miércoles, 17 de julio de 2013

"15 AÑOS Y UN DÍA": LOS JÓVENES HABLAN CLARO (Y SE LES ENTIENDE)


 
 
 
DIRECCIÓN: Gracia Querejeta GUIÓN: Gracia Querejeta, Antonio Santos Mercero MÚSICA: Pablo Salinas FOTOGRAFÍA: Juan Carlos Gómez MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Maribel Verdú, Tito Valverde, Arón Piper, Belén López, Susi Sánchez, Boris Cucalón, Pau Poch, Sofía Mohamed


   “¿Para qué hacer reproches si nosotros fuimos igual?” se preguntaba la gran Mari Trini en una de sus composiciones –Pero ellos no son-, analizando cómo los mayores ven a la generación siguiente, esa de la que son padres, educadores, vecinos; la adolescencia es esa edad misteriosa en la que uno ya no es un niño pero tampoco es adulto (no legalmente), en la que experimenta muchos cambios hormonales que le llevan a hacerse preguntas para las que no siempre encuentra fácilmente las respuestas, en que se siente una olla a presión y le parece que todo el mundo está en su contra. El cine nos ha obsequiado con retratos más o menos veraces acerca de adolescentes (en un amplio sentido de la palabra) que pueden resumirse en el título de una cinta que marcó una época y que aún hoy en día permanece como una de las obras más potentes, certeras y asfixiantes del magistral Nicholas Ray: Rebelde sin causa (1955). La directora Gracia Querejeta siempre se ha interesado por este tipo de personajes: ya en su ópera prima –aquella decepcionante Una estación de paso (1992)- colocó a un joven en medio de una historia en la que los ecos del pasado lo ensombrecían todo; del mismo modo, la infancia de las protagonistas era elemento capital de la que por el momento es la muestra más rotunda de su enorme talento como cineasta, un encaje de bolillos milimetrado que no dejaba nada al albur, una joya absoluta conocida como Cuando vuelvas a mi lado (1999); también en El último viaje de Robert Rylands (1996) –o cómo transformar una novela aburrida e imbuida de importancia en una cinta vibrante- y en Siete mesas de billar francés (2007) aparecían entre los roles principales jóvenes (de mayor o menor edad) y hemos dejado para citar la última la que sin duda más entronca con la que ahora nos ocupa: Héctor (2004).

   Al igual que ocurre en 15 años y un día, el epicentro de aquella película era el adolescente que le daba nombre, aunque el grupo familiar que se movía a su alrededor era tan importante o más que él mismo; y, debido al estrepitoso error de casting que suponía Nilo Mur, cuyos frágiles hombros eran incapaces de soportar las complejidades, ambigüedades y oscuridades que arrastraba Héctor (tampoco su parte luminosa; su incapacidad para transmitir o crear empatía suponía un lastre de mucho peso), en ocasiones el verismo del guión se veía afectado, recuperado gracias al fantástico trabajo del resto del elenco, muy bien conjuntado. En esta ocasión, Gracia Querejeta ha afinado bastante más y ha encontrado un adolescente protagonista que responde a los parámetros de su personaje, sin énfasis ni poses ni poca (o ninguna) naturalidad; y aunque no todos los chavales, la baza fundamental de la película, brillen igual o consigan evitar el envaramiento y cierto tono monocorde que tiende al recitativo en cuanto han de expresar alguna emoción, al menos la directora ha logrado que a todos se les entienda, que vocalicen con sencillez, no vender como reflejo de la realidad lo que es impostación y musitar, hablar entre dientes, falta de personalidad y estilo, nula preparación. Destaca por méritos propios, como decimos, Arón Piper, que huye de cualquier tic o lugar común, de la imitación vulgar y trasnochada que suele avocar a los actores/personajes de determinada edad al estereotipo más maniqueo y falso, a los clichés estandarizados que ni describen ni reflejan la vida cotidiana ni inciden en los problemas que se plantean (o se supone que el cineasta quiere plantear, porque en ocasiones ni eso termina quedando demasiado claro –recuérdese Cobardes (2008), por no alejarnos del cine español, con muchos planteamientos pero pocos resultados-); el actor de 16 años demuestra una inusitada madurez sorteando con bastante pericia la parte más blanda del guión, aquella que busca un a modo de redención (si bien es cierto que no carga las tintas en lo directamente plañidero o ñoño, sorprende un tanto un acabado tan convencional y poco lucido en Gracia Querejeta, la cual parece abandonar la historia para evitar un mayor dramatismo y navegar en unas aguas cómodas que no perturben al público –ella que, con elegancia y buen gusto, sabe llegar hasta lo más escabroso y evitar cualquier tentación melodramática que rompa el tono conseguido-). A pesar de los aciertos (que los hay y bastantes), llega un punto en que el filme pierde interés, es como si se desinflara, como si no supiera aunar los diferentes arcos dramáticos planteados (algo que ya era notorio en Siete mesas de billar francés), como si dudase en qué personaje centrarse y, a la hora de la verdad, tomando el camino menos interesante y sacando de escena a los que más nos inquietan.

