DIRECCIÓN: Gracia Querejeta GUIÓN:
Gracia Querejeta, Antonio Santos Mercero MÚSICA: Pablo Salinas FOTOGRAFÍA: Juan
Carlos Gómez MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Maribel Verdú, Tito
Valverde, Arón Piper, Belén López, Susi Sánchez, Boris Cucalón, Pau Poch, Sofía
Mohamed
“¿Para qué hacer reproches si nosotros fuimos igual?” se preguntaba la
gran Mari Trini en una de sus composiciones –Pero ellos no son-, analizando cómo los mayores ven a la generación
siguiente, esa de la que son padres, educadores, vecinos; la adolescencia es
esa edad misteriosa en la que uno ya no es un niño pero tampoco es adulto (no
legalmente), en la que experimenta muchos cambios hormonales que le llevan a
hacerse preguntas para las que no siempre encuentra fácilmente las respuestas,
en que se siente una olla a presión y le parece que todo el mundo está en su
contra. El cine nos ha obsequiado con retratos más o menos veraces acerca de
adolescentes (en un amplio sentido de la palabra) que pueden resumirse en el
título de una cinta que marcó una época y que aún hoy en día permanece como una
de las obras más potentes, certeras y asfixiantes del magistral Nicholas Ray: Rebelde sin causa (1955). La directora
Gracia Querejeta siempre se ha interesado por este tipo de personajes: ya en su
ópera prima –aquella decepcionante Una
estación de paso (1992)- colocó a un joven en medio de una historia en la
que los ecos del pasado lo ensombrecían todo; del mismo modo, la infancia de
las protagonistas era elemento capital de la que por el momento es la muestra
más rotunda de su enorme talento como cineasta, un encaje de bolillos
milimetrado que no dejaba nada al albur, una joya absoluta conocida como Cuando vuelvas a mi lado (1999); también
en El último viaje de Robert Rylands (1996)
–o cómo transformar una novela aburrida e imbuida de importancia en una cinta
vibrante- y en Siete mesas de billar
francés (2007) aparecían entre los roles principales jóvenes (de mayor o
menor edad) y hemos dejado para citar la última la que sin duda más entronca
con la que ahora nos ocupa: Héctor (2004).
Al igual que ocurre en 15 años y
un día, el epicentro de aquella película era el adolescente que le daba
nombre, aunque el grupo familiar que se movía a su alrededor era tan importante
o más que él mismo; y, debido al estrepitoso error de casting que suponía Nilo
Mur, cuyos frágiles hombros eran incapaces de soportar las complejidades,
ambigüedades y oscuridades que arrastraba Héctor (tampoco su parte luminosa; su
incapacidad para transmitir o crear empatía suponía un lastre de mucho peso),
en ocasiones el verismo del guión se
veía afectado, recuperado gracias al fantástico trabajo del resto del elenco,
muy bien conjuntado. En esta ocasión, Gracia Querejeta ha afinado bastante más
y ha encontrado un adolescente protagonista que responde a los parámetros de su
personaje, sin énfasis ni poses ni poca (o ninguna) naturalidad; y aunque no todos
los chavales, la baza fundamental de la película, brillen igual o consigan
evitar el envaramiento y cierto tono monocorde que tiende al recitativo en
cuanto han de expresar alguna emoción, al menos la directora ha logrado que a
todos se les entienda, que vocalicen con sencillez, no vender como reflejo de
la realidad lo que es impostación y musitar, hablar entre dientes, falta de
personalidad y estilo, nula preparación. Destaca por méritos propios, como
decimos, Arón Piper, que huye de cualquier tic o lugar común, de la imitación
vulgar y trasnochada que suele avocar a los actores/personajes de determinada
edad al estereotipo más maniqueo y falso, a los clichés estandarizados que ni
describen ni reflejan la vida cotidiana ni inciden en los problemas que se
plantean (o se supone que el cineasta quiere plantear, porque en ocasiones ni
eso termina quedando demasiado claro –recuérdese Cobardes (2008), por no alejarnos del cine español, con muchos
planteamientos pero pocos resultados-); el actor de 16 años demuestra una
inusitada madurez sorteando con bastante pericia la parte más blanda del guión,
aquella que busca un a modo de redención (si bien es cierto que no carga las
tintas en lo directamente plañidero o ñoño, sorprende un tanto un acabado tan
convencional y poco lucido en Gracia Querejeta, la cual parece abandonar la
historia para evitar un mayor dramatismo y navegar en unas aguas cómodas que no
perturben al público –ella que, con elegancia y buen gusto, sabe llegar hasta
lo más escabroso y evitar cualquier tentación melodramática que rompa el tono
conseguido-). A pesar de los aciertos (que los hay y bastantes), llega un punto
en que el filme pierde interés, es como si se desinflara, como si no supiera
aunar los diferentes arcos dramáticos planteados (algo que ya era notorio en Siete mesas de billar francés), como si
dudase en qué personaje centrarse y, a la hora de la verdad, tomando el camino
menos interesante y sacando de escena a los que más nos inquietan.
