Como tantas veces hemos comentado, la televisión de nuestra infancia y
adolescencia (aquella ante la que tanto progre de manual tuerce el hocico y
llama “franquista” cuando los años oscuros –aquellos- ya iban quedando atrás –un
servidor empieza a tener conciencia de lo aparece en la pequeña pantalla allá
por 1975, precisamente-) convirtió a un buen puñado de actores en presencias
constantes, en rostros reconocibles, en camaradas, en promesa y realidad de una
tarde divertida, de un rato de ocio, de aprendizaje y conocimiento del noble
arte de la interpretación, del mundo del espectáculo, sin necesidad de
calificativos, sin mayor análisis que el de comparar si lo que emitieron anoche
te había gustado más o menos que lo de la velada anterior (porque los hay que
hablan como si hubiesen nacido viendo y comprendiendo a Dreyer o a Buñuel o, si
se quiere además reivindicar una temprana militancia, a Eisenstein o Fritz Lang
–autores, por otra parte, a los que apenas se podía tener acceso, eso sí, en
los años 50 y 60 del siglo XX-). La noticia de la muerte de Alfredo Landa me
sorprendió en Londres, ese oasis al que todo amante del teatro debe escapar de
vez en cuanto para desintoxicarse, ciudad en la que hubiese sido venerado como
le correspondía, puesto que allí profesan auténtico respeto por los actores sin
hacer distingos entre los diferentes géneros y sin menospreciar a aquellos que
triunfan en televisión o con una comicidad de trazo grueso o a través de
productos para el gran público (claro que a la hora de rendir honores separan a
Helen Mirren de Benny Hill, pero a la hora de sentirse orgullosos por sus
cómicos –jamás utilizan esta palabra con tono peyorativo- los incluyen a todos –e
incluso los más grandes han mezclado y mezclan sin cortapisas ni complejos montajes
de Shakespeare con vodeviles o musicales, siendo como son auténticos
camaleones-).
Más de uno de esos que militan en algo que ni ellos son capaces de
definir se ha indignado, indigna e indignará por la existencia de lo que se ha
llamado “landismo”, “es una vergüenza para este país, deberíamos olvidarlo,
borrarlo, eliminarlo”; ¡ay, queridos, que poco o nada habéis leído a Vázquez
Montalbán, alguien que tenía muy claro en qué creía pero lo colocaba en segundo
plano, era el sustrato de lo que escribía, y cuando era el argumento principal
sabía explicarlo y dotarlo de cimientos sólidos! Como muy bien señalaba en Los mares del Sur (galardonada con el
Premio Planeta en 1979), “el franquismo nos ha maleducado a todos”, señalando
el daño más profundo y difícil de reparar de un régimen político tan opaco (no
va con segundas –o igual sí, vete tú a saber-) y ramplón, tan pacato y cateto:
por un lado, nos lanzamos a la libertad sin freno, a lo loco, desbarrando a las
primeras de cambio, rompiendo las costuras de la opresión; por otro,
menospreciando todo lo ocurrido en casi 40 años, incurriendo en el mismo
defecto totalizador al decidir quién vale y quién no, a quién defendemos y a
quién condenamos. Alfredo Landa y otros actores de aquel momento posibilitaron
que ese ente que suele denominarse “el español medio”, es decir, el españolito
de a pie, viese reflejados en la pantalla sus privaciones, sus sueños, su
sexualidad reprimida, su analfabetismo emocional, y también su bondad, su
ternura, su inocencia, sus luces y sombras, todo de una manera muy rudimentaria
y tosca (la única capaz de sortear la censura), pero quedando para la Historia
como el mejor documento de lo que fueron esos años, un material espléndido para
que estudiosos de ahora y del mañana puedan comprender algo mejor lo que
sucedía en España y por qué estos títulos rompían las taquillas (y si alguien
afirma “es que no había otra cosa”, podríamos decirle que mirase alrededor para
corroborar el triunfo absoluto de la saga Torrente o de determinadas series
televisivas –por mucho que algunos se abochornen, lo escatológico, lo burdo, el
humor basado en los defectos físicos, machista, homófobo, racista, siempre
tendrá adeptos- y aprender de países como Francia que defienden con el mismo
empeño las cintas de Eric Rohmer como Los
visitantes (1993) o todas las parodias de baja estofa que protagonizó Jean
Dujardin antes de ganar un Oscar con The
Artist (2011)-).
