DIRECCIÓN: Isabel Coixet GUIÓN: Isabel
coixet MÚSICA: Alfonso de Vilallonga FOTOGRAFÍA: Jordi Azategui MONTAJE: Jordi
Azategui REPARTO: Javier Cámara, Candela Peña
Hay creadores a los que se ve venir desde el principio, por mucho que se
camuflen, por mucho que se hagan ellos mismos los sorprendidos, por mucho que
hablen de la casualidad, la carambola, la coincidencia, por mucho que nieguen
sus planes y parezcan dejarlo todo a los hados, a lo imprevisible, a lo
espontáneo; y, del mismo modo, se ve muy claro a quién quieren imitar,
parecerse, plagiar, por mucho que reivindiquen su voz propia, por mucho que
vendan la moto y se enreden en disquisiciones que intentan hacer pasar por
ocurrencias del momento, por inspiraciones reveladoras a las que no pudieron
resistirse. Isabel Coixet dirigió un primer largometraje pretencioso, vacuo,
grandilocuente (lo que no fue óbice para que figurase como candidata al Goya a
la mejor dirección novel), Demasiado
viejo para morir joven (1989), características similares a tantas óperas
primas que el mundo se han dado (sin ir más lejos, nadie hubiera predicho por
dónde iría –y las cimas que coronaría- la carrera de Gracia Querejeta después
de una cinta tan plúmbea como Una
estación de paso (1992), y ya nos estamos relamiendo ante el inminente
estreno de su nuevo filme), aunque su carrera comercial fue tan efímera que muy
pocos pudieron juzgarla y, de este modo, fue recibida como una revelación la
película con la que, siete años después y desde EEUU, la directora volvió a la
carga; Cosas que nunca te dije (1996)
fue ovacionada, aclamada, premiada, señalada como la constatación de que una
nueva voz aparecía en el panorama del cine patrio, cuando en realidad se
limitaba a ser un remedo de la obra de Woody Allen, aderezado con todos los
tics de las producciones independientes que quieren dejar clara su filiación en
cada fotograma, con diálogos miméticos a los escuchados en Hal Hartley, Whit
Stillman o Cameron Crowe, cinta a mayor gloria de una de las musas de esta
corriente, la crispante y enervante Lily Taylor (y lo ha seguido siendo, a
pesar de contar con buenos guiones en A
dos metros bajo tierra (2002-2005), donde aprovechaban estas
particularidades para definir su personaje con su mera aparición). El éxito de
esta aventura estadounidense le permitió volver a rodar en España y, queriendo
demostrar su variedad de registros y filmar algo a contracorriente y que no
abunda por aquí, llegó A los que aman (1998),
tal vez uno de los títulos más ampulosos, pedantes y aburridos que uno pueda
echarse a la cara, demostración de que, en contra de lo que quería hacer creer,
no conoce nada la manera de retratar y plasmar las emociones de la literatura
clásica (cualquier diálogo de Balzac, Galdós o Dickens tiene frescura e incluso
vigencia aunque reproduzca las costumbres de otra época), ejercicio de estilo
acartonado, rimbombante y fatuo, una de las señas de identidad de la
filmografía de Coixet, plagada de su inmenso ego, de su imperiosa necesidad de
significarse en cada plano, de ignorar historias, actores y todo lo que pueda
interferir en su permanente anhelo por epatar e impregnar cada segundo de su
personalidad.
A pesar de los indudables hallazgos de Mi vida sin mí (2003) y La
vida secreta de las palabras (2005) –la narración que subyace y alienta las
imágenes, el innegable talento de los actores, sobre todo esos impagables Tim
Robbins y Sarah Polley de la segunda-, la cineasta desperdicia lo que podrían y
deberían ser momentos emocionantes, dolorosos, deslumbrantes, en coqueteos con
la luz, jueguecitos con el encuadre, subrayados innecesarios y sobrantes de su
autoría (pero Sarah Polley se desquitaría con una obra maestra llamada Lejos de ella (2006), demostrando lo que
debe ser una dirección al servicio de los actores y del material sensible
convocado, de la fragilidad de los sentimientos, un prodigio de contención y
equilibrio, un trabajo honesto con el espectador), que para colmo completa con
sus declaraciones a la hora de presentar cada nuevo trabajo, jugando siempre la
baza de “la sabia despistada”, aburriendo hasta la saciedad con su numerito de “mmmm,
no sé qué decir”, “uffff”, “eeeeh”, muletillas que salpican un discursito que
tiene muy estudiado y aprendido, que intenta destilar buen rollo, espontaneidad,
simpatía y que deja claras su soberbia, su convicción de que es genial (“Y
gracias a eso, sin darte cuenta, te sale una jodida obra maestra… Bueno, quita
lo de jodida” y perlas similares constituyen sus declaraciones habituales).
