sábado, 25 de mayo de 2013

"AYER NO TERMINA NUNCA": LA CRISIS (Y HASTA EUROVEGAS) SEGÚN COIXET


 
 
DIRECCIÓN: Isabel Coixet GUIÓN: Isabel coixet MÚSICA: Alfonso de Vilallonga FOTOGRAFÍA: Jordi Azategui MONTAJE: Jordi Azategui REPARTO: Javier Cámara, Candela Peña


   Hay creadores a los que se ve venir desde el principio, por mucho que se camuflen, por mucho que se hagan ellos mismos los sorprendidos, por mucho que hablen de la casualidad, la carambola, la coincidencia, por mucho que nieguen sus planes y parezcan dejarlo todo a los hados, a lo imprevisible, a lo espontáneo; y, del mismo modo, se ve muy claro a quién quieren imitar, parecerse, plagiar, por mucho que reivindiquen su voz propia, por mucho que vendan la moto y se enreden en disquisiciones que intentan hacer pasar por ocurrencias del momento, por inspiraciones reveladoras a las que no pudieron resistirse. Isabel Coixet dirigió un primer largometraje pretencioso, vacuo, grandilocuente (lo que no fue óbice para que figurase como candidata al Goya a la mejor dirección novel), Demasiado viejo para morir joven (1989), características similares a tantas óperas primas que el mundo se han dado (sin ir más lejos, nadie hubiera predicho por dónde iría –y las cimas que coronaría- la carrera de Gracia Querejeta después de una cinta tan plúmbea como Una estación de paso (1992), y ya nos estamos relamiendo ante el inminente estreno de su nuevo filme), aunque su carrera comercial fue tan efímera que muy pocos pudieron juzgarla y, de este modo, fue recibida como una revelación la película con la que, siete años después y desde EEUU, la directora volvió a la carga; Cosas que nunca te dije (1996) fue ovacionada, aclamada, premiada, señalada como la constatación de que una nueva voz aparecía en el panorama del cine patrio, cuando en realidad se limitaba a ser un remedo de la obra de Woody Allen, aderezado con todos los tics de las producciones independientes que quieren dejar clara su filiación en cada fotograma, con diálogos miméticos a los escuchados en Hal Hartley, Whit Stillman o Cameron Crowe, cinta a mayor gloria de una de las musas de esta corriente, la crispante y enervante Lily Taylor (y lo ha seguido siendo, a pesar de contar con buenos guiones en A dos metros bajo tierra (2002-2005), donde aprovechaban estas particularidades para definir su personaje con su mera aparición). El éxito de esta aventura estadounidense le permitió volver a rodar en España y, queriendo demostrar su variedad de registros y filmar algo a contracorriente y que no abunda por aquí, llegó A los que aman (1998), tal vez uno de los títulos más ampulosos, pedantes y aburridos que uno pueda echarse a la cara, demostración de que, en contra de lo que quería hacer creer, no conoce nada la manera de retratar y plasmar las emociones de la literatura clásica (cualquier diálogo de Balzac, Galdós o Dickens tiene frescura e incluso vigencia aunque reproduzca las costumbres de otra época), ejercicio de estilo acartonado, rimbombante y fatuo, una de las señas de identidad de la filmografía de Coixet, plagada de su inmenso ego, de su imperiosa necesidad de significarse en cada plano, de ignorar historias, actores y todo lo que pueda interferir en su permanente anhelo por epatar e impregnar cada segundo de su personalidad.

   A pesar de los indudables hallazgos de Mi vida sin mí (2003) y La vida secreta de las palabras (2005) –la narración que subyace y alienta las imágenes, el innegable talento de los actores, sobre todo esos impagables Tim Robbins y Sarah Polley de la segunda-, la cineasta desperdicia lo que podrían y deberían ser momentos emocionantes, dolorosos, deslumbrantes, en coqueteos con la luz, jueguecitos con el encuadre, subrayados innecesarios y sobrantes de su autoría (pero Sarah Polley se desquitaría con una obra maestra llamada Lejos de ella (2006), demostrando lo que debe ser una dirección al servicio de los actores y del material sensible convocado, de la fragilidad de los sentimientos, un prodigio de contención y equilibrio, un trabajo honesto con el espectador), que para colmo completa con sus declaraciones a la hora de presentar cada nuevo trabajo, jugando siempre la baza de “la sabia despistada”, aburriendo hasta la saciedad con su numerito de “mmmm, no sé qué decir”, “uffff”, “eeeeh”, muletillas que salpican un discursito que tiene muy estudiado y aprendido, que intenta destilar buen rollo, espontaneidad, simpatía y que deja claras su soberbia, su convicción de que es genial (“Y gracias a eso, sin darte cuenta, te sale una jodida obra maestra… Bueno, quita lo de jodida” y perlas similares constituyen sus declaraciones habituales).

