DIRECCIÓN: Hernán Golfrid GUIÓN:
Patricio Vega (basado en la novela homónima de Diego Paszkowski) MÚSICA: Sergio
Moure FOTOGRAFÍA: Rolo Pulpeiro MONTAJE: Pablo Barbieri Carrera REPARTO:
Ricardo Darín, Alberto Ammann, Calu Rivero, Arturo Puig, Fabián Arenillas, Mara
Bestelli
Uno de
los géneros (o subgéneros, depende de la apreciación y catalogación de cada
uno) que siempre ha gozado de buena salud es el judicial; da igual en qué época
nos centremos o en qué aspectos pongamos el foco, el cine que se basa en un
proceso o que hace girar parte de su trama en torno al mismo ha contado y
cuenta con adeptos muy fieles, quienes, si se diese la ocasión, podrían asumir
la acusación o defensa de un acusado (no todos los fiscales aparecen como
personajes corruptos, oscuros o conculcadores de las leyes que se supone
defienden y habrá quien guste de ellos), siempre que los juicios se celebrasen
de la forma que las películas han convertido en clásica y que muchas de las
argucias legales utilizadas y explicadas existiesen o pudiesen ser aplicadas
tal y como lo hacen los guionistas. Aunque no resulta necesario llegar hasta la
sala o que lo que allí suceda ocupe demasiado metraje (Terence Rattigan dejaba
en off el caso que da título a su obra, la que David Mamet transformó en cinta
perturbadora al respetar esa decisión y narrar El caso Winslow (1999) a través de las palabras de los involucrados
en el mismo), trenzar un argumento a partir de una investigación que debe
desembocar en la exposición de los hechos ante un jurado, en la presentación de
pruebas, en las declaraciones de los testigos y demás procedimientos puede
considerarse un sinónimo de respuesta del público (multitudinaria o no, depende
de muchos factores, pero esa chispa de interés –“¿Otra de juicios?”- parece no
perderse nunca).
Un gran conocedor de los resortes de este tipo de historias (no en vano
participó en dos de las franquicias de Ley
y orden –sobre todo en Unidad de
víctimas especiales, que aún se emite y ya suma quince temporadas-), Juan
José Campanella, alcanzó las cimas más altas del éxito –superando lo logrado
con la sobrevalorada El hijo de la novia (2001)-
gracias a El secreto de sus ojos (2009),
filme en torno a un crimen no resuelto, a una obsesión que sigue fustigando la
mente de un oficial de juzgado involucrado en el mismo, a los despachos desde
los que se imparte justicia (o se supone que deberían utilizarse para ello), a
escenarios en los que se acumulan los expedientes esperando una sentencia;
resultaba lógico que el cine argentino volviese a explotar esa veta,
recurriendo de nuevo a uno de sus actores más populares y queridos en todo el
mundo, especialmente gracias a la repercusión de los dos títulos mencionados:
Ricardo Darín. En esta ocasión, el actor asume el rol de un profesor de Derecho
que siente que uno de sus alumnos más brillantes le está poniendo a prueba
cometiendo un crimen cuya víctima aparece frente a las ventanas del aula en que
imparte un seminario; de nuevo, el juicio aparece al fondo, como mera posibilidad
si las pruebas recolectadas sirvieran para armar una causa, pero el vórtice del
argumento es la tesis (o las diferentes tesis) que debidamente presentadas ante
las instituciones adecuadas podrían demostrar la culpabilidad de un acusado
(ese es el trabajo que el profesor espera de sus alumnos al término de las
clases: una tesis sobre un homicidio).
