Si bien es cierto que la canción que sirve para dar título a este
tributo ha pasado a los anales de la memoria cinéfila por la trepidante y
antológica interpretación de Donald O´Connor en Cantando bajo la lluvia (1952) -y que le costó ser hospitalizado al
abusar más allá de cualquier extremo de unos pulmones muy castigados por su
adicción al tabaco-, aquellos que éramos chavales (que cada uno ponga la edad
que considere) en mayo de 1982 asociaremos para siempre el popular estribillo a
un ciclo que TVE presentó los lunes por la noche en la 2 titulado Con H de humor (es imprescindible
completar la cabecera con el desopilante diálogo entre Groucho Marx y Margaret
Dumont que servía como introito: “¿Quiere casarse conmigo? ¿Le dejó mucho
dinero? Conteste a la segunda pregunta” “Me dejó toda su fortuna”, “¿Ah, sí?
¿No ve que estoy intentando decirle “la amo”?” y ese era el pie para dejar
sonar el estribillo de Make ‘Em Laugh), cita imperdible durante
muchas semanas (como luego sería El
melodrama, aquel espacio al que tanto debemos) y que se inició con todos
los honores gracias a la emisión de El
profesor chiflado (1963).
Aunque, gracias a la nunca suficientemente añorada programación
cinematográfica que ofrecía la única televisión que teníamos en España, Jerry
Lewis ya era un rostro popular para nosotros (y deseado por la diversión que
prometía), fue la que con toda justicia debe ser considerada su obra maestra,
el filme que primero vendrá a la boca cuando se le nombre así pasen los siglos,
la cinta que tantos han pretendido imitar (incluso anunciándose como nueva versión
-qué vergüenza aquel despropósito con Eddie Murphy-) y a cuyas comicidad, velocidad
y excelencia ni se han acercado, fue El
profesor chiflado la que, como cada vez que se repone, como sucede desde su
estreno, le convirtió de nuevo en un ídolo para aquella generación de espectadores
omnívoros en lo que a celuloide se refiere.
Puede que sólo ocurriera una vez o dos, pero eran tan fabulosas las
tardes en que programaban alguna de las dieciséis películas que Jerry Lewis y
Dean Martin protagonizaron como pareja de enorme éxito, era tan sensacional
compartir carcajadas con la tía Carmen, asocio alguno de sus títulos a la
programación especial de un día festivo, que pensar en esas sobremesas felices
me lleva, ineludiblemente, a alguna de sus comedias.
Su fructífera colaboración se forjó en el escenario y de ahí dieron el
salto a la gran pantalla -de hecho, Mi
amiga Irma (1949) supuso el debut en ambos en cine (Martin sólo había
aparecido como cantante en un cortometraje con la orquesta de Art Mooney)-,
aunque se separaron de malos modos (hay quien dice que sólo cruzaban palabra en
el set de rodaje y por exigencias del guión), en uno de esos choques de egos
que sólo pueden darse en el mundo del espectáculo, si bien emprendieron caminos
diferentes tras conmemorar su décimo aniversario como dúo. Sería Frank Sinatra
quien conseguiría reunirlos y reconciliarlos años después -en concreto, veinte:
en 1956 habían filmado Loco por Anita y
esto sucedió en 1976- en uno de los telemaratones anuales que Lewis organizó
ininterrumpidamente entre 1966 y 2012 a beneficio de la Asociación de la
Distrofia Muscular (MDA, sus siglas en inglés).
Jerry Lewis parecía de chicle, no sólo en cómo deformaba su rostro sino
en cómo jugaba con su cuerpo, acróbata, clown, bailarín (hay que saber mucho,
hay que tener mucha técnica, años de aprendizaje y constante estudio para
conseguir esa maleabilidad), aunaba disciplinas, un todoterreno que llegó a ser
reconocido por Chaplin (alguien que no regalaba elogios ni reconocía maestría
así como así).
Otro de sus triunfos, El
ceniciento (1960), aunque la película que le valió el elogio del creador de
Charlot fue El botones, rodada el
mismo año en todo un alarde de creatividad, oficio, despliegue y capacidad de
trabajo.
Se habla de su inmenso ego como su peor enemigo, sin duda los gustos del
público cambiaron (en realidad no dejan de mutar, a veces porque así se lo
dejan imponer), puede que él no supiera (o no quisiera -siguió fiel a su
estilo, a su modo de hacer y entender el negocio, eso no es tan censurable como
parece-), hubo (y hay) mucho “moderno” o “intelectual” (o ambas cosas
combinadas en el peor cóctel posible) que consideraba (y se sigue haciendo) que
lo meramente divertido, lo refrescante, lo lúdico, lo que no hace pensar, lo
que no tiene un mensaje, lo que no supone un activismo, un estar alerta, lo que
invita y propicia entretenimiento sin más es alienante, ha de ser repudiado e
ignorado, el caso es que Jerry Lewis pasó a esa condición de cómico considerado
“antiguo”, “simple”, tratado con ingratitud y altivez. Y, a pesar de todo,
siguió trabajando a rachas, buscando nuevas vías para reconquistar al público,
pisó las tablas de Broadway con grandeza y calló muchas bocas.
Si bien es cierto que uno lo asocia a una de las cintas más
decepcionantes del maestro Scorsese -El
rey de la comedia (1982), aunque tal vez no se vio en el momento más
adecuado, por un lado siempre se ha pensado que habría que darle una nueva
oportunidad, por otro da miedo la perspectiva de revivir determinadas
sensaciones-, aunque hace tiempo que no se revisa su filmografía ni se buscan
aquellos títulos que no se conocen, nunca se rendirá suficiente homenaje a
quien tan buenos ratos hizo pasar.
Ya quisieran todos aquellos que le consideran referente, maestro, espejo
en que mirarse, poseer la mitad de su carisma, de su honestidad artística, de
su facilidad para la pantomima, de su casi constante salto mortal sin red (y
sin maquillaje ni efectos especiales), de todo aquello que le convierte en
imperecedero, en diversión asegurada, en rutilante estrella, en ese alguien que
cinceló su propio estilo (sin ocultar sus inspiraciones) y le dio su nombre:
Jerry Lewis.
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