TÍTULO ORIGINAL: 360 DIRECCIÓN:
Fernando Meirelles GUIÓN: Peter Morgan (inspirado en la obra La ronda de Arthur Schnitzler –no
acreditado-) MÚSICA: Robert Burger FOTOGRAFÍA: Adriano Goldman MONTAJE: Daniel
Rezende REPARTO: Jude Law, Lucia Siposová, Ben Foster, Anthony Hopkins, Rachel
Weisz, Moritz Bleibtreu, Gabriel Marcinkova
Aunque no aparezca reconocido en los créditos, se sabe que el estupendo
dramaturgo Peter Morgan bebió en las páginas escritas por Arthur Schnitzler
para componer La ronda, título de
culto y veneración para cualquier amante del cine que se precie gracias a la
prodigiosa adaptación llevada a cabo por el soberbio y elegante Max Ophüls; con
el tiovivo como metáfora y eje, personajes dando vueltas sin moverse de su
lugar, el cineasta alemán regalaba una de las varias lecciones de cine salidas
de su talento (para los despistados, cabría recordar Carta de una desconocida (1948), Madame de… (1953) o Lola
Montes (1955), esbozando brevemente su estimulante filmografía), empleando
un tono en apariencia desenfadado y lúdico, aplicando el escalpelo con pulso
firme pero muy controlado para sacar a la luz la amoralidad de una sociedad que
se reviste de afeites, pelucas, medallas, joyas, lujos que intentan camuflar
cómo las pasiones, los instintos, los vicios son moneda corriente en su
cotidianidad, más anhelados todavía por prohibírselos y censurarlos cuando se
hacen públicos los de los demás. Peter Morgan parece quedarse sólo con la idea
central (la que, por cierto, no impedía el desarrollo de cada historia en sí
misma, teniendo muy en cuenta el tono general y su forma de integrarse en el
conjunto –hablamos de la obra de Ophüls-), la del giro de 360 grados que al
final supone regresar al punto de origen (si se quiere, pueden buscarse ecos de
Lampedusa –al que, en todo caso, influiría Schintzler, no al revés-), parece
ofrecer un mosaico de personajes y localizaciones que, en realidad, no se mueve
del mismo sitio, pero por inoperancia, por banalidad, por confiarlo todo a una
estructura vista muchas veces y a algunos actores carismáticos que no tienen
ocasión de demostrar su probada valía, puesto que deben lidiar con meros
esbozos, con conflictos poco o mal desarrollados, con un estatismo que a medias
procede del libreto y a medias de la aparente sencillez que intenta transmitir
Fernando Meirelles, limitándose a saltar de acá para allá, sin conseguir que
sintamos curiosidad, empatía, cercanía con ninguno de los rostros que se asoman
a la pantalla o que alguna de las historias narradas atraiga nuestro interés.
Como decíamos antes, Peter Morgan ha conseguido con apenas dos obras
ganarse el título de dramaturgo a tener en cuenta, sinónimo de éxito y calidad,
sabiendo combinar la crítica con la ironía, escribiendo para cualquier tipo de
público, estableciendo un diálogo cómplice con el que conoce los personajes a
los que retrata o las situaciones que recrea; así lo hizo con Frost/Nixon y ha vuelto a conseguirlo
con The Audience, un brillante
espectáculo al que contribuyen la cuidadosa dirección de Stephen Daldry y la
excelsa interpretación de Helen Mirren, un montaje que ante el triunfo
alcanzado en un teatro privado ha sido transferido al National Theatre. La
obra, que fabula cómo pueden haber sido algunas de las audiencias privadas que
la Reina Isabel mantiene cada seamana con su Primer Ministro, supone una vuelta
de tuerca al guión que le situó en el negocio, esa perfección absoluta, esa
maquinaria perfectamente engrasada, ese mecanismo de relojería que daba la hora
exacta en cada fotograma, al que Stephen Frears supo sacar todo el partido,
dignificando y engrandeciendo el material original, y que contó (de ahí que The Audience sea lo que es) con el
concurso de una Helen Mirren antológica, secundada por unos fabulosos Michael
Sheen y James Cromwell: The Queen (2006);
pero, con esa querencia que parecen tener los británicos a rebajar la