El mayor desequilibrio de la película se da entre los adultos y los
chavales, no sólo por la excelencia interpretativa que en general derrochan los
primeros, sino porque son en realidad los que más nos llegan, los que nos
preocupan, a los que queremos conocer mejor; Arón Piper está muy bien usado
como catalizador, como excusa para reunir a un grupo familiar roto, alejado,
enfrentado, pero sus escarceos amorosos (con una acertada Sofía Mohamed) y sus
relaciones de amistad/odio con otros chavales (un exagerado Pau Poch y un
desangelado Boris Cucalón) ocupan buena parte del metraje e incluso centran el
clímax final, precisamente cuando la cinta pierde fuelle. Junto a un Tito
Valverde ajustado y medido, por fortuna despojado de su vehemencia habitual,
bastante cercano a la solidez que demostró en Sombras en una batalla (1993) –su premio Goya como actor de
reparto-, encontramos a una Susi Sánchez que necesita muy poco para dejar clara
su categoría, su contundencia, su aureola de gran actriz y precisamente por
ello gustaría que pudiera desarrollar más el dolor, el odio y el amor que
siente, el rencor que destila y el cariño que oculta y a una Belén López en
absoluto estado de gracia, en una creación que pide a gritos un protagonista: una
mujer policía poliédrica, llena de matices, rebosante de aristas, con ángulos
oscuros, con la ironía a flor de piel como coraza para las tempestades
internas, con la desconfianza como bandera, animal herido que no logra contener
la supuración por mucho que se lama; es un prodigio cómo sus ojos narran
páginas de un guión por desgracia no escrito, cómo sacan a la luz la trastienda
de su rol. Y debe quedar para el final la enormidad de Maribel Verdú, su manera
de sumergirse en el cometido que le entreguen, su facilidad y sencillez para
transmitir estados de ánimo convulsos, contradictorios, su capacidad para ser
un a modo de Lana Turner mundana en el comienzo de la película (al igual que la
diva en Imitación a la vida (1959)
encarna a una actriz que no deja de actuar en su vida cotidiana) e ir pasando sin
transición, de un momento a otro, tal y como ocurre en el día a día, al llanto,
al miedo, quebrando la voz, inundando la mirada, derrumbando el cuerpo; a pesar
de haber sido galardonada con un Goya (ese que le debían desde hacía tiempo)
por su intervención en Siete mesas de
billar francés, supuso todo un chasco comprobar que Gracia Querejeta no
había escrito un personaje a la altura de lo que Maribel Verdú puede
desarrollar (o sea, al nivel de los trajes a medida que la directora había
sabido hacerles a Mercedes Sampietro, Adriana Ozores o Julieta Serrano) y, de
alguna manera, vuelve a reproducirse ahora esa sensación, ya que actriz y
personaje requerirían un mejor acabado, pero no cabe duda que nos regalan unas
de las secuencias más potentes y honestas del último cine español, uno de esos
momentos absolutamente mágicos en que una intérprete lo da todo, imbuyéndose del
guión, de los sentimientos de su rol, haciéndonos creer que estamos viendo una
cámara oculta, a una madre confesando a su hijo en coma lo que nunca se ha
sentido capaz de contarle, respondiendo por fin a todos los requerimientos que
el chaval le ha hecho.
A pesar de que no se puedan tirar cohetes, tal y como va el año en lo
que a cine patrio se refiere, es un alivio encontrarse con una película que
interesa, que se sigue con atención, y que en algunos momentos consigue conmover
y remover (y no se pierde la esperanza en que Gracia Querejeta vuelva a
dejarnos, más pronto que tarde, noqueados en la butaca).
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