TÍTULO ORIGINAL: The Martian DIRECCIÓN: Ridley
Scott GUIÓN: Drew Goddard (basado en la novela The Martian de Andy Weir) MÚSICA: Harry Gregson-Williams
FOTOGRAFÍA: Dariusz Wolski MONTAJE: Pietro Scalia REPARTO: Matt Damon, Jessica
Chastain, Kristen Wiig, Jeff Daniels, Michael Peña, Kate Mara, Sean Bean,
Chiwetel Ejiofor, Sebastian Stan
Como
todos los géneros, la ciencia ficción puede romper sus moldes, ampliar sus
horizontes, ser reinventada, prescindir de algunos elementos para incorporar otros
nuevos, hibridarse con los demás, mantenerse en constante evolución, por mucho
que siempre existan voces puristas, imbuidas de una ortodoxia castradora,
adalides de lo que puede llamarse una cosa y no otra que catalogan sin más criterio
que su propio parecer, desconociendo la mayoría de las veces la historia, las
bases, las diferentes corrientes que integran algo tan amplio y en muchas
ocasiones inconcreto como es un género, da igual que hablemos de literatura, de
periodismo (donde, tal vez, las categorías están algo más claras, pero aceptan
matizaciones, sobre todo las que permiten incorporar la creatividad del que
redacta), de cine (más allá de algunos arquetipos, ciertas claves, determinadas
características comunes que han llevado a intentar definirlo), ante un nuevo
estreno siempre aparecen inmovilistas que en realidad sólo gustan de
alguien/algo en concreto, esos que quieren vivir un eterno día de la marmota en
que todo sea como ellos esperan, prefieren y/o dictaminan, los que no aceptan
la más mínima perturbación en la Fuerza (en un guiño a este periodo pre-tercera
trilogía), esos inquisidores que deciden quién tiene la sangre limpia y quién
sucia y, por lo tanto, merece ser castigado. Además, atendiendo tan sólo al
término acuñado, es decir, hacer ficción a partir de la ciencia, mezclarlas,
tomar ésta como punto de partida para desarrollar aquélla, fabular con mayor o
menor base científica, utilizar algo que está (o debería estar, pero ahí
entramos en un asunto que excede en mucho el objeto de este escrito) en
permanente estudio, que mantiene investigaciones abiertas, que continúa
adelantando que es una barbaridad como se cantaba en La verbena de la Paloma, hace que aún resulte más complejo lo de
pretender poner puertas al campo, porque, por así decirlo, cada tiempo tendrá
su ciencia ficción concreta, por mucho que existan temas recurrentes (los
cuales, a su vez, aceptan múltiples variaciones). Sea como sea, en ese anhelo
por etiquetar, por querer tener las cosas claras y convenientemente
identificadas, metemos en el mismo saco títulos como Alien, el octavo pasajero (1979), Blade Runner (1982) o Prometheus
(2012) y luego entramos en disquisiciones sobre cuál responde al canon, sin
tener muy claro cuál es el mismo: ¿El de Isaac Asimov, científico con prosa
didáctica, capaz de hacer comprensible el proceso físico más abstruso, dando
brío a la historia que cuenta a través de lo meramente científico, mezclando
asombrosamente ambas facetas? ¿El de Stanislaw Lem, camuflando en ocasiones
como obras de ficción verdaderos tratados que hubieran tenido menor difusión de
haber sido presentados como tales, poseedor de una prosa elíptica, a ratos
excesivamente onírica, inconcreta, abierta a interpretaciones? ¿El de Julio
Verne, primando la aventura, lo que en su momento era pura imaginación, por
mucho que dedicase muchas páginas a explicar el modo en que un globo se elevaba
o un submarino descendía a zonas abisales, utilizando jerga científica sin
recato –revisada de adulto alguna de sus obras sorprende que un chaval de ocho
o nueve años disfrutase como un loco sin embarrancar en esas prolijas
descripciones-, rompiendo la acción para detenerse en consideraciones en las
que un lego queda un tanto perdido? ¿Las variantes que tienen la Medicina como
eje central, los apocalipsis originados en laboratorios, las pandemias
imparables de origen desconocido, los peligros derivados de políticas
medioambientales que sólo atienden a los réditos generados, historias que a
veces tienen más de advertencia (con un punto de alarmismo no exento de
veracidad) y de realidad que de imaginado?