Y ahora (nos saltaremos algunos títulos, por no hacer esta crónica tan
interminable como parecen sus películas), como si no existiese lo que ya es una
trilogía a cargo de Richard Linklater con Ethan Hawke y Julie Delpy como
protagonistas, como si Mankiewicz no hubiese rodado La huella (1972), como si Javier Aguirre no se la hubiera jugado
con Vida/Perra (1982) ni Esperanza
Roy –aunque fuera de la sección oficial- distinguida por el Festival de
Venecia, como si Josefina Molina no hubiera hurgado en las heridas de Lola
Herrera y Daniel Dicenta, abriéndolos en canal para conformar su Función de noche (1981), Isabel Coixet anuncia
que se despoja de cualquier artificio para conjurar el dolor de unos amigos y
que ofrece con valentía y descarnadamente su obra más radical, más honda, más
visceral; el resultado es su cinta más artificiosa, más irritante, más
coixetiana, un absoluto desperdicio, un canto lastimoso a lo que podría haber
sido y no fue. Desde los primeros compases, Ayer
no termina nunca parece (y resulta) la opinión de la directora sobre la
situación actual de este país, un editorial sobre lo mal gestionada que está la
crisis (esa, por cierto, que algunos no querían ver –ni mucho menos reconocer-
y cuya existencia negaban), un exabrupto lleno de lugares comunes, de ocurrencias que a la guionista deben resultarle de lo más ingeniosas (ese macrocasino que se va a construir en el terreno que ahora ocupa un cementerio), de un
izquierdismo plano y carente de argumentos, otra de las muchas imposturas de
que adolece cualquier trabajo de Coixet; y algo de eso va a sobrevolar el
diálogo de los dos únicos personajes del filme, permitiendo ciertas líneas de
guión bochornosas, aunque en realidad lo son la mayoría puesto que caen en los
tópicos más absurdos, en el sentimentalismo más básico (ese que se supone que
la autora rechaza de plano y al que sin embargo recurre sin ambages cuando se le antoja), en frases que pueden escucharse en esos programas
carroñeros que se alimentan de las vísceras emocionales de los que los
protagonizan, en réplicas mecánicas y previsibles a las que Candela Peña imprime
en ocasiones verismo y pasión, lágrimas sinceras que ahogan las palabras,
mientras que Javier Cámara resulta muy estático y monocorde (él, que suponía un
soplo de aire fresco en la alambicada Hable
con ella (2002); él, que estaba por encima del amaneramiento forzado de
gran parte del reparto en Los amantes
pasajeros (2013) –nos ahorraremos esta vez los adjetivos-).
Situados en un cercano futuro que no aporta nada, como no sea aún más
distancia y escasa involucración en los espectadores, apostillando el discurso
con lo que se supone que piensan los personajes (escenas prolijas en un paisaje
pedregoso, pseudoapocalíptico, casi podríamos decir lunar), salpicando la
acción con insertos redundantes e incluso risibles, lo que debería ser un
combate dialéctico que nos perturbase, conmoviese, revolviera, acongojase, un
asomarnos a la sima insondable de nuestros miedos, ausencias, reproches, resulta
superficial, absurdo, fútil tanto en el fondo como en la forma, esa que tanto
cuida Coixet, esa a la que da tanta relevancia, esa que aquí es desmañada ex
profeso, la que queriendo resultar realista demuestra sus errores (¿Por qué esa
continua zozobra, esa cámara en mano que no para quieta y deja fuera de foco a
los actores en tantas ocasiones o se fija en su pecho, en otras partes del
cuerpo, olvidando los rostros? ¿Por qué la continuidad lumínica es inexistente
y tan pronto parece que va a anochecer como hay una claridad inusual para la
tormenta que se está sufriendo?). Es una verdadera lástima que lo que debería
ser un viaje hasta las profundidades del dolor resulte tan vano a causa de la
incapacidad de Isabel Coixet para narrar verdaderas emociones.
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