miércoles, 3 de julio de 2013

"360. CRUCE DE DESTINOS": NOCHE DE RONDA, QUÉ TRISTE PASAS


 
 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: 360 DIRECCIÓN: Fernando Meirelles GUIÓN: Peter Morgan (inspirado en la obra La ronda de Arthur Schnitzler –no acreditado-) MÚSICA: Robert Burger FOTOGRAFÍA: Adriano Goldman MONTAJE: Daniel Rezende REPARTO: Jude Law, Lucia Siposová, Ben Foster, Anthony Hopkins, Rachel Weisz, Moritz Bleibtreu, Gabriel Marcinkova


   Aunque no aparezca reconocido en los créditos, se sabe que el estupendo dramaturgo Peter Morgan bebió en las páginas escritas por Arthur Schnitzler para componer La ronda, título de culto y veneración para cualquier amante del cine que se precie gracias a la prodigiosa adaptación llevada a cabo por el soberbio y elegante Max Ophüls; con el tiovivo como metáfora y eje, personajes dando vueltas sin moverse de su lugar, el cineasta alemán regalaba una de las varias lecciones de cine salidas de su talento (para los despistados, cabría recordar Carta de una desconocida (1948), Madame de… (1953) o Lola Montes (1955), esbozando brevemente su estimulante filmografía), empleando un tono en apariencia desenfadado y lúdico, aplicando el escalpelo con pulso firme pero muy controlado para sacar a la luz la amoralidad de una sociedad que se reviste de afeites, pelucas, medallas, joyas, lujos que intentan camuflar cómo las pasiones, los instintos, los vicios son moneda corriente en su cotidianidad, más anhelados todavía por prohibírselos y censurarlos cuando se hacen públicos los de los demás. Peter Morgan parece quedarse sólo con la idea central (la que, por cierto, no impedía el desarrollo de cada historia en sí misma, teniendo muy en cuenta el tono general y su forma de integrarse en el conjunto –hablamos de la obra de Ophüls-), la del giro de 360 grados que al final supone regresar al punto de origen (si se quiere, pueden buscarse ecos de Lampedusa –al que, en todo caso, influiría Schintzler, no al revés-), parece ofrecer un mosaico de personajes y localizaciones que, en realidad, no se mueve del mismo sitio, pero por inoperancia, por banalidad, por confiarlo todo a una estructura vista muchas veces y a algunos actores carismáticos que no tienen ocasión de demostrar su probada valía, puesto que deben lidiar con meros esbozos, con conflictos poco o mal desarrollados, con un estatismo que a medias procede del libreto y a medias de la aparente sencillez que intenta transmitir Fernando Meirelles, limitándose a saltar de acá para allá, sin conseguir que sintamos curiosidad, empatía, cercanía con ninguno de los rostros que se asoman a la pantalla o que alguna de las historias narradas atraiga nuestro interés.

