TÍTULO ORIGINAL: To the Wonder DIRECCIÓN:
Terrence Malick GUIÓN: Terrence Malick MÚSICA: Hanan Townshend FOTOGRAFÍA: Emmanuel
Lubezki MONTAJE: A. J. Edwards, Keith Fraase, Shane Hazen, Christopher Roldan,
Mark Yoshikawa REPARTO: Ben Affleck, Olga Kurylenko, Rachel McAdams, Javier
Bardem, Tatiana Chiline, Romina Mondello
Terrence Malick se convirtió en un director de culto más por sus veinte
años de silencio que por la indiscutible calidad de sus dos primeras obras,
desconocidas por muchos cuando el cineasta regresó a primera línea (nunca mejor
dicho) con La delgada línea roja (1998);
y, sin embargo, es en Malas tierras (1973)
y, sobre todo, en Días del cielo (1978)
donde encontramos las bases de sus obsesiones, de los asuntos que le preocupan,
de sus inquietudes, de su búsqueda de la espiritualidad, de la necesidad por
llegar hasta lo más hondo del ser humano, de su capacidad para la sugerencia,
de su absoluto dominio de la elipsis, puesto que es mucho más importante y
revelador lo que no se ve, lo que sólo se intuye, lo que el espectador supone,
los hechos explicados mediante sus consecuencias. No es extraño que eligiese
una de las novelas más psicológicas de James Jones, una más preocupada por el
interior y los pensamientos de los soldados que por las batallas en las que
toman parte, y que (sin justificarla ni compartirla) la escabechina perpetrada
en el montaje final (el que se vio en los cines) coadyuve a que La delgada línea roja suponga una
catarata de emociones sin freno ni solución de continuidad, sin tiempo ni
capacidad para analizarlas y comprenderlas, tal y como nos asaltan en la vida
real, puesto que el estilo de Malick es elusivo, inconcreto, fugaz, trabaja por
acumulación, va llenando el ánimo del público de estímulos, de breves
episodios, de elementos aparentemente inconexos que van conformando una
historia con muchas aristas y que acepta diferentes interpretaciones; pero todo
lo que decimos sólo es notorio en esa primera parte de su filmografía, en los
tres títulos mencionados: Malas tierras, esa cinta que actúa como el reverso
oscuro de Bonnie and Clyde (1967) –no
porque la obra maestra de Arthur Penn lo precise, sino porque, tomando cada una
su propio camino, pueden establecerse ciertos paralelismos que nos permiten
pensarlas en un díptico asombroso y cautivador-, opresiva y casi asfixiante en
escenarios abiertos, ominosa y perturbadora; Días del cielo, posiblemente una de las películas más bellas jamás
filmada, creadora de una de las atmósferas más envolventes y sensuales que
puedan recordarse, una obra de arte en cada fotograma gracias sobre todo a la
labor de Néstor Almendros en uno de esos trabajos que coronan una carrera, cima
e hito, imposible de calificar porque no existen palabras suficientes para
cantar su excelencia; La delgada línea
roja, rompiendo todos los moldes, bebiendo de varios géneros, creando el suyo
propio, inclasificable y absorbente.
Y el caso es que Malick decidió quedarse, no volver a su estado de
hibernación, o al menos reducir el paréntesis entre una obra y la siguiente, y
así sólo tardó siete años en entregar El
nuevo mundo (2005) y otros seis en estrenar El árbol de la vida (2011); ahora ha acelerado el ritmo, puesto que
To the Wonder apenas ha llegado un
año después y en estos momentos tiene tres películas en fase de posproducción,
en las que ha involucrado a actores como Brad Pitt, Antonio Banderas, Natalie
Portman, Cate Blanchett, Emma Thompson, Ryan Gosling, Holly Hunter, Christian
Bale, Michael Fassbender o Tom Sturridge. Sin embargo, su filmografía no se
está viendo enriquecida por este frenesí, antes bien parece haber embarrancado
sin remisión en un recital de escenas sin verdadero sentido, obvias en su
minimalismo, redundantes en su pretenciosa profundidad, calcos de otras ya
filmadas, algunas parecen sacadas de un documental de National Geographic,
otras diríase que son descartes de cualquiera de sus rodajes anteriores (más que descartes, pruebas de luz, tomas en falso -si al menos tuviesen el aroma de Malas tierras, pero son vulgares imitaciones-),
cifrándolo todo a la exageración lumínica, a la trascendencia fatua, al exceso
del que tanto gusta Emmanuel Lubezki (y que ni de lejos consigue los resultados de Almendros, incluso cuando se nota que le está copiando) y que parece haber encontrado en Malick el
cómplice adecuado: ambos inflaman la pantalla con una trascendencia que provoca
rechazo, con un afán ecuménico ramplón e incluso trivial (nada que ver con el
misticismo alucinógeno y extático, vinculante y transformador, admirable y
poderoso, de Santa Teresa de Jesús), plagado de moralina y de una religiosidad
restrictiva que culpabiliza por cualquier comportamiento que no se ajuste a sus
normas, algo muy alejado del espíritu casi libertino que alentaba sus primeras
obras, en las que se daba lo espiritual un enorme espacio para que cada cual
encontrase su forma de vivirlo y expresarlo.
En el caso que nos ocupa, todas estas rémoras son especialmente notorias
en el personaje de Javier Bardem (al que, por cierto, no parecen dársele nada
bien los sacerdotes, recuérdese aquel despropósito –tanto el conjunto, como su
interpretación- llamado Los fantasmas de
Goya (2006), en el que gangoseaba sin freno intentando imprimir a su rol
adivine usted qué), que repite una letanía como si apretase un cilicio,
expresando un tormento de manual, utilizando frases hechas que a fuerza de
repetirse suenan huecas, remarcando aquello que no necesita ningún énfasis,
repitiendo lo poco que uno tiene claro casi desde el principio; siendo una
cinta menos fatua que El árbol de la vida,
menos abstrusa y compleja, en realidad es tan simple, tan fácilmente reductible
a dos frases, que termina por resultar ridícula, innecesaria, que no llega a
irritar como su predecesora porque incluso provoca alguna que otra risa. Ben
Affleck sólo está para pasearse, para no cambiar su gesto, Olga Kurylenko no
intenta transmitir nada porque ni ella misma parece tener claras las
motivaciones de su personaje y Rachel McAdams aparece para desaparecer, es decir,
para que esa subtrama sea totalmente desperdiciada, al igual que la ocasión de
volver a maravillarse con el talento que Terrence Malick ha demostrado con
creces pero que parece haber enterrado para dedicarse a ilustrar estampitas.
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