   Y ahora (nos saltaremos algunos títulos, por no hacer esta crónica tan interminable como parecen sus películas), como si no existiese lo que ya es una trilogía a cargo de Richard Linklater con Ethan Hawke y Julie Delpy como protagonistas, como si Mankiewicz no hubiese rodado La huella (1972), como si Javier Aguirre no se la hubiera jugado con Vida/Perra (1982) ni Esperanza Roy –aunque fuera de la sección oficial- distinguida por el Festival de Venecia, como si Josefina Molina no hubiera hurgado en las heridas de Lola Herrera y Daniel Dicenta, abriéndolos en canal para conformar su Función de noche (1981), Isabel Coixet anuncia que se despoja de cualquier artificio para conjurar el dolor de unos amigos y que ofrece con valentía y descarnadamente su obra más radical, más honda, más visceral; el resultado es su cinta más artificiosa, más irritante, más coixetiana, un absoluto desperdicio, un canto lastimoso a lo que podría haber sido y no fue. Desde los primeros compases, Ayer no termina nunca parece (y resulta) la opinión de la directora sobre la situación actual de este país, un editorial sobre lo mal gestionada que está la crisis (esa, por cierto, que algunos no querían ver –ni mucho menos reconocer- y cuya existencia negaban), un exabrupto lleno de lugares comunes, de ocurrencias que a la guionista deben resultarle de lo más ingeniosas (ese macrocasino que se va a construir en el terreno que ahora ocupa un cementerio), de un izquierdismo plano y carente de argumentos, otra de las muchas imposturas de que adolece cualquier trabajo de Coixet; y algo de eso va a sobrevolar el diálogo de los dos únicos personajes del filme, permitiendo ciertas líneas de guión bochornosas, aunque en realidad lo son la mayoría puesto que caen en los tópicos más absurdos, en el sentimentalismo más básico (ese que se supone que la autora rechaza de plano y al que sin embargo recurre sin ambages cuando se le antoja), en frases que pueden escucharse en esos programas carroñeros que se alimentan de las vísceras emocionales de los que los protagonizan, en réplicas mecánicas y previsibles a las que Candela Peña imprime en ocasiones verismo y pasión, lágrimas sinceras que ahogan las palabras, mientras que Javier Cámara resulta muy estático y monocorde (él, que suponía un soplo de aire fresco en la alambicada Hable con ella (2002); él, que estaba por encima del amaneramiento forzado de gran parte del reparto en Los amantes pasajeros (2013) –nos ahorraremos esta vez los adjetivos-).

   Situados en un cercano futuro que no aporta nada, como no sea aún más distancia y escasa involucración en los espectadores, apostillando el discurso con lo que se supone que piensan los personajes (escenas prolijas en un paisaje pedregoso, pseudoapocalíptico, casi podríamos decir lunar), salpicando la acción con insertos redundantes e incluso risibles, lo que debería ser un combate dialéctico que nos perturbase, conmoviese, revolviera, acongojase, un asomarnos a la sima insondable de nuestros miedos, ausencias, reproches, resulta superficial, absurdo, fútil tanto en el fondo como en la forma, esa que tanto cuida Coixet, esa a la que da tanta relevancia, esa que aquí es desmañada ex profeso, la que queriendo resultar realista demuestra sus errores (¿Por qué esa continua zozobra, esa cámara en mano que no para quieta y deja fuera de foco a los actores en tantas ocasiones o se fija en su pecho, en otras partes del cuerpo, olvidando los rostros? ¿Por qué la continuidad lumínica es inexistente y tan pronto parece que va a anochecer como hay una claridad inusual para la tormenta que se está sufriendo?). Es una verdadera lástima que lo que debería ser un viaje hasta las profundidades del dolor resulte tan vano a causa de la incapacidad de Isabel Coixet para narrar verdaderas emociones.   

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