domingo, 21 de julio de 2013

"VIOLETA SE FUE A LOS CIELOS": TORBELLINO DE PUREZA ORIGINAL


 
 
 
DIRECCIÓN: Andrés Wood GUIÓN: Andrés Wood, Eliseo Altunaga, Guillermo Calderón, Rodrigo Bazaes (basado en el libro homónimo de Ángel Parra) MÚSICA: Ángel Parra, Chango Spasiuk, José Miguel Miranda, José Miguel Tobar FOTOGRAFÍA: Miguel Ioanis Littin MONTAJE: Andrea Chignoli REPARTO: Francisca Gavilán, Cristián Quevedo, Thomas Durand, Patricio Ossa, Jorge López, Stephania Barbagelata, Gabriela Aguilera, Luis Machín


   Aunque siempre se dice que es necesario fabular, reinventar, dar forma a un suceso real (por no utilizar términos que directamente impliquen algo negativo –dar por cierto lo que no lo fue- o la creación de una ficción) para que pueda ser comprendido, asimilado, creíble como narración cinematográfica, a pesar de ser cierto que en un altísimo porcentaje lo cotidiano, el transcurrir de una vida, resulta de lo más monótono si lo contamos tal cual pasa, se dan múltiples oportunidades en que sabemos o protagonizamos un hecho del que decimos “si esto lo veo en una película, aplaudo la imaginación del guionista”; aunque sólo sea por cuestiones de tiempo, de metraje, es obvio que resulta muy complicado resumir la trayectoria vital de una persona en una sola película y, al margen de manipulaciones interesadas, glorificaciones exageradas o denostaciones sin contraste, hemos de aceptar que una cinta protagonizada por un artista es tan sólo un acercamiento, un tributo personal, un cobro de deudas pendientes, una mixtificación. Y no cabe duda de que el cine sólo se ha fijado en aquellos de los que puede contar miserias, lados oscuros, adicciones, suicidios, tragedias, si no supone un descenso a los infiernos el arte no se fija en sí mismo en sus artífices, en los que tuvieron que superar obstáculos si esos no significan, cuando menos, traumas y lágrimas que pueden revalorizarse al trasladarlos a una pantalla (si bien es cierto que el resultado ha supuesto en muchas ocasiones un buen trabajo –pudiendo incluso alcanzar la excelencia- y ha propiciado algunas de las mejores interpretaciones que aplaudirse y premiarse puedan), pero no es menos cierto que al poner el foco en una persona y su obra consigue que muchos que desconocían su existencia o que no le prestaban atención, aunque sólo sea porque se pone (o vuelve a ponerse) de moda, se detengan, se preocupen, se interesen por quién fue y qué hizo.

   Así es deseable que suceda con Violeta Parra, popular por una sola canción (Gracias a la vida), composición que más de uno tarareará o sabrá íntegra sin ser capaz de decir el nombre de su autora, una mujer entregada a la difusión y perduración del folclore de su tierra, tarea ingrata que muy pocas veces es suficientemente reconocida y que en la mayoría es recibida con displicencia por determinadas voces intelectuales cuando no directamente atacada y considerada una labor conservadora, antigua, que niega lo nuevo, la evolución, sin comprender que es imposible valorar, comprender y apreciar lo contemporáneo si ignoramos de dónde viene, a qué se opone o con respecto a qué supone un cambio, una revolución, una actualización. Andrés Wood no ha construido el clásico biopic en varios aspectos: ha desterrado cualquier tentación hagiográfica, ha sabido situarse en un punto intermedio en que podemos apreciar su tenacidad, su lucha, su liarse la manta a la cabeza con tal de sacar su música del ostracismo, sin ocultar su carácter difícil, su peculiar endiosamiento, su no ver más allá de sí misma, su menosprecio por todo el que considerase superfluo, su analfabetismo emocional, su confusión anímica; no sigue una cronología, algo que se ve muchas veces, pero sabe convertir esa fragmentación en un halo de misterio, de tensión, de interrogantes que se van sembrando en el ánimo del espectador (incluso del que conozca el final de la artista), jugando admirablemente con las elipsis para no despejar todas las incógnitas, sobrecogiendo y provocando escalofríos; que la voz narradora (no literalmente, sino por inspiración para el guión) sea la de su hijo aporta una aureola de leyenda, habla de cosas que le contaron, que imaginó, que pensó, transformando a su progenitora en un personaje mítico que desciende a lo terrenal, a lo mundano, cuando se habla de lo más cotidiano, de lo familiar (algo que, de alguna manera, todos hacemos cuando pensamos en nuestros padres: son figuras de las que nunca vamos a conocer todas sus caras). Y aunque el director se detiene en escenas, algunas casi flashes, que son guiños a los que conocen la realidad del Chile de aquel momento, de sus tradiciones y/o supersticiones, u otras que juegan con la ruptura de fronteras entre lo terrenal y lo espiritual, entre un mundo y otro (algo tan caro al realismo mágico, imbricado en una manera de ser, pensar y actuar, indisoluble de su forma de narrar), consigue que el público no se sienta confundido y vaya tomando los mimbres adecuados para ir conformando su imagen de Violeta.

   Sin duda, el máximo acierto de la cinta es conceder todo el protagonismo a la inmensa Francisca Gavilán, transmutada en la artista, recreando su carácter poliédrico, captando sus cadencias, su peculiar voz, la fuerza de sus ojos, su arrojo, su pasión volcánica, su irrefrenable personalidad, su fe irredenta en lo que hace; la actriz trabaja al mismo tiempo en diferentes niveles de lectura y es capaz de, por cómo se aferra a su guitarra, por cómo va desgranando versos, por cómo taladra con su mirada a los que la rodean indolentes, transformar Volver a los 17, uno de los hitos de Violeta, en una canción preñada de odio, de desasosiego, de angustia, puesto que debe cantarla en una embajada en la que nadie le presta verdadera atención, en la que se la aplaude por compromiso, en la que no se la valora como artista, en la que es tratada como una obra de caridad, en la que se le ofrece un plato de comida en la cocina. Francisca Gavilán ofrece un arco interpretativo tan amplio y poderoso que resulta complicado encontrar los adjetivos precisos: destila carisma con su dulce y apocada sonrisa durante la entrevista televisiva que sirve de hilo conductor, se muestra enamorada más allá de toda lógica de alguien que no le corresponde del mismo modo y a quien ella no sabe querer, puede resultar irracional, terrible, déspota, injusta, desmesurada y logra algunos momentos que sólo pueden ser calificados de excelsos. Al margen del ya comentado, es especialmente estremecedor el modo en que canta en su carpa de La Reina, sólo con dos personas como público (los cuales abandonarán el lugar precipitadamente ante las múltiples goteras que les rodean), sufriendo los embates del viento y de la lluvia, empapada en sudor, arañando las cuerdas de su guitarra, con la mirada enfebrecida, cantando como poseída, desengañada hasta la médula, odiando la vida (esa a la que ella dio las gracias), desencadenando el inevitable final.

   Andrés Wood es consciente de que la artista y la actriz que le da vida son lo único importante y no se pierde en arabescos excesivos, remarcando sólo su autoría en esos breves y en ocasiones innecesarios intermedios y muy especialmente en el doloroso momento en que vemos en montaje paralelo cómo Violeta es recibida en el extranjero mientras su hijo Ángel encuentra muerta a su hermana de diez meses en el paupérrimo hogar chileno. Por lo demás, deja que la música y la personalidad de su biografiada nos envuelvan y que la portentosa encarnación que de ella hace Francisca Gavilán nos golpeen una y mil veces el corazón.

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