En estos últimos años, he tenido que explicar muchas veces que mi
admiración por Terele Pávez jamás ha mermado, que guardo varias de sus interpretaciones
entre las más impactantes y memorables que he tenido la fortuna de disfrutar en
mi ya largo periplo como espectador, pero hay muchos que no permiten la más
mínima disensión, que no consienten ningún matiz, que sólo saben palmear (o
dinamitar) sin contenido ni criterio (y bien que advertía Rosa Chacel sobre
estas personas que regalan elogios huecos que deben ser puestos en cuarentena y
ni siquiera considerados), que terminan por caer en el fanatismo, que equiparan
lo que no tiene parangón con lo prescindible, que se consideran traidores a una
causa si reconocen su decepción; lo que me ha disgustado (y lo seguirá
haciendo) es que muchos se hayan acordado de Terele para, en realidad,
celebrarse a sí mismos, para intentar reparar injusticias, menosprecios,
olvidos, apropiándose de su aura, de su carisma, de su grandeza. Duele que,
cuando se respeta y valora a alguien, se premie lo que a un seguidor
impenitente se le antojan migajas, obviedades, filfas, que pese el aspecto
sentimental, lo exógeno, que el galardón parezca restar méritos porque flota en
el ambiente la sensación (la realidad) de que se concede para callar bocas (las
que llevan -llevamos- mucho reclamándolo), para quedar bien, para evitar nuevas
críticas. Así, aunque nadie como ella para convertir una frase en antológica,
aunque ese sea el único momento en que uno se ríe (da igual que se conozca de
antemano por el tráiler), por todas las veces en que hubiese debido llevarse un
Goya a casa, escuece que Terele sólo tuviese uno por Las brujas de Zugarramurdi (2013).
Muchos de los que ovacionaban, lloraban, daban saltos de alegría,
gritaban “te queremos” y expansiones similares fueron los que no la votaron
como ganadora cuando compitió por La
comunidad (2000) o no pusieron su nombre como candidata por La Celestina (1996), por allí había
algunos de los que, cuando hubiesen podido hacerlo, no le ofrecieron trabajo
durante años (o tal vez nunca), Terele tuvo que ganarse su puesto día a día,
pagando muchos peajes, como si no la avalase su trayectoria, como si no hubiese
demostrado su valía con creces. No cabe duda de que debemos a Álex de la
Iglesia su resurgir, que sin su empeño (eran muchos los que le desaconsejaban
que la contratase) tal vez no hubiesen llegado algunos de sus trabajos más
memorables, por eso desagrada que nunca volviese a escribirle un personaje a su
altura desde aquella Ramona valleinclanesca y berlanguiana (como el resto, como
todo el filme) de la que sigue siendo, con diferencia, la mejor película del
bilbaíno.
El propio Emilio Gutiérrez Caba, que vivió junto a la prensa el momento
de la concesión del Goya a la mejor actriz secundaria del año (con el suyo en
los brazos), pletórico ante el triunfo de su hermana Julia (galardonada por You´re the One (2000) en una decisión
que más tenía que ver con el reconocimiento a una saga y con asegurarse una
fotografía histórica que con lo meramente artístico -aunque ella y Ana
Fernández aportasen vida al mortecino y acartonado universo de Garci, acentuado
por el rictus de Lydia Bosch-), no tenía reparos en afirmar que no las tenía
todas consigo y que era una decisión muy difícil porque “Terele es una estrella”.
Y es que, literalmente, se sale de la pantalla en La comunidad, demuestra su raza, su energía, su enormidad, su capacidad
para imprimir naturalidad a lo más extremo, a lo dislocado, a lo estrambótico y
esperpéntico.
