que hablemos de literatura, de periodismo (donde, tal vez, las categorías están algo más claras, pero aceptan matizaciones, sobre todo las que permiten incorporar la creatividad del que redacta), de cine (más allá de algunos arquetipos, ciertas claves, determinadas características comunes que han llevado a intentar definirlo), ante un nuevo estreno siempre aparecen inmovilistas que en realidad sólo gustan de alguien/algo en concreto, esos que quieren vivir un eterno día de la marmota en que todo sea como ellos esperan, prefieren y/o dictaminan, los que no aceptan la más mínima perturbación en la Fuerza (en un guiño a este periodo pre-tercera trilogía), esos inquisidores que deciden quién tiene la sangre limpia y quién sucia y, por lo tanto, merece ser castigado. Además, atendiendo tan sólo al término acuñado, es decir, hacer ficción a partir de la ciencia, mezclarlas, tomar ésta como punto de partida para desarrollar aquélla, fabular con mayor o menor base científica, utilizar algo que está (o debería estar, pero ahí entramos en un asunto que excede en mucho el objeto de este escrito) en permanente estudio, que mantiene investigaciones abiertas, que continúa adelantando que es una barbaridad como se cantaba en La verbena de la Paloma, hace que aún resulte más complejo lo de pretender poner puertas al campo, porque, por así decirlo, cada tiempo tendrá su ciencia ficción concreta, por mucho que existan temas recurrentes (los cuales, a su vez, aceptan múltiples variaciones). Sea como sea, en ese anhelo por etiquetar, por querer tener las cosas claras y convenientemente identificadas, metemos en el mismo saco títulos como Alien, el octavo pasajero (1979), Blade Runner (1982) o Prometheus (2012) y luego entramos en disquisiciones sobre cuál responde al canon, sin tener muy claro cuál es el mismo: ¿El de Isaac Asimov, científico con prosa didáctica, capaz de hacer comprensible el proceso físico más abstruso, dando brío a la historia que cuenta a través de lo meramente científico, mezclando asombrosamente ambas facetas? ¿El de Stanislaw Lem, camuflando en ocasiones como obras de ficción verdaderos tratados que hubieran tenido menor difusión de haber sido presentados como tales, poseedor de una prosa elíptica, a ratos excesivamente onírica, inconcreta, abierta a interpretaciones? ¿El de Julio Verne, primando la aventura, lo que en su momento era pura imaginación, por mucho que dedicase muchas páginas a explicar el modo en que un globo se elevaba o un submarino descendía a zonas abisales, utilizando jerga científica sin recato –revisada de adulto alguna de sus obras sorprende que un chaval de ocho o nueve años disfrutase como un loco sin embarrancar en esas prolijas descripciones-, rompiendo la acción para detenerse en consideraciones en las que un lego queda un tanto perdido? ¿Las variantes que tienen la Medicina como eje central, los apocalipsis originados en laboratorios, las pandemias imparables de origen desconocido, los peligros derivados de políticas medioambientales que sólo atienden a los réditos generados, historias que a veces tienen más de advertencia (con un punto de alarmismo no exento de veracidad) y de realidad que de imaginado?
   Tiende a olvidarse que, en su momento, Alien no fue muy bien recibida, que le llovieron múltiples andanadas de esos ortodoxos que no aceptan que nadie venga a enmendarles la plana, que fue poco a poco como se convirtió en la película de culto, en el indudable clásico que es en la actualidad, ahí están sus secuelas para confirmarlo, ahí está el regreso de Ridley Scott a ese universo (nunca mejor dicho) para contar lo que sucedió antes, es decir, Prometheus (esa que tuvo una acogida como poco tibia, en gran parte muy negativa y de reprobación, precisamente cuando, poniéndonos estrictos, responde más a las pautas generales del género que Alien, vapuleada por algunos precisamente por no ajustarse a las convenciones del mismo, por ser algo diferente, por su ritmo pausado, por su suspense in crescendo, porque no les parecía “de ciencia ficción”), ahí está confirmada una continuación –Alien: Paradise Lost- para 2017 (continuación de Prometheus, que no haya dudas). Y a pesar de una carrera con títulos tan dispares como Los duelistas (1979), Thelma y Louise (1991), Gladiator (2000) o Black Hawk derribado (2001), por citar aquellos que, en mayor o menor medida, tienen aciertos que reseñar e incluso alcanzan la excelencia, Ridley Scott seguirá siendo para muchos un director especializado en ciencia ficción, tal vez por eso se echaba de menos (parecía ser inevitable) su regreso al género (porque, repetimos, lo de Prometheus fue considerado un producto para hacer caja) cuando éste multiplica sus admiradores y parece vivir una nueva edad de oro gracias a filmes como Interstellar (2014) o Gravity (2013), aunque el modelo seguido en Marte se ciñe más a lo rodado por Christopher Nolan que a lo que llevó a Alfonso Cuarón a ganar un indiscutible –para que el esto firma- Oscar de la Academia (Gravity es una experiencia, una emoción, un alarde, un prodigio, todo queda en segundo término para no interferir con lo que las imágenes provocan y precisamente por eso fue y será denostada por los que no vieron saciadas sus ansias de descubrir la física –más o menos cuántica-, recrearse en el contenido científico, resolver complejas operaciones matemáticas a velocidad de crucero, diríase que de saber más, de completar y actualizar conocimientos, porque se supone –por cómo lo cuentan- que es un asunto que les preocupa todo el tiempo, no viven para otra cosa). Después de ese engendro conocido como El consejero (2013) –la terrorífica confirmación de que hemos perdido a Cormac McCarthy como magnífico autor de novelas- y de ese supuesto espectáculo carente del brío demostrado en otras ocasiones, tras la plúmbea Exodus (2014), Scott recupera, al menos, cierto pulso, puesto que su modo de no ponerse estupendo ni virtuoso, su sencillez expositiva, su confianza en lo narrado es lo más destacable en Marte: su alejamiento de cualquier ampulosidad, su dirección contenida y pausada evita cualquier tentación de solemnidad (la misma en que embarranca una y otra vez Nolan, por más que en Interstellar todo se comprendiese más de lo que a él y a sus adeptos les hubiese gustado –y algunos insisten en complicar la cosa cuando la narran, mirando sospechosamente al profano que demuestra haber comprendido la maraña que no es tal, a veces reconociendo la superioridad de Origen (2010) “porque esa sí que es para estudiarla” –pero luego no son capaces de ponerla en palabras-, buscando meandros, subtextos y niveles de interpretación –pero si Spielberg hubiese terminado una película del modo en que se cierra Interstellar hubiesen vuelto a fustigarme y fusilarle-), Ridley Scott quiere centrarse en el instinto de supervivencia, recrear el mito de Robinson Crusoe, es lo que le interesa (como en Alien, como en Blade Runner –filme que nunca ha sido de los favoritos de un servidor, pero al que no se pueden negar aciertos y, sobre todo, influencia posterior-), ese factor humano que implica al receptor sin importar lo poco o nada que conozca sobre robótica, aeronáutica, carrera espacial, física o, como en el caso que nos ocupa, botánica.