excelencia de los suyos (sí, los respetan mucho, aprecian a las gentes del
mundo del espectáculo, pero sólo en la medida en que ellos consideran
adecuada), Peter Morgan obtuvo ese año el Bafta por el guión adaptado de El último rey de Escocia (2006), muestra
menor de su talento, filme que adquiría su verdadera entidad gracias a un
inconmensurable Forest Whitaker y un siempre acertado (y pocas veces
reconocido) James McAvoy. Y ambas creaciones (aunque en muy diferente medida,
por supuesto: la primera es un prodigio, la segunda no pasa de resultar muy
interesante) son por el momento las excepciones a lo que no podemos catalogar
sino de decepcionante trayectoria a la hora de escribir directamente para la
pantalla (por eso, no cuenta la versión que hizo de su propio texto para El desafío-Frost contra Nixon (2008)),
sean adaptando material ajeno (y eso que el escrito por Philippa Gregory parecía
de lo más idóneo para él –Las hermanas
Bolena (2008) demostró lo contrario) o creando directamente para algún
cineasta (especialmente bochornoso aquel guión tramposo, mal resuelto, ñoño y
sin verdadero sentido que tituló Más allá
de la vida (2010) y que fue a parar a manos de un Clint Eastwood incapaz de
insuflar algo de emoción).
Y aunque Fernando Meirelles nos golpease, zarandease, inquietase,
admirase con ese prodigio llamado Ciudad
de Dios (2002), esa cinta de ritmo trepidante, con imágenes impactantes que
no descuidaban el contenido, editorializando contundentemente, alzando la voz,
denunciando sin cortapisas, consintiendo (de hecho, haciendo hincapié) que el
espectador quisiera a los personajes, sufriera con ellos, se emocionara sin
freno, aunque fue capaz de captar todas las esencias de una de las mejores
novelas de John le Carré, de conformar un corpus narrativo que contuviese todos
los ecos convocados por el autor, de equilibrar tonos para revelarnos lo gran
actriz que era Rachel Weisz, de fotografiar como pocas veces lo han hecho los ojos
de Ralph Fiennes para que ellos narrasen la historia, de convertir El jardinero fiel (2005) en una catarata
de sensaciones, llegó A ciegas (2008),
imposible adaptación del sobrecogedor Ensayo
sobre la ceguera del inmenso José Saramago, para sacar a la luz la peor
cara del cineasta brasileño. 360. Cruce de
destinos, aunque no es tan fea e imposible de ver como su predecesora,
aunque no intenta demostrar en cada plano la genialidad de Meirelles, hace
buena pareja con aquella ya que, siendo todo lo contrario, consigue el mismo
resultado: el aburrimiento del espectador.
Queriendo jugar la baza de la naturalidad y la sencillez que tantos
buenos frutos dio al maestro Robert Altman -¡Cómo no evocar su prodigiosa Vidas cruzadas (1993), donde sin
retorcimientos, alardes ni pies forzados cada secuencia cobraba sentido y
tenía, de una forma u otra, justa correspondencia en las que le acompañaban, no
porque todo tuviese que encajar, sino porque el conjunto conseguido era
homogéneo!-, Meirelles parece limitarse a acompañar a sus personajes, pero como
ya se señaló antes ninguno nos interesa ni siquiera para menospreciarle u
odiarle: hay una extraña atmósfera que provoca hastío en los primeros minutos
de la que ya no puedes desprenderte hasta el final. Es una de esas películas
que olvidas casi según la estás viendo y de la que, unos días después, te
cuesta recordar detalles de la trama o quién era tal o cual personaje, al margen de no importarte en absoluto si los unos tienen relación con los otros o son diferentes caras de la misma moneda; por eso,
aunque en los créditos lo hurten, recordemos que por aquí sobrevuela Arthur
Schnitzler (autor, por cierto, que inspiró Eyes
Wide Shut (1999) a Stanley Kubrick) y, sobre todo, esa obra maestra
titulada La ronda (1950), por si
alguien se anima a descubrirla y los que ya la conozcan a revisarla: Max Ophüls
nunca agota ni decepciona.
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