Tiende
a olvidarse que, en su momento, Alien no
fue muy bien recibida, que le llovieron múltiples andanadas de esos ortodoxos
que no aceptan que nadie venga a enmendarles la plana, que fue poco a poco como
se convirtió en la película de culto, en el indudable clásico que es en la
actualidad, ahí están sus secuelas para confirmarlo, ahí está el regreso de
Ridley Scott a ese universo (nunca mejor dicho) para contar lo que sucedió
antes, es decir, Prometheus (esa que
tuvo una acogida como poco tibia, en gran parte muy negativa y de reprobación,
precisamente cuando, poniéndonos estrictos, responde más a las pautas generales
del género que Alien, vapuleada por
algunos precisamente por no ajustarse a las convenciones del mismo, por ser
algo diferente, por su ritmo pausado, por su suspense in crescendo, porque no
les parecía “de ciencia ficción”), ahí está confirmada una continuación –Alien: Paradise Lost- para 2017
(continuación de Prometheus, que no
haya dudas). Y a pesar de una carrera con títulos tan dispares como Los duelistas (1979), Thelma y Louise (1991), Gladiator (2000) o Black Hawk derribado (2001), por citar aquellos que, en mayor o
menor medida, tienen aciertos que reseñar e incluso alcanzan la excelencia,
Ridley Scott seguirá siendo para muchos un director especializado en ciencia
ficción, tal vez por eso se echaba de menos (parecía ser inevitable) su regreso
al género (porque, repetimos, lo de Prometheus
fue considerado un producto para hacer caja) cuando éste multiplica sus
admiradores y parece vivir una nueva edad de oro gracias a filmes como Interstellar (2014) o Gravity (2013), aunque el modelo seguido
en Marte se ciñe más a lo rodado por Christopher
Nolan que a lo que llevó a Alfonso Cuarón a ganar un indiscutible –para que el
esto firma- Oscar de la Academia (Gravity
es una experiencia, una emoción, un alarde, un prodigio, todo queda en
segundo término para no interferir con lo que las imágenes provocan y
precisamente por eso fue y será denostada por los que no vieron saciadas sus
ansias de descubrir la física –más o menos cuántica-, recrearse en el contenido
científico, resolver complejas operaciones matemáticas a velocidad de crucero, diríase
que de saber más, de completar y actualizar conocimientos, porque se supone
–por cómo lo cuentan- que es un asunto que les preocupa todo el tiempo, no
viven para otra cosa). Después de ese engendro conocido como El consejero (2013) –la terrorífica
confirmación de que hemos perdido a Cormac McCarthy como magnífico autor de
novelas- y de ese supuesto espectáculo carente del brío demostrado en otras
ocasiones, tras la plúmbea Exodus (2014), Scott recupera, al menos, cierto pulso, puesto que
su modo de no ponerse estupendo ni virtuoso, su sencillez expositiva, su
confianza en lo narrado es lo más destacable en Marte: su alejamiento de cualquier ampulosidad, su dirección
contenida y pausada evita cualquier tentación de solemnidad (la misma en que
embarranca una y otra vez Nolan, por más que en Interstellar todo se comprendiese más de lo que a él y a sus adeptos
les hubiese gustado –y algunos insisten en complicar la cosa cuando la narran,
mirando sospechosamente al profano que demuestra haber comprendido la maraña
que no es tal, a veces reconociendo la superioridad de Origen (2010) “porque esa sí que es para estudiarla” –pero luego no
son capaces de ponerla en palabras-, buscando meandros, subtextos y niveles de
interpretación –pero si Spielberg hubiese terminado una película del modo en
que se cierra Interstellar hubiesen
vuelto a fustigarme y fusilarle-), Ridley Scott quiere centrarse en el instinto
de supervivencia, recrear el mito de Robinson Crusoe, es lo que le interesa
(como en Alien, como en Blade Runner –filme que nunca ha sido de
los favoritos de un servidor, pero al que no se pueden negar aciertos y, sobre
todo, influencia posterior-), ese factor humano que implica al receptor sin
importar lo poco o nada que conozca sobre robótica, aeronáutica, carrera
espacial, física o, como en el caso que nos ocupa, botánica.