El que fuese gran sorpresa y regocijo en aquella abracadabrante (y
anticipadora) Nueve reinas (2000),
sosteniendo con su gesto de estupor la velocidad burbujeante e hilaridad
incontenible de tan meritoria cinta, desarrolló muy pronto (precisamente a
partir de El hijo de la novia) una
querencia por el hablar musitado, por los personajes atormentados (la mayoría
de las veces más por sus propios demonios que por realidades), por el tono
cansino, repitiendo lo que algunos dieron en llamar “estilo Darín” hasta la
saciedad, imprimiendo a todos sus personajes una pátina por la que los unos
resultaban prolongaciones de los otros hasta confundirse en una amalgama de
roles intercambiables y repetitivos en la que sólo puede destacarse la
escalofriante Kamchatka (2002) – el resto,
El secreto de sus ojos incluida, es
Ricardo Darín haciendo de lo que toca, no insufla auténtica vida a sus
diferentes cometidos-. El filme que nos ocupa sirve para enfrentarle a un actor
de la nueva hornada, imbuido de prestigio desde sus inicios, argentino de
origen pero descubierto por el cine español, con trazas de galán, con premios a
sus espaldas, con reconocimiento de la crítica, valorado por el público (aunque
ninguna de sus películas como protagonista ha recaudado cantidades importantes,
más allá de la que le lanzó): Alberto Ammann, el estrepitoso error de casting
de Celda 211 (2009), por más premio
Goya que lo avale –tiene su aquel que casi siempre que nos referimos a esta
cinta sea para fijarnos en sus fallos, en sus carencias, en los desaciertos que
sepultan sus virtudes, menos de las ovacionadas, las mismas que serían
denostadas si se tratase de una producción hollywoodiense-, un intérprete sin
fuerza, al que sólo su agraciado físico (aunque tampoco sea para tirar cohetes,
hace tilín a muchos/as) otorga cierta fotogenia, alguien que en realidad parece
estar imitando la mayoría de las veces (y ahí está por el momento –no parece
que vaya a aguantar demasiado en cartel- Combustión
(2013), de la que nos ocuparemos otro día, para demostrarlo) a su oponente aquí,
es decir, al propio Darín. Tal vez consciente de ello (o lo ha sido el director
o cualquiera involucrado en el rodaje), Ammann abandona su soniquete habitual e
incluso camufla en ocasiones el acento argentino (al fin y al cabo su personaje
no vive allí) y lo transforma en una voz opaca, seca, infatuada, que por
momentos parece doblada, añadida en estudio, suena diferente y mucho menos
natural que la del resto del reparto, restando misterio, inquietud, amenaza,
sin ser capaz de sembrar en el público las dudas necesarias para que el guión
funcione como debiera, para que por momentos todo pueda parecer fruto de la
imaginación y de la manía persecutoria que se apodera del profesor al que da
vida Ricardo Darín, encarnando a un sospechoso de libro, sin oler (algo que a
uno no le resulta extraño) el modo de destilar sospechas que legaron a la
posteridad señores de la categoría de Cary Grant o Joseph Cotten a las órdenes
de Alfred Hitchcock.
En oposición a ello, el trabajo de Ricardo Darín es algo más sobrio y
menos forzado que de habitual, sirviendo con tino tanto la vulnerabilidad como
la obsesión enfermiza de su personaje, su fortaleza y mente analítica como sus
debilidades y abandonos, dejando para la dirección y el montaje el exceso de
énfasis; no es raro que si Campanella triunfó con un estilo malamente
televisivo, plagado de encuadres insólitos y subrayados torpes que diluían los
matices y las sugerencias, las sutilezas e insinuaciones del modélico guión de El secreto de sus ojos (magníficamente
desarrolladas y ofrecidas en la maravillosa interpretación de Soledad Villamil),
Tesis sobre un homicidio (que se
presenta a bombo y platillo como producida por los artífices de aquella)
intente reproducir esa estética pero, al no pisar el freno cuando conviene
carga excesivamente las tintas (sobre todo en el tramo final) y sepulta la
resolución de la historia, sin duda mucho peor trenzada que la de su predecesora
pero generadora de interés y concitadora de atención, aunque tendría mejores
oportunidades y se luciría más si, de alguna manera y sin imitar, se hubiese
colocado bajo los auspicios de mejores referentes (La herencia del viento (1960) e incluso El misterio Von Bulow (1990) por citar dos ejemplos muy diferentes,
atendiendo a las dos líneas maestras que deberían mezclarse aquí: el
enfrentamiento de personalidades y la preparación del proceso –aunque no vaya a
llevarse a cabo y sólo sea una tesis-).
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