   El mayor desequilibrio de la película se da entre los adultos y los chavales, no sólo por la excelencia interpretativa que en general derrochan los primeros, sino porque son en realidad los que más nos llegan, los que nos preocupan, a los que queremos conocer mejor; Arón Piper está muy bien usado como catalizador, como excusa para reunir a un grupo familiar roto, alejado, enfrentado, pero sus escarceos amorosos (con una acertada Sofía Mohamed) y sus relaciones de amistad/odio con otros chavales (un exagerado Pau Poch y un desangelado Boris Cucalón) ocupan buena parte del metraje e incluso centran el clímax final, precisamente cuando la cinta pierde fuelle. Junto a un Tito Valverde ajustado y medido, por fortuna despojado de su vehemencia habitual, bastante cercano a la solidez que demostró en Sombras en una batalla (1993) –su premio Goya como actor de reparto-, encontramos a una Susi Sánchez que necesita muy poco para dejar clara su categoría, su contundencia, su aureola de gran actriz y precisamente por ello gustaría que pudiera desarrollar más el dolor, el odio y el amor que siente, el rencor que destila y el cariño que oculta y a una Belén López en absoluto estado de gracia, en una creación que pide a gritos un protagonista: una mujer policía poliédrica, llena de matices, rebosante de aristas, con ángulos oscuros, con la ironía a flor de piel como coraza para las tempestades internas, con la desconfianza como bandera, animal herido que no logra contener la supuración por mucho que se lama; es un prodigio cómo sus ojos narran páginas de un guión por desgracia no escrito, cómo sacan a la luz la trastienda de su rol. Y debe quedar para el final la enormidad de Maribel Verdú, su manera de sumergirse en el cometido que le entreguen, su facilidad y sencillez para transmitir estados de ánimo convulsos, contradictorios, su capacidad para ser un a modo de Lana Turner mundana en el comienzo de la película (al igual que la diva en Imitación a la vida (1959) encarna a una actriz que no deja de actuar en su vida cotidiana) e ir pasando sin transición, de un momento a otro, tal y como ocurre en el día a día, al llanto, al miedo, quebrando la voz, inundando la mirada, derrumbando el cuerpo; a pesar de haber sido galardonada con un Goya (ese que le debían desde hacía tiempo) por su intervención en Siete mesas de billar francés, supuso todo un chasco comprobar que Gracia Querejeta no había escrito un personaje a la altura de lo que Maribel Verdú puede desarrollar (o sea, al nivel de los trajes a medida que la directora había sabido hacerles a Mercedes Sampietro, Adriana Ozores o Julieta Serrano) y, de alguna manera, vuelve a reproducirse ahora esa sensación, ya que actriz y personaje requerirían un mejor acabado, pero no cabe duda que nos regalan unas de las secuencias más potentes y honestas del último cine español, uno de esos momentos absolutamente mágicos en que una intérprete lo da todo, imbuyéndose del guión, de los sentimientos de su rol, haciéndonos creer que estamos viendo una cámara oculta, a una madre confesando a su hijo en coma lo que nunca se ha sentido capaz de contarle, respondiendo por fin a todos los requerimientos que el chaval le ha hecho.

   A pesar de que no se puedan tirar cohetes, tal y como va el año en lo que a cine patrio se refiere, es un alivio encontrarse con una película que interesa, que se sigue con atención, y que en algunos momentos consigue conmover y remover (y no se pierde la esperanza en que Gracia Querejeta vuelva a dejarnos, más pronto que tarde, noqueados en la butaca).

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