El mayor
problema de esta cinta radica en que quiere ser un manual de supervivencia por
si cualquiera se queda abandonado en Marte, un conjunto de reglas/sugerencias a
seguir para poder habitar aquel planeta, una sucesión de pruebas al modo de
concurso televisivo que se queda sólo en eso, sin tensión dramática, sin
verdadera emoción: nadie duda de que tendremos en pantalla al solitario
protagonista hasta el último momento, los señores de los despachos de los
grandes estudios no nos permiten sorpresas, rupturas, golpes de efecto –que no
efectismos- que se salgan de la rutina marcada, de lo que ellos piensan que el
público quiere, por desgracia podemos anticipar la conclusión sin confundirnos
más que en algún detalle, lo que no sería negativo en sí mismo si la película
fuese capaz de justificar su excesivo metraje e introdujese la intriga en la
planificación del rescate. Huyendo con sumo acierto de introducir el elemento
familiar que lastraba y teñía de ridículo la muy irregular Apolo 13 (1995) –antes de que alguna voz se alce señalando que
también aparecía en Gravity,
señalemos que aquí era tan sólo mencionado, no necesitábamos verlo, conocerlo,
sufrirlo, recrearse como hacía sin recato Ron Howard intentando conmover con lo
obvio, lo arquetípico, lo innecesario-, y desconociendo el texto original de
Andy Weir (aunque la crítica suponemos que especializada destaca su pertinencia
y exactitud científica, hay que colegir que todo queda suficiente y prolijamente
expuesto), el aquí guionista Drew Goddard (autor junto a Joss Whedon y director
de la laureada La cabaña en el bosque (2012),
tal vez uno de los máximos ejemplos que podamos encontrar de una buena idea muy
mal desarrollada y peor rematada, cayendo en todos los tópicos que pretende
desterrar, subrayando lo que quedaba claro, recurriendo a un chapucero y
lastimoso simbolismo que cualquier aficionado al género podría explicar sin
tanto didactismo), el escritor que supo respetar las mejores esencias de la
estupenda novela Guerra Mundial Z al
adaptarla para ser filmada (aunque el resultado final estuviese un tanto
desequilibrado, forzando la acción más de lo debido) sí podría haber tomado
nota de la manera en que Apolo 13 introducía
tensión, electricidad, ritmo, interés, a través del personaje al que daba vida
un maravilloso e inolvidable Ed Harris. Aunque parece que vamos a transitar un
camino similar plagado de trabas burocráticas, medios de comunicación
demandando información, miedo a perder un cargo, opciones de rescate, dudas
entre lo que parece utópico y lo que puede realizarse, cuando se reúne un grupo
humano como el formado por Jeff Daniels, Sean Bean, Chiwetel Ejiofor o una a
ratos desconocida Kristen Wiig (mientras una clamorosamente desaprovechada
Jessica Chastain está a mitad de camino entre la Tierra y Marte), el espectador
empieza a frotarse las manos para irse desengañando según avanza el metraje y
lo más interesante es ver crecer las patatas del huerto que el personaje
interpretado por Matt Damon (en una meritoria actuación) consigue sacar
adelante recreando una atmósfera óptima para ello, así como otros ingenios que
desarrolla para sobrevivir el tiempo suficiente hasta que pueda ser rescatado. Y
aunque el uso de la música discotequera aporta momentos simpáticos y
evocadores, es un recurso que pierde pronto su capacidad de sorpresa por
reiterado y a ratos metido con calzador, imprimiendo ritmo por sí misma no a lo
que sucede en pantalla, una serie de experimentos que tal vez hagan las
delicias de aquellos que soñaron con ser Jóvenes Castores pero que aburren y
terminan por agotar al espectador que vislumbra las posibilidades que esta
historia hubiese tenido poniendo el énfasis en otros elementos (parece que
Marte no trae excesiva fortuna cuando ocupa el plano central de una película –porque
Desafío total (1990) era algo
distinto y la vibramos como pocas-, recuérdese el modo lamentable en que Misión a Marte (2000) se venía abajo en
cuanto Tim Robbins abandonaba la escena o aquel aburrimiento de dimensiones
galácticas llamado Planeta rojo (2000)). Y no se trataba de
ponerse absurdamente filosófico o trascendente, tan sólo de tener, por ejemplo,
al Hemingway de El viejo y el mar como
referente, porque si pensamos en Cuando todo
está perdido (2013), mucho mejor quedarnos, al menos, con la parte positiva
(que aunque esporádica la tiene) de la tan decepcionante Marte.
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