Los que andamos con los 50 llamando a la puerta, los cuarentañeros,
descubrimos a Terele y quedamos cautivados para siempre por dos auténticos
acontecimientos, uno cinematográfico y otro televisivo. El primero, por
supuesto, fue Los santos inocentes (1984),
la obra maestra de Mario Camus:
La Régula no podía faltar en aquellas Madres de película que escribí junto a Pablo Vilaboy, permítanme
que rescate un párrafo: “Recorrer el impresionante elenco de Los santos inocentes rebasaría con
creces el objeto de este texto y provocaría que los adjetivos encomiásticos se
agotasen, aunque eso puede lograrlo por sí sola Terele Pávez que, con su
apabullante naturalidad, con su enorme facilidad para llenar cada frase de sentido
o, mejor dicho, sentidos (porque habla en diferentes niveles, con intenciones
distintas para cada uno de sus interlocutores) –sólo su “a ver si esto nos va a
dar que sentir, señorito Iván” vale por artículos sesudos o análisis
históricos-, al igual que su personaje en la novela, se impone sin querer
hacerlo, sencillamente por cómo habla, cómo se mueve, cómo se coloca una ajada
rebeca sobre los hombros cuando alguien de la casa grande requiere su
presencia, cómo camina, cómo mira (los ojos de la Pávez pueden inspirar otros
veinte poemas de amor y una canción desesperada si es que existe un nuevo
Neruda que les preste atención): ver cómo abandona el calor de la cama y los
requiebros de Paco el Bajo (Alfredo Landa) para abrazar y tranquilizar a su hija
mayor, la llamada Niña Chica, para rescatarla brevemente de su permanente
estado alucinatorio, emociona y conmueve porque, a pesar del amor y cuidado que
pone en cada gesto, no se muestra resignada y sí lastimosa tanto por la
criatura como por ella misma; su breve escena con la marquesa (Mary Carrillo),
recibiendo una limosna para que la familia celebre su visita y la Primera
Comunión de su nieto, se graba a fuego en la retina porque se percibe el cambio
en el tono distante y soberbio que la dama usa con el resto de braceros y
criados, tratando a Régula con un cierto cariño, un tanto de igual a igual,
aunque cada una tenga muy claro quién manda, y porque es una ocasión perfecta
para disfrutar con dos de las actrices más completas que hayan dado el cine y el
teatro de cualquier nacionalidad; cómo, a pesar de la humillación a que están
siendo sometidos por el señorito Iván (Juan Diego), que les hace escribir su
nombre delante de un embajador para que éste compruebe que en España no hay
analfabetos, ella hace un gesto ufano y satisfecho porque, hasta hace muy poco,
firmaba con el dedo; es imposible olvidar la mano que acaricia el rostro de
Azarías, abrazado a la Niña Chica (los verdaderos inocentes de la historia),
después de que la señorita Miriam (Maribel Martín) haya salido demudada del al
comprobar la cruel realidad en la que estos seres malviven (escena, por cierto,
que Delibes describe y que, con toda inteligencia y con su sutileza habitual,
Camus narra a través de la reacción de la joven). Sin duda, la Régula, y la
manera en que Terele Pávez la habita y le insufla vida, es el mejor testimonio
y homenaje a aquellos a los que cantó Antonio Machado: “Son buenas gentes que
viven, / laboran, pasan y sueñan, / y en un día como tantos, / descansan bajo
la tierra”.” Y el segundo acontecimiento fue el primer capítulo de la histórica
La huella del crimen (1985), el
memorable telefilme de Pedro Olea El caso
de las envenenadas de Valencia:
Y entonces uno echaba la vista, la memoria y el corazón de espectador
hacia atrás y ubicaba a la Pávez en una secuencia antológica (y más para un
chaval de ocho años) dentro de una serie de leyenda: Cañas y barro (1978). Aunque sea recomendable revisarla íntegra,
vayan directos al último capítulo, lleguen al minuto 9 y 50 segundos y asistan
al combate (literal) entre Samaruca (Terele) y su cuñada Neleta (una espléndida Victoria
Vera), que no tienen nada que envidiar a Krystle y Alexis en Dinastía:
Y es que Terele se imponía por su voz ronca y bronca capaz de la mayor
ternura, por su carisma irreductible por más que la colocasen al fondo del
plano (algo que has hecho más de lo debido, Álex), por la verdad que exudaba
por cada poro, por su capacidad para, sin pretensiones ni truquitos ni alardes,
merendarse la escena. ¡Ay, aquella doña Pura de Cuéntame cómo pasó!
No importa que, como digo, algunas de sus intervenciones de los últimos
años hayan dejado un regusto amargo (por breves, por simples, por tópicas, por
mal dirigidas), se puede (y debe -al menos así lo veo-) adorar a alguien
reconociendo sus desaciertos (a veces provocados por otros). Por lo tanto,
Terele, aquí seguimos aplaudiéndote y, en estos tristes momentos, llorándote,
conscientes de lo mucho que vamos a echarte de menos (para eso estamos).
Para mi no hay otra Terele que la de Los Santos Inocentes ni otra Régula que la de Terele Pávez.
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