DIRECCIÓN: Andrés Wood GUIÓN:
Andrés Wood, Eliseo Altunaga, Guillermo Calderón, Rodrigo Bazaes (basado en el
libro homónimo de Ángel Parra) MÚSICA: Ángel Parra, Chango Spasiuk, José Miguel
Miranda, José Miguel Tobar FOTOGRAFÍA: Miguel Ioanis Littin MONTAJE: Andrea
Chignoli REPARTO: Francisca Gavilán, Cristián Quevedo, Thomas Durand, Patricio
Ossa, Jorge López, Stephania Barbagelata, Gabriela Aguilera, Luis Machín
Aunque siempre se dice que es necesario fabular, reinventar, dar forma a
un suceso real (por no utilizar términos que directamente impliquen algo
negativo –dar por cierto lo que no lo fue- o la creación de una ficción) para
que pueda ser comprendido, asimilado, creíble como narración cinematográfica, a
pesar de ser cierto que en un altísimo porcentaje lo cotidiano, el transcurrir
de una vida, resulta de lo más monótono si lo contamos tal cual pasa, se dan
múltiples oportunidades en que sabemos o protagonizamos un hecho del que
decimos “si esto lo veo en una película, aplaudo la imaginación del guionista”;
aunque sólo sea por cuestiones de tiempo, de metraje, es obvio que resulta muy
complicado resumir la trayectoria vital de una persona en una sola película y,
al margen de manipulaciones interesadas, glorificaciones exageradas o
denostaciones sin contraste, hemos de aceptar que una cinta protagonizada por
un artista es tan sólo un acercamiento, un tributo personal, un cobro de deudas
pendientes, una mixtificación. Y no cabe duda de que el cine sólo se ha fijado
en aquellos de los que puede contar miserias, lados oscuros, adicciones,
suicidios, tragedias, si no supone un descenso a los infiernos el arte no se
fija en sí mismo en sus artífices, en los que tuvieron que superar obstáculos
si esos no significan, cuando menos, traumas y lágrimas que pueden
revalorizarse al trasladarlos a una pantalla (si bien es cierto que el
resultado ha supuesto en muchas ocasiones un buen trabajo –pudiendo incluso
alcanzar la excelencia- y ha propiciado algunas de las mejores interpretaciones
que aplaudirse y premiarse puedan), pero no es menos cierto que al poner el
foco en una persona y su obra consigue que muchos que desconocían su existencia
o que no le prestaban atención, aunque sólo sea porque se pone (o vuelve a
ponerse) de moda, se detengan, se preocupen, se interesen por quién fue y qué
hizo.
Así es deseable que suceda con Violeta Parra, popular por una sola
canción (Gracias a la vida),
composición que más de uno tarareará o sabrá íntegra sin ser capaz de decir el
nombre de su autora, una mujer entregada a la difusión y perduración del
folclore de su tierra, tarea ingrata que muy pocas veces es suficientemente
reconocida y que en la mayoría es recibida con displicencia por determinadas
voces intelectuales cuando no directamente atacada y considerada una labor
conservadora, antigua, que niega lo nuevo, la evolución, sin comprender que es
imposible valorar, comprender y apreciar lo contemporáneo si ignoramos de dónde
viene, a qué se opone o con respecto a qué supone un cambio, una revolución,
una actualización. Andrés Wood no ha construido el clásico biopic en varios
aspectos: ha desterrado cualquier tentación hagiográfica, ha sabido situarse en
un punto intermedio en que podemos apreciar su tenacidad, su lucha, su liarse
la manta a la cabeza con tal de sacar su música del ostracismo, sin ocultar su
carácter difícil, su peculiar endiosamiento, su no ver más allá de sí misma, su
menosprecio por todo el que considerase superfluo, su analfabetismo emocional,
su confusión anímica; no sigue una cronología, algo que se ve muchas veces,
pero sabe convertir esa fragmentación en un halo de misterio, de tensión, de
interrogantes que se van sembrando en el ánimo del espectador (incluso del que
conozca el final de la artista), jugando admirablemente con las elipsis para no
despejar todas las incógnitas, sobrecogiendo y provocando escalofríos; que la
voz narradora (no literalmente, sino por inspiración para el guión) sea la de
su hijo aporta una aureola de leyenda, habla de cosas que le contaron, que
imaginó, que pensó, transformando a su progenitora en un personaje mítico que
desciende a lo terrenal, a lo mundano, cuando se habla de lo más cotidiano, de
lo familiar (algo que, de alguna manera, todos hacemos cuando pensamos en
nuestros padres: son figuras de las que nunca vamos a conocer todas sus caras).