   Como decíamos antes, Peter Morgan ha conseguido con apenas dos obras ganarse el título de dramaturgo a tener en cuenta, sinónimo de éxito y calidad, sabiendo combinar la crítica con la ironía, escribiendo para cualquier tipo de público, estableciendo un diálogo cómplice con el que conoce los personajes a los que retrata o las situaciones que recrea; así lo hizo con Frost/Nixon y ha vuelto a conseguirlo con The Audience, un brillante espectáculo al que contribuyen la cuidadosa dirección de Stephen Daldry y la excelsa interpretación de Helen Mirren, un montaje que ante el triunfo alcanzado en un teatro privado ha sido transferido al National Theatre. La obra, que fabula cómo pueden haber sido algunas de las audiencias privadas que la Reina Isabel mantiene cada seamana con su Primer Ministro, supone una vuelta de tuerca al guión que le situó en el negocio, esa perfección absoluta, esa maquinaria perfectamente engrasada, ese mecanismo de relojería que daba la hora exacta en cada fotograma, al que Stephen Frears supo sacar todo el partido, dignificando y engrandeciendo el material original, y que contó (de ahí que The Audience sea lo que es) con el concurso de una Helen Mirren antológica, secundada por unos fabulosos Michael Sheen y James Cromwell: The Queen (2006); pero, con esa querencia que parecen tener los británicos a rebajar la excelencia de los suyos (sí, los respetan mucho, aprecian a las gentes del mundo del espectáculo, pero sólo en la medida en que ellos consideran adecuada), Peter Morgan obtuvo ese año el Bafta por el guión adaptado de El último rey de Escocia (2006), muestra menor de su talento, filme que adquiría su verdadera entidad gracias a un inconmensurable Forest Whitaker y un siempre acertado (y pocas veces reconocido) James McAvoy. Y ambas creaciones (aunque en muy diferente medida, por supuesto: la primera es un prodigio, la segunda no pasa de resultar muy interesante) son por el momento las excepciones a lo que no podemos catalogar sino de decepcionante trayectoria a la hora de escribir directamente para la pantalla (por eso, no cuenta la versión que hizo de su propio texto para El desafío-Frost contra Nixon (2008)), sean adaptando material ajeno (y eso que el escrito por Philippa Gregory parecía de lo más idóneo para él –Las hermanas Bolena (2008) demostró lo contrario) o creando directamente para algún cineasta (especialmente bochornoso aquel guión tramposo, mal resuelto, ñoño y sin verdadero sentido que tituló Más allá de la vida (2010) y que fue a parar a manos de un Clint Eastwood incapaz de insuflar algo de emoción).

   Y aunque Fernando Meirelles nos golpease, zarandease, inquietase, admirase con ese prodigio llamado Ciudad de Dios (2002), esa cinta de ritmo trepidante, con imágenes impactantes que no descuidaban el contenido, editorializando contundentemente, alzando la voz, denunciando sin cortapisas, consintiendo (de hecho, haciendo hincapié) que el espectador quisiera a los personajes, sufriera con ellos, se emocionara sin freno, aunque fue capaz de captar todas las esencias de una de las mejores novelas de John le Carré, de conformar un corpus narrativo que contuviese todos los ecos convocados por el autor, de equilibrar tonos para revelarnos lo gran actriz que era Rachel Weisz, de fotografiar como pocas veces lo han hecho los ojos de Ralph Fiennes para que ellos narrasen la historia, de convertir El jardinero fiel (2005) en una catarata de sensaciones, llegó A ciegas (2008), imposible adaptación del sobrecogedor Ensayo sobre la ceguera del inmenso José Saramago, para sacar a la luz la peor cara del cineasta brasileño. 360. Cruce de destinos, aunque no es tan fea e imposible de ver como su predecesora, aunque no intenta demostrar en cada plano la genialidad de Meirelles, hace buena pareja con aquella ya que, siendo todo lo contrario, consigue el mismo resultado: el aburrimiento del espectador.

   Queriendo jugar la baza de la naturalidad y la sencillez que tantos buenos frutos dio al maestro Robert Altman -¡Cómo no evocar su prodigiosa Vidas cruzadas (1993), donde sin retorcimientos, alardes ni pies forzados cada secuencia cobraba sentido y tenía, de una forma u otra, justa correspondencia en las que le acompañaban, no porque todo tuviese que encajar, sino porque el conjunto conseguido era homogéneo!-, Meirelles parece limitarse a acompañar a sus personajes, pero como ya se señaló antes ninguno nos interesa ni siquiera para menospreciarle u odiarle: hay una extraña atmósfera que provoca hastío en los primeros minutos de la que ya no puedes desprenderte hasta el final. Es una de esas películas que olvidas casi según la estás viendo y de la que, unos días después, te cuesta recordar detalles de la trama o quién era tal o cual personaje, al margen de no importarte en absoluto si los unos tienen relación con los otros o son diferentes caras de la misma moneda; por eso, aunque en los créditos lo hurten, recordemos que por aquí sobrevuela Arthur Schnitzler (autor, por cierto, que inspiró Eyes Wide Shut (1999) a Stanley Kubrick) y, sobre todo, esa obra maestra titulada La ronda (1950), por si alguien se anima a descubrirla y los que ya la conozcan a revisarla: Max Ophüls nunca agota ni decepciona.     

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