   El mayor problema de esta cinta radica en que quiere ser un manual de supervivencia por si cualquiera se queda abandonado en Marte, un conjunto de reglas/sugerencias a seguir para poder habitar aquel planeta, una sucesión de pruebas al modo de concurso televisivo que se queda sólo en eso, sin tensión dramática, sin verdadera emoción: nadie duda de que tendremos en pantalla al solitario protagonista hasta el último momento, los señores de los despachos de los grandes estudios no nos permiten sorpresas, rupturas, golpes de efecto –que no efectismos- que se salgan de la rutina marcada, de lo que ellos piensan que el público quiere, por desgracia podemos anticipar la conclusión sin confundirnos más que en algún detalle, lo que no sería negativo en sí mismo si la película fuese capaz de justificar su excesivo metraje e introdujese la intriga en la planificación del rescate. Huyendo con sumo acierto de introducir el elemento familiar que lastraba y teñía de ridículo la muy irregular Apolo 13 (1995) –antes de que alguna voz se alce señalando que también aparecía en Gravity, señalemos que aquí era tan sólo mencionado, no necesitábamos verlo, conocerlo, sufrirlo, recrearse como hacía sin recato Ron Howard intentando conmover con lo obvio, lo arquetípico, lo innecesario-, y desconociendo el texto original de Andy Weir (aunque la crítica suponemos que especializada destaca su pertinencia y exactitud científica, hay que colegir que todo queda suficiente y prolijamente expuesto), el aquí guionista Drew Goddard (autor junto a Joss Whedon y director de la laureada La cabaña en el bosque (2012), tal vez uno de los máximos ejemplos que podamos encontrar de una buena idea muy mal desarrollada y peor rematada, cayendo en todos los tópicos que pretende desterrar, subrayando lo que quedaba claro, recurriendo a un chapucero y lastimoso simbolismo que cualquier aficionado al género podría explicar sin tanto didactismo), el escritor que supo respetar las mejores esencias de la estupenda novela Guerra Mundial Z al adaptarla para ser filmada (aunque el resultado final estuviese un tanto desequilibrado, forzando la acción más de lo debido) sí podría haber tomado nota de la manera en que Apolo 13 introducía tensión, electricidad, ritmo, interés, a través del personaje al que daba vida un maravilloso e inolvidable Ed Harris. Aunque parece que vamos a transitar un camino similar plagado de trabas burocráticas, medios de comunicación demandando información, miedo a perder un cargo, opciones de rescate, dudas entre lo que parece utópico y lo que puede realizarse, cuando se reúne un grupo humano como el formado por Jeff Daniels, Sean Bean, Chiwetel Ejiofor o una a ratos desconocida Kristen Wiig (mientras una clamorosamente desaprovechada Jessica Chastain está a mitad de camino entre la Tierra y Marte), el espectador empieza a frotarse las manos para irse desengañando según avanza el metraje y lo más interesante es ver crecer las patatas del huerto que el personaje interpretado por Matt Damon (en una meritoria actuación) consigue sacar adelante recreando una atmósfera óptima para ello, así como otros ingenios que desarrolla para sobrevivir el tiempo suficiente hasta que pueda ser rescatado. Y aunque el uso de la música discotequera aporta momentos simpáticos y evocadores, es un recurso que pierde pronto su capacidad de sorpresa por reiterado y a ratos metido con calzador, imprimiendo ritmo por sí misma no a lo que sucede en pantalla, una serie de experimentos que tal vez hagan las delicias de aquellos que soñaron con ser Jóvenes Castores pero que aburren y terminan por agotar al espectador que vislumbra las posibilidades que esta historia hubiese tenido poniendo el énfasis en otros elementos (parece que Marte no trae excesiva fortuna cuando ocupa el plano central de una película –porque Desafío total (1990) era algo distinto y la vibramos como pocas-, recuérdese el modo lamentable en que Misión a Marte (2000) se venía abajo en cuanto Tim Robbins abandonaba la escena o aquel aburrimiento de dimensiones galácticas llamado Planeta rojo (2000)). Y no se trataba de ponerse absurdamente filosófico o trascendente, tan sólo de tener, por ejemplo, al Hemingway de El viejo y el mar como referente, porque si pensamos en Cuando todo está perdido (2013), mucho mejor quedarnos, al menos, con la parte positiva (que aunque esporádica la tiene) de la tan decepcionante Marte.

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