Y aunque el director se detiene en escenas, algunas casi flashes, que son
guiños a los que conocen la realidad del Chile de aquel momento, de sus
tradiciones y/o supersticiones, u otras que juegan con la ruptura de fronteras
entre lo terrenal y lo espiritual, entre un mundo y otro (algo tan caro al realismo
mágico, imbricado en una manera de ser, pensar y actuar, indisoluble de su
forma de narrar), consigue que el público no se sienta confundido y vaya
tomando los mimbres adecuados para ir conformando su imagen de Violeta.
Sin duda, el máximo acierto de la cinta es conceder todo el protagonismo
a la inmensa Francisca Gavilán, transmutada en la artista, recreando su
carácter poliédrico, captando sus cadencias, su peculiar voz, la fuerza de sus
ojos, su arrojo, su pasión volcánica, su irrefrenable personalidad, su fe
irredenta en lo que hace; la actriz trabaja al mismo tiempo en diferentes
niveles de lectura y es capaz de, por cómo se aferra a su guitarra, por cómo va
desgranando versos, por cómo taladra con su mirada a los que la rodean
indolentes, transformar Volver a los 17,
uno de los hitos de Violeta, en una canción preñada de odio, de desasosiego, de
angustia, puesto que debe cantarla en una embajada en la que nadie le presta
verdadera atención, en la que se la aplaude por compromiso, en la que no se la
valora como artista, en la que es tratada como una obra de caridad, en la que
se le ofrece un plato de comida en la cocina. Francisca Gavilán ofrece un arco
interpretativo tan amplio y poderoso que resulta complicado encontrar los
adjetivos precisos: destila carisma con su dulce y apocada sonrisa durante la
entrevista televisiva que sirve de hilo conductor, se muestra enamorada más
allá de toda lógica de alguien que no le corresponde del mismo modo y a quien
ella no sabe querer, puede resultar irracional, terrible, déspota, injusta,
desmesurada y logra algunos momentos que sólo pueden ser calificados de
excelsos. Al margen del ya comentado, es especialmente estremecedor el modo en
que canta en su carpa de La Reina, sólo con dos personas como público (los
cuales abandonarán el lugar precipitadamente ante las múltiples goteras que les
rodean), sufriendo los embates del viento y de la lluvia, empapada en sudor,
arañando las cuerdas de su guitarra, con la mirada enfebrecida, cantando como
poseída, desengañada hasta la médula, odiando la vida (esa a la que ella dio
las gracias), desencadenando el inevitable final.
Andrés Wood es consciente de que la artista y la actriz que le da vida
son lo único importante y no se pierde en arabescos excesivos, remarcando sólo
su autoría en esos breves y en ocasiones innecesarios intermedios y muy
especialmente en el doloroso momento en que vemos en montaje paralelo cómo Violeta
es recibida en el extranjero mientras su hijo Ángel encuentra muerta a su
hermana de diez meses en el paupérrimo hogar chileno. Por lo demás, deja que la
música y la personalidad de su biografiada nos envuelvan y que la portentosa
encarnación que de ella hace Francisca Gavilán nos golpeen una y mil veces el
corazón.
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