viernes, 25 de abril de 2014

"PHILOMENA": HEROÍNA, A SU PESAR


 


TÍTULO ORIGINAL: Philomena DIRECCIÓN: Stephen Frears GUIÓN: Steve Coogan, Jeff Pope (basado en el libro The Lost Child of Philomena Lee de Martin Sixsmith) MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Robbie Ryan MONTAJE: Valerio Bonelli REPARTO: Judi Dench, Steve Coogan, Sophie Kennedy Clark, Mare Winningham, Barbara Jefford, Ruth McCabe, Anna Maxwell Martin

  Sí, tengo este blog algo abandonado, lo reconozco: se acumulan los estrenos, el arpa pide ser acariciada y me resisto menos a sus encantos, andamos enredados en la preparación de un nuevo libro, hay tanto por leer, ver en teatro (lo del cine queda implícito/explícito, ¿no?), vivir y compartir, que uno va arrinconando algunas actividades no por poco placenteras, pero sí por considerarlas parte de la profesión, del oficio que, contra viento y marea, sea como sea, voy a seguir ejerciendo y como ahora no tengo que responder ante jefecillos hueros y/o palafreneros varios me transformo en cronista cuando quiero (aunque algunos estados de Facebook, por extensión y tiempo de elaboración, deberían ser parte de alguno de los blogs); pero no quería dejar de detenerme algo más de lo hecho a la hora de repasar las candidaturas de los últimos Oscar en una de las películas que más me ha emocionado, sacudido, tocado, impactado en la presente temporada, que me ha provocado (avivado sería más correcto) más indignación y, al mismo tiempo, más sonrisas me ha proporcionado, me ha masajeado el corazón, me ha transmitido paz, la paladeo gustoso desde su visionado y rememoro con alegría y satisfacción, y como el caso es que ya no está en cartelera (hay que dejar espacio para las máquinas registradoras, esos títulos que no se conforman con ser los primeros, los que más recaudan: han de hacerlo multiplicando su presencia en salas –a veces ganan espectadores porque resulta una tarea titánica encontrar otra cosa-, apabullando al disconforme, anulando las voces críticas o, sencillamente, los gustos divergentes), en lugar de hacer un texto como los habituales (más profesional, más analítico, primando cierto tono entre periodístico y literario –eso me gusta pensar al menos-), puesto que ya no es una recomendación del momento, sino una reflexión, un sentir, un reflejo de cómo se ha incorporado a mi particular Olimpo de obras de arte, se me permitirá que elabore un escrito mucho más personal, más anímico, tal vez más propio de ese arpa al que tanto aprecio he tomado, pero puesto que hay necesidad de inyectarse el celuloide (aunque ya no se utilice) en vena, lo mantendremos en su emplazamiento natural.

   Philomena puede ser puesta en común con otro de los filmes con los que compitió al premio gordo de la noche de los Oscar, precisamente por sacar matrícula de honor en lo que el otro naufraga estrepitosamente; nos referimos a Dallas Buyers Club, ese canto al aspaviento, esas interpretaciones basadas en el disfraz, en la caracterización, en primar la transformación física por encima de lo humano, algo especialmente notorio en Matthew McConaughey, aupado a lo más alto con el premio a mejor actor del año, puesto que Jared Leto (aunque tampoco pueda compartirse su galardón como mejor secundario) se aplica para insuflar algo de alma a un personaje espantosamente escrito en el que más se notan y agudizan las carencias del guion, agujero negro por el que se despeñan las buenas intenciones y posibilidades de una película que no pasa de interesante por falta de garra, de implicación, de denuncia. Ante los hechos que se están narrando, y que pueden ser comprobados consultando la hemeroteca, un tono excesivamente frío, como distante, mostrando pero sin, por así decirlo, mancharse las manos, involucrarse, hace que el filme pase ante nuestros ojos, nos remueva lo justo, pero quede en la memoria más por el exhibicionismo e histrionismo de los protagonistas (algo atenuado, pero tan patente como de habitual, especialmente en el protagonista) que por lo que saca a la luz, por el quid de la cuestión; y si alguien dijera que no es necesario ser Costa-Gavras o Lumet o Loach, no podría dejar de estar de acuerdo porque no es cuestión de garra o falta de ella (aunque Jean-Marc Vallée está a años luz de los dos primeros e incluso del tercero cuando éste acierta) sino de no encontrar el tono, de quedarse muy por debajo, de no querer ser descarnado sin saber ser sutil, de no parecer ni una cosa ni la otra y, al final, es el espectador el que pone su propio horror ante lo escandaloso (por no emplear un adjetivo más sonoro, aunque sea lo que me pide el cuerpo) de la amoralidad (también por dejarlo en algo suave: no se trata de perturbar su lectura con un rosario de exabruptos) con que llevan tanto tiempo comportándose las empresas farmacéuticas y del modo en que consienten, secundan, sacan beneficios, muchos que se pasan el juramento hipocrático por donde ustedes saben para quedarse solo con el principio, con lo que tan sólo comparte sonido con el que es considerado “el padre de la medicina”. Y es en ese momento cuando uno evoca el maravilloso guión que da aliento a Philomena y cuando agradece de nuevo una escritura milimetrada, que casi no se percibe, que parece simple, que sabe llegar hasta la médula de las emociones, que hace avanzar la historia mediante pequeños detalles, que deja fuera todo lo accesorio, que no se entretiene, que sabe narrar con una imagen, que se pone incondicionalmente del lado de su protagonista pero para ello no necesita alzar la voz, discursear, catequizar, recurrir al proselitismo, precisamente todo lo que hacen las voces que se alzan en su contra, aquellas que, al igual que las religiosas involucradas en este vergonzoso suceso (repetido en tantos países, no hay más que leer la prensa española o ver la televisión, a pesar de que tantos transformen en un hecho bochornoso por su tratamiento –unos por el amarillismo, otros por su cerrazón y defensa de lo indefendible- la dura realidad de los bebés robados).