Sin duda, hemos tenido actores más versátiles y talentosos (José Luis
López Vázquez, José Sacristán), con más vis cómica (José Sazatornil, Saza), con más gancho popular (Paco
Martínez Soria), con más presencia (Manolo Morán), con más ternura (Pepe
Isbert), con más trazas de showman (Andrés Pajares), con más comicidad expresa
(Fernando Esteso), con más gracejo (Antonio Garisa), con más economía de
recursos y contención (Manolo Gómez Bur, Juanjo Menéndez), pero a Alfredo Landa
le cabe el honor de haber bautizado un subgénero y, sobre todo, de haber
encarnado con suma facilidad la bonhomía, el candor, la ingenuidad de personas
reconocibles porque todas podían ser, nunca mejor dicho, el vecino del quinto.
Sólo él podía transformar en deliciosamente tontos, en queribles, en
entrañables, roles como los de Atraco a
las tres (1962), La niña de luto (1964)
o Cateto a babor (1970), siendo el
mejor alumno que José Luis Ozores (otro muy grande) pudo soñar; nadie como él
para provocar carcajadas con sus avatares en No desearás al vecino del quinto (1970), Vente a Alemania, Pepe (1971), No
desearás la mujer del vecino (1971) o París
bien vale una moza (1972) –y los que acusan a este cine por su nula crítica
a la realidad española, por un lado que apliquen la perspectiva, y por otro que
recuerden con quién se jugaban los cuartos los artistas de ese momento (y
piensen cuántas veces son ellos palmeros de lo que les conviene o absolutamente
acríticos con los que les mantienen en su sitio)-.
Y llegó el momento de la eclosión, de su madurez, de poder participar en
otro tipo de filmes, de ampliar horizontes interpretativos: y así tapó muchas
bocas con El crack (1981), cinta que
a pesar de los típicos devaneos de José Luis Garci se mantiene como un buen
ejemplo de policial negro a la española, en la que Landa es sólido como una
roca, sin fisuras, sosteniendo el tono y el ritmo de la historia desde su
rostro inexpresivo pero lleno de desolación, abandono y hastío, viviendo como
por inercia, negando su amor porque trae consecuencias nefastas para las
personas que lo reciben; y fue con toda justicia elevado a los altares en el
Festival de Cannes por Los santos
inocentes (1984) –en un premio compartido con su compañero Paco Rabal,
aunque el jurado pensaba premiarle en solitario y se cuenta que Pilar Miró
intervino para que el por otra parte inolvidable Azarías subiese con él al
escenario-, una de las más grandes películas de cualquier época y nacionalidad,
una obra de arte absoluta, en la que Alfredo Landa conmueve, conmociona,
impacta, provoca lágrimas, duele, en la que sólo necesita mirar a Juan Diego
desde el suelo y decir “lo siento, señorito”, para transmitir lo que las
inmortales páginas de Miguel Delibes denunciaron: una interpretación
sobrehumana, que agota el diccionario, que invalida cualquier adjetivo porque
todo parece poco para hablar de esa cumbre, de ese hito, de ese Paco el Bajo
que, se lea cuando se lea, dentro de mil siglos, siempre tendrá los rasgos de
Alfredo Landa.
Y siguieron los éxitos y los momentos para no olvidar: La vaquilla (1985) –su “que le den por
el saco a la jodía vaquilla, yo me
voy a comer” es antológico-, El bosque
animado (1987), su primer y merecido Goya, estupenda cinta que encuentra en
Landa el mejor epicentro posible, volvió a encarnar en televisión un rol que ya
había interpretado en los 60 en la versión de Ninette y un señor de Murcia que se hizo en los 80 (y se sabe que
Garci le quiso para que fuese el padre de la protagonista en aquella bobada con
Elsa Pataky, pero no pudo participar en el rodaje por problemas de salud),
también en la pequeña pantalla siguió gozando del favor del público con Tristeza de amor (1986) y Lleno, por favor (1993), sin poder ni
deber olvidar que muy pocas veces ha habido un Sancho Panza más real, más cachazudo,
más escudero, más cervantino como el que encarnó junto a Fernando Rey en El Quijote de Miguel de Cervantes (1991),
dirigido por Manuel Gutiérrez Aragón. Por muchos menos méritos (o por ninguno,
por prestigios huecos, connivencias, campañas de marketing), consideramos
estrellas a flores de un día, a frutos de temporada, a nombres condenados al
olvido porque no tienen peso específico ni dejan poso, ¿cómo negarle entonces
la categoría a un señor al que debemos tantas horas de placer? ¡Don Alfredo,
usted se ha ido a buscar suecas por praderas más verdes pero se queda en
nuestros corazones!
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