jueves, 23 de mayo de 2013

"COMBUSTIÓN": NI RÁPIDA NI FURIOSA


 
 
 
 
 
DIRECCIÓN: Daniel Calparsoro GUIÓN: Carlos Montero, Jaime Vaca MÚSICA: Lucas Vidal FOTOGRAFÍA: Daniel Aranyó MONTAJE: Antonio Frutos, David Pinillos REPARTO: Álex González, Alberto Ammann, Adriana Ugarte, María Castro, Marta Nieto, Luis Zahera, Christian Mulas


   Muchos creadores deberían recordar que lo más íntimo, lo más pequeño, lo aparentemente insignificante, lo local, bien contado y narrado se convierte en general, en trascendente, en reconocible; cuando se habla de sentimientos, de los tantas veces nombrados como “los universales del hombre”, da igual que la acción transcurra en el Londres dickensiano, durante la campaña napoleónica en Rusia, en una heroica ciudad llamada Vetusta o en la Francia contemporánea de Balzac (¿Se dan cuenta que siempre hemos de volver al XIX?). Despedíamos recientemente al gran Alfredo Landa y su imagen queda para la Historia cinematográfica sin distinción de nacionalidades, gracias fundamentalmente a su más que merecido premio de interpretación en Cannes por Los santos inocentes (1984), obra neta y plenamente española tanto en las imágenes de Mario Camus como en las palabras inspiradoras de Miguel Delibes y, sin embargo (o precisamente por ello), fácilmente comprensible en cualquier lugar al que llegue porque, al margen de denunciar y reflejar una situación muy concreta, muestra unos personajes que, cambiando los nombres, los cargos, los títulos, son comprensibles e identificables en las latitudes más lejanas. Al margen del eterno debate sobre la colonización cultural que lleva a cabo EEUU sobre todo a través de la industria del entretenimiento (demasiado arduo y complejo para resumirlo ahora –y no es, además, el objeto de este escrito-), no hace falta estar familiarizado con determinados códigos, tradiciones o realidades para comprender y disfrutar con las peripecias de Las chicas de oro (1985-1992) –que TVE emitió, al menos sus primeras temporadas, en horario infantil y nadie se rasgó las vestiduras- o con Lo que lo viento se llevó (1939) o cualquiera de las comedias familiares de Doris Day o los clásicos del cine negro, los cuales siempre nos han resultado más nuestros que el meritorio cine policiaco que se rodaba en España en los cincuenta (y que sabiendo –y queriendo- leer entre líneas, cuenta mucho sobre este país en ese momento). Pero los cineastas (y los que hacen televisión) suelen recurrir a la burda imitación cuando quieren apropiarse de un género, escribir su propio capítulo, darle su propio sello; estas pretensiones quedan muy bien en las entrevistas, pero uno se pregunta por qué a la hora de la verdad se limitan a seguir miméticamente lo que otros han desarrollado, situando su obra en tierra de nadie, puesto que atufa a subproducto hollywoodiense pero con escenarios y personajes autóctonos (o, lo que es peor, imitando los decorados del original, destilando irrealidad por los cuatro costados).

   Daniel Calparsoro siempre ha buscado distinguirse por la violencia explícita y desmadrada de sus imágenes, por un montaje en permanente tensión, por imprimir nervio desde la primera secuencia y no levantar el pie del acelerador y, aunque ha tocado temas muy cercanos (el terrorismo, la marginalidad, las misiones de paz del ejército español), su estética recuerda (por mucho que él quiera distanciarse) a la de las cintas de acción que saturan la cartelera semana tras semana, cayendo en los mismos defectos que gran parte de esos títulos que, en tantas ocasiones, consiguen taquillas millonarias: el ritmo se deja al albur de una acumulación de encuadres imposibles, de sobreabundancia de encuadres, estridencias, golpes, sin que pueda percibirse dónde está la mano del director, sin que haya una gradación de acontecimientos y emociones, forzando la máquina; el dibujo de personajes es prácticamente nulo, todo son lugares comunes, prototipos, estereotipos, que van soltando diálogos convencionales, mil veces escuchados, nada elaborados, sonrojantes en su trivialidad y banalización de los sentimientos que se supone quieren expresar. Así, aunque tengamos noticia de carreras ilegales en España, de bandas organizadas de ladrones que utilizan métodos muy sofisticados y refinados para dar sus golpes, Combustión resulta falsa desde su primera secuencia porque parece extraída de la franquicia The Fast and the Furious (ya que te pones a copiar, elige algo que merezca la pena), que por cierto acaba de estrenar en estos días su sexta entrega con mucha repercusión (y eso que cada vez más ha devenido en un producto sólo para seguidores incondicionales, recuperando personajes de otros episodios, mezclándolos, hablando para los iniciados y conocedores).

   Álex González es un actor con el físico necesario y adecuado para triunfar (no en vano, aunque sea en un rol secundario, va a seguir participando en la saga de los X-Men); cuando tantas veces hemos echado de menos galanes en el cine español ahora parece que al menos en ese terreno sí podemos medirnos con los de otros lugares, ya que ciertos nombres (Miguel Ángel Silvestre, Mario Casas, Hugo Silva) provocan similares o mayores mareas de fans y éxito de sus filmes, siempre que respondan a los cánones previstos, es decir, son un seguro para la taquilla mientras estén al frente de algo similar a Sin tetas no hay paraíso, El barco, Física o química y por ahí. Tanto esta cinta como Alacrán enamorado (2013), también de reciente estreno, demuestran que Álex González sabe lucir y aprovechar su cuerpo, jugar la baza de un erotismo burdo pero efectivo, imponer su presencia, ganarse todas las miradas, conquistar incluso a las piedras, aunque no es capaz de abandonar ese tono monocorde y plano que es común a esta generación de intérpretes (sus voces son casi intercambiables, aunque al menos Álex sabe vocalizar); tanto en la vacua película de Santiago A. Zannou (por mucho que alardee de lo contrario, rueda convencionalmente y sus historias se quedan en la superficie –algo de lo que ya adolecía la novela de Carlos Bardem en la que se basa Alacrán enamorado-, ni emociona ni traspasa) como en la de Calparsoro, González es usado para que la vista de sus admiradores se recree y se nota que el chaval es consciente y se entrega, pero no consigue abandonar cierto envaramiento y afectación; sin embargo, destaca frente a sus compañeros de reparto, una Adriana Ugarte tan desafortunada como de costumbre, sin sensualidad, sin picardía, átona y torpe (ella y Nilo Mur consiguieron que Salvador García Ruiz tuviese el mayor tropezón de su meritoria carrera con Castillos de cartón (2009), a la que sólo Biel Durán imprimía veracidad) y un Alberto Ammann que en esta ocasión vuelve a imitar a Ricardo Darín hasta la saciedad, hastiando con su pretencioso aire de castigador que arrastra un oscuro y triste pasado, resultando falso incluso cuando sólo mira, no resultando oponente creíble para Álex González. Sólo María Castro en un papel secundario aporta algo de naturalidad a un filme artificioso que jamás tiene fuelle, que desbarra desde el planteamiento y que no cala en el ánimo del espectador (al margen de olvidarse antes de su conclusión).  

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