DIRECCIÓN: Daniel Calparsoro GUIÓN:
Carlos Montero, Jaime Vaca MÚSICA: Lucas Vidal FOTOGRAFÍA: Daniel Aranyó
MONTAJE: Antonio Frutos, David Pinillos REPARTO: Álex González, Alberto Ammann,
Adriana Ugarte, María Castro, Marta Nieto, Luis Zahera, Christian Mulas
Muchos creadores deberían recordar que lo más íntimo, lo más pequeño, lo
aparentemente insignificante, lo local, bien contado y narrado se convierte en
general, en trascendente, en reconocible; cuando se habla de sentimientos, de
los tantas veces nombrados como “los universales del hombre”, da igual que la
acción transcurra en el Londres dickensiano, durante la campaña napoleónica en
Rusia, en una heroica ciudad llamada Vetusta o en la Francia contemporánea de
Balzac (¿Se dan cuenta que siempre hemos de volver al XIX?). Despedíamos
recientemente al gran Alfredo Landa y su imagen queda para la Historia
cinematográfica sin distinción de nacionalidades, gracias fundamentalmente a su
más que merecido premio de interpretación en Cannes por Los santos inocentes (1984), obra neta y plenamente española tanto
en las imágenes de Mario Camus como en las palabras inspiradoras de Miguel
Delibes y, sin embargo (o precisamente por ello), fácilmente comprensible en
cualquier lugar al que llegue porque, al margen de denunciar y reflejar una
situación muy concreta, muestra unos personajes que, cambiando los nombres, los
cargos, los títulos, son comprensibles e identificables en las latitudes más
lejanas. Al margen del eterno debate sobre la colonización cultural que lleva a
cabo EEUU sobre todo a través de la industria del entretenimiento (demasiado
arduo y complejo para resumirlo ahora –y no es, además, el objeto de este
escrito-), no hace falta estar familiarizado con determinados códigos,
tradiciones o realidades para comprender y disfrutar con las peripecias de Las chicas de oro (1985-1992) –que TVE
emitió, al menos sus primeras temporadas, en horario infantil y nadie se rasgó
las vestiduras- o con Lo que lo viento se
llevó (1939) o cualquiera de las comedias familiares de Doris Day o los
clásicos del cine negro, los cuales siempre nos han resultado más nuestros que
el meritorio cine policiaco que se rodaba en España en los cincuenta (y que
sabiendo –y queriendo- leer entre líneas, cuenta mucho sobre este país en ese
momento). Pero los cineastas (y los que hacen televisión) suelen recurrir a la
burda imitación cuando quieren apropiarse de un género, escribir su propio
capítulo, darle su propio sello; estas pretensiones quedan muy bien en las entrevistas,
pero uno se pregunta por qué a la hora de la verdad se limitan a seguir
miméticamente lo que otros han desarrollado, situando su obra en tierra de
nadie, puesto que atufa a subproducto hollywoodiense pero con escenarios y
personajes autóctonos (o, lo que es peor, imitando los decorados del original,
destilando irrealidad por los cuatro costados).
Daniel Calparsoro siempre ha buscado distinguirse por la violencia
explícita y desmadrada de sus imágenes, por un montaje en permanente tensión,
por imprimir nervio desde la primera secuencia y no levantar el pie del
acelerador y, aunque ha tocado temas muy cercanos (el terrorismo, la
marginalidad, las misiones de paz del ejército español), su estética recuerda
(por mucho que él quiera distanciarse) a la de las cintas de acción que saturan
la cartelera semana tras semana, cayendo en los mismos defectos que gran parte
de esos títulos que, en tantas ocasiones, consiguen taquillas millonarias: el
ritmo se deja al albur de una acumulación de encuadres imposibles, de
sobreabundancia de encuadres, estridencias, golpes, sin que pueda percibirse
dónde está la mano del director, sin que haya una gradación de acontecimientos
y emociones, forzando la máquina; el dibujo de personajes es prácticamente
nulo, todo son lugares comunes, prototipos, estereotipos, que van soltando
diálogos convencionales, mil veces escuchados, nada elaborados, sonrojantes en
su trivialidad y banalización de los sentimientos que se supone quieren
expresar. Así, aunque tengamos noticia de carreras ilegales en España, de
bandas organizadas de ladrones que utilizan métodos muy sofisticados y
refinados para dar sus golpes, Combustión
resulta falsa desde su primera secuencia porque parece extraída de la
franquicia The Fast and the Furious (ya que te pones a copiar, elige algo que merezca la pena),
que por cierto acaba de estrenar en estos días su sexta entrega con mucha
repercusión (y eso que cada vez más ha devenido en un producto sólo para
seguidores incondicionales, recuperando personajes de otros episodios,
mezclándolos, hablando para los iniciados y conocedores).
Álex González es un actor con el físico necesario y adecuado para
triunfar (no en vano, aunque sea en un rol secundario, va a seguir participando
en la saga de los X-Men); cuando tantas veces hemos echado de menos galanes en
el cine español ahora parece que al menos en ese terreno sí podemos medirnos
con los de otros lugares, ya que ciertos nombres (Miguel Ángel Silvestre, Mario
Casas, Hugo Silva) provocan similares o mayores mareas de fans y éxito de sus
filmes, siempre que respondan a los cánones previstos, es decir, son un seguro
para la taquilla mientras estén al frente de algo similar a Sin tetas no hay paraíso, El barco, Física o química y por ahí. Tanto esta cinta como Alacrán enamorado (2013), también de
reciente estreno, demuestran que Álex González sabe lucir y aprovechar su
cuerpo, jugar la baza de un erotismo burdo pero efectivo, imponer su presencia,
ganarse todas las miradas, conquistar incluso a las piedras, aunque no es capaz
de abandonar ese tono monocorde y plano que es común a esta generación de
intérpretes (sus voces son casi intercambiables, aunque al menos Álex sabe
vocalizar); tanto en la vacua película de Santiago A. Zannou (por mucho que
alardee de lo contrario, rueda convencionalmente y sus historias se quedan en
la superficie –algo de lo que ya adolecía la novela de Carlos Bardem en la que
se basa Alacrán enamorado-, ni
emociona ni traspasa) como en la de Calparsoro, González es usado para que la
vista de sus admiradores se recree y se nota que el chaval es consciente y se
entrega, pero no consigue abandonar cierto envaramiento y afectación; sin
embargo, destaca frente a sus compañeros de reparto, una Adriana Ugarte tan
desafortunada como de costumbre, sin sensualidad, sin picardía, átona y torpe
(ella y Nilo Mur consiguieron que Salvador García Ruiz tuviese el mayor tropezón
de su meritoria carrera con Castillos de
cartón (2009), a la que sólo Biel Durán imprimía veracidad) y un Alberto
Ammann que en esta ocasión vuelve a imitar a Ricardo Darín hasta la saciedad,
hastiando con su pretencioso aire de castigador que arrastra un oscuro y triste
pasado, resultando falso incluso cuando sólo mira, no resultando oponente
creíble para Álex González. Sólo María Castro en un papel secundario aporta
algo de naturalidad a un filme artificioso que jamás tiene fuelle, que desbarra
desde el planteamiento y que no cala en el ánimo del espectador (al margen de
olvidarse antes de su conclusión).
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