   Y si pudiera pensarse (o acusar señalando con el dedo, como gustan de hacer los maleducados que, precisamente, son los que más respeto exigen, los que invocan comprensión y tolerancia para sus modos y formas, que no lo son en absoluto) que caigo en lo que censuro, que respaldo a una película con un discurso tan claro y contundente, no me avergüenzo de ello ni tengo que justificarme, pero en todo caso invito a más de uno a que vea la película y luego opine, reflexione, no dé todo por sabido, no se ponga dogmático o recuerde aquellas enseñanzas en las que afirma creer, esas que predican la misericordia, la caridad, el amor a los demás, esas que expulsan del templo a los que mercadean en un lugar para la oración y el recogimiento, esas que condenan al que no se acerca a los niños con el único propósito de protegerlos, esas que hablan del desprendimiento, de la entrega, de hacer el bien en todo momento y lugar, de poner la otra mejilla, esas que olvidan (o que no conocen porque son incapaces de sentirlas) sentados en su butaca, contemplando la pantalla con gesto altivo, con sonrisilla llena de sorna, meneando la cabeza porque “esta señora se lo ha buscado”, endureciendo su habitual coraza, inconmovibles ante la tragedia, tocados en su línea de flotación, totalmente hundidos en realidad, por el modo en que se cuenta la historia, teniendo poco a lo que agarrarse para mantener su discurso habitual, puesto que el filme no es maniqueo, se limita a exponer los hechos, los que fueron saliendo a la luz cuando la verdadera Philomena quiso cumplir con el deseo de conocer a aquel hijo que le arrebataron; sí, iba a darlo en adopción, sí, había renunciado a él, pero le permitieron establecer lazos (por cierto, qué prodigio el niño seleccionado: qué sonrisa tan franca, qué mirada plena de alegría cuando ve a su madre, qué orgulloso demuestra su cariño por otra niña –unión que condiciona y precipita su destino-, qué adorable y querible resulta), se lo quitaron sin advertirle, no le permitieron despedirse… y un periodista (que al principio no se siente interesado por la historia, que menosprecia el dolor de esa mujer, que no le concede ningún valor) descubrirá (descubrió, recuerden que es un hecho real) que las monjas que, uno pensaba, daban cobijo, manutención, buscaban hogares confortables para las criaturas, las alejaban de la mácula del pecado de sus verdaderas madres, hacían caja con cada intercambio, con cada adopción, sólo les interesaba que el cheque tuviera fondos.

   El rostro de la inmensa Judi Dench parece casi inalterable, pero con su magisterio habitual, con la excelencia conseguida a lo largo de los años, muestra los surcos profundos que han ido horadando estas corrientes subterráneas que son los afectos cercenados, las preguntas sin respuestas, la culpa que aposentaron en sus hombros y ella ha mantenido lacerante en su corazón, siendo incapaz de enfrentarse, rebelarse, atacar de frente a las responsables de que no haya podido abrazar al menos una vez a su hijo, acusándose y condenándose eternamente como si no hubiese sufrido ya bastante, pagando por su error unos intereses demasiado elevados. Junto a ella, Steve Coogan deja a un lado su faceta de cómico expansivo y gesticulante para componer una de las interpretaciones más portentosas del año (por comedida, por controlada, por estar puesta al servicio del lucimiento de una grande, por saber seguirle el paso), precisamente por todo ello ninguneada a la hora de los premios, menciones y distinciones. Stephen Frears, una vez más, vuelve a ser ese cineasta elegante, preciso, que mide con metrónomo cada escena, cada movimiento, que desaparece para dejar su huella, su impronta, su talento, sin que a primera vista parezca perceptible, que va destilando en el ánimo del espectador su buen gusto, su sabiduría, su habilidad para narrar como si no pasara nada y, respetando el carácter de su protagonista (lo ha destacado en más de una ocasión la propia Judi Dench: tiene un sentido del humor a prueba de bomba, forjado precisamente por tantas carencias, por tantos embates, por todo lo sufrido), ayudado por un guión que sabe combinar tonos, jugar limpio, provocar emociones auténticas, conmover desde la naturalidad, conseguir más de una sonrisa, incluso alguna carcajada, porque Philomena vive su periplo como una aventura, como una historia de iniciación, de descubrimiento, portando sin saberlo la antorcha de la dignidad, engrandeciendo a la humanidad sin pretenderlo, dando voz a tanto dolor oculto, a tantos clamores sepultados por el silencio, por los oídos sordos, logrando que no dejemos de sonreír mientras algunas lágrimas hacen su aparición.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario