TÍTULO
ORIGINAL: Philomena DIRECCIÓN: Stephen Frears GUIÓN: Steve Coogan, Jeff Pope
(basado en el libro The Lost Child of
Philomena Lee de Martin Sixsmith) MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA:
Robbie Ryan MONTAJE: Valerio Bonelli REPARTO: Judi Dench, Steve Coogan, Sophie
Kennedy Clark, Mare Winningham, Barbara Jefford, Ruth McCabe, Anna Maxwell
Martin
Sí, tengo este blog algo abandonado, lo
reconozco: se acumulan los estrenos, el arpa pide ser acariciada y me resisto
menos a sus encantos, andamos enredados en la preparación de un nuevo libro,
hay tanto por leer, ver en teatro (lo del cine queda implícito/explícito, ¿no?),
vivir y compartir, que uno va arrinconando algunas actividades no por poco
placenteras, pero sí por considerarlas parte de la profesión, del oficio que,
contra viento y marea, sea como sea, voy a seguir ejerciendo y como ahora no
tengo que responder ante jefecillos hueros y/o palafreneros varios me
transformo en cronista cuando quiero (aunque algunos estados de Facebook, por
extensión y tiempo de elaboración, deberían ser parte de alguno de los blogs);
pero no quería dejar de detenerme algo más de lo hecho a la hora de repasar las
candidaturas de los últimos Oscar en una de las películas que más me ha
emocionado, sacudido, tocado, impactado en la presente temporada, que me ha
provocado (avivado sería más correcto) más indignación y, al mismo tiempo, más
sonrisas me ha proporcionado, me ha masajeado el corazón, me ha transmitido
paz, la paladeo gustoso desde su visionado y rememoro con alegría y
satisfacción, y como el caso es que ya no está en cartelera (hay que dejar
espacio para las máquinas registradoras, esos títulos que no se conforman con
ser los primeros, los que más recaudan: han de hacerlo multiplicando su
presencia en salas –a veces ganan espectadores porque resulta una tarea
titánica encontrar otra cosa-, apabullando al disconforme, anulando las voces
críticas o, sencillamente, los gustos divergentes), en lugar de hacer un texto
como los habituales (más profesional, más analítico, primando cierto tono entre
periodístico y literario –eso me gusta pensar al menos-), puesto que ya no es
una recomendación del momento, sino una reflexión, un sentir, un reflejo de
cómo se ha incorporado a mi particular Olimpo de obras de arte, se me permitirá
que elabore un escrito mucho más personal, más anímico, tal vez más propio de
ese arpa al que tanto aprecio he tomado, pero puesto que hay necesidad de
inyectarse el celuloide (aunque ya no se utilice) en vena, lo mantendremos en
su emplazamiento natural.
Philomena
puede ser puesta en común con otro de los filmes con los que compitió al
premio gordo de la noche de los Oscar, precisamente por sacar matrícula de
honor en lo que el otro naufraga estrepitosamente; nos referimos a Dallas Buyers Club, ese canto al
aspaviento, esas interpretaciones basadas en el disfraz, en la caracterización,
en primar la transformación física por encima de lo humano, algo especialmente
notorio en Matthew McConaughey, aupado a lo más alto con el premio a mejor
actor del año, puesto que Jared Leto (aunque tampoco pueda compartirse su
galardón como mejor secundario) se aplica para insuflar algo de alma a un
personaje espantosamente escrito en el que más se notan y agudizan las
carencias del guion, agujero negro por el que se despeñan las buenas intenciones
y posibilidades de una película que no pasa de interesante por falta de garra,
de implicación, de denuncia. Ante los hechos que se están narrando, y que
pueden ser comprobados consultando la hemeroteca, un tono excesivamente frío,
como distante, mostrando pero sin, por así decirlo, mancharse las manos,
involucrarse, hace que el filme pase ante nuestros ojos, nos remueva lo justo,
pero quede en la memoria más por el exhibicionismo e histrionismo de los
protagonistas (algo atenuado, pero tan patente como de habitual, especialmente
en el protagonista) que por lo que saca a la luz, por el quid de la cuestión; y
si alguien dijera que no es necesario ser Costa-Gavras o Lumet o Loach, no
podría dejar de estar de acuerdo porque no es cuestión de garra o falta de ella
(aunque Jean-Marc Vallée está a años luz de los dos primeros e incluso del
tercero cuando éste acierta) sino de no encontrar el tono, de quedarse muy por
debajo, de no querer ser descarnado sin saber ser sutil, de no parecer ni una
cosa ni la otra y, al final, es el espectador el que pone su propio horror ante
lo escandaloso (por no emplear un adjetivo más sonoro, aunque sea lo que me
pide el cuerpo) de la amoralidad (también por dejarlo en algo suave: no se
trata de perturbar su lectura con un rosario de exabruptos) con que llevan
tanto tiempo comportándose las empresas farmacéuticas y del modo en que
consienten, secundan, sacan beneficios, muchos que se pasan el juramento
hipocrático por donde ustedes saben para quedarse solo con el principio, con lo
que tan sólo comparte sonido con el que es considerado “el padre de la
medicina”. Y es en ese momento cuando uno evoca el maravilloso guión que da
aliento a Philomena y cuando agradece
de nuevo una escritura milimetrada, que casi no se percibe, que parece simple,
que sabe llegar hasta la médula de las emociones, que hace avanzar la historia
mediante pequeños detalles, que deja fuera todo lo accesorio, que no se
entretiene, que sabe narrar con una imagen, que se pone incondicionalmente del
lado de su protagonista pero para ello no necesita alzar la voz, discursear,
catequizar, recurrir al proselitismo, precisamente todo lo que hacen las voces
que se alzan en su contra, aquellas que, al igual que las religiosas
involucradas en este vergonzoso suceso (repetido en tantos países, no hay más que
leer la prensa española o ver la televisión, a pesar de que tantos transformen
en un hecho bochornoso por su tratamiento –unos por el amarillismo, otros por
su cerrazón y defensa de lo indefendible- la dura realidad de los bebés robados).
Y si pudiera pensarse (o acusar señalando
con el dedo, como gustan de hacer los maleducados que, precisamente, son los
que más respeto exigen, los que invocan comprensión y tolerancia para sus modos
y formas, que no lo son en absoluto) que caigo en lo que censuro, que respaldo
a una película con un discurso tan claro y contundente, no me avergüenzo de
ello ni tengo que justificarme, pero en todo caso invito a más de uno a que vea
la película y luego opine, reflexione, no dé todo por sabido, no se ponga
dogmático o recuerde aquellas enseñanzas en las que afirma creer, esas que
predican la misericordia, la caridad, el amor a los demás, esas que expulsan
del templo a los que mercadean en un lugar para la oración y el recogimiento,
esas que condenan al que no se acerca a los niños con el único propósito de
protegerlos, esas que hablan del desprendimiento, de la entrega, de hacer el
bien en todo momento y lugar, de poner la otra mejilla, esas que olvidan (o que
no conocen porque son incapaces de sentirlas) sentados en su butaca,
contemplando la pantalla con gesto altivo, con sonrisilla llena de sorna,
meneando la cabeza porque “esta señora se lo ha buscado”, endureciendo su
habitual coraza, inconmovibles ante la tragedia, tocados en su línea de
flotación, totalmente hundidos en realidad, por el modo en que se cuenta la
historia, teniendo poco a lo que agarrarse para mantener su discurso habitual,
puesto que el filme no es maniqueo, se limita a exponer los hechos, los que
fueron saliendo a la luz cuando la verdadera Philomena quiso cumplir con el
deseo de conocer a aquel hijo que le arrebataron; sí, iba a darlo en adopción,
sí, había renunciado a él, pero le permitieron establecer lazos (por cierto,
qué prodigio el niño seleccionado: qué sonrisa tan franca, qué mirada plena de
alegría cuando ve a su madre, qué orgulloso demuestra su cariño por otra niña –unión
que condiciona y precipita su destino-, qué adorable y querible resulta), se lo
quitaron sin advertirle, no le permitieron despedirse… y un periodista (que al
principio no se siente interesado por la historia, que menosprecia el dolor de
esa mujer, que no le concede ningún valor) descubrirá (descubrió, recuerden que
es un hecho real) que las monjas que, uno pensaba, daban cobijo, manutención,
buscaban hogares confortables para las criaturas, las alejaban de la mácula del
pecado de sus verdaderas madres, hacían caja con cada intercambio, con cada
adopción, sólo les interesaba que el cheque tuviera fondos.
El rostro de la inmensa Judi Dench parece
casi inalterable, pero con su magisterio habitual, con la excelencia conseguida
a lo largo de los años, muestra los surcos profundos que han ido horadando estas
corrientes subterráneas que son los afectos cercenados, las preguntas sin
respuestas, la culpa que aposentaron en sus hombros y ella ha mantenido
lacerante en su corazón, siendo incapaz de enfrentarse, rebelarse, atacar de
frente a las responsables de que no haya podido abrazar al menos una vez a su
hijo, acusándose y condenándose eternamente como si no hubiese sufrido ya
bastante, pagando por su error unos intereses demasiado elevados. Junto a ella,
Steve Coogan deja a un lado su faceta de cómico expansivo y gesticulante para
componer una de las interpretaciones más portentosas del año (por comedida, por
controlada, por estar puesta al servicio del lucimiento de una grande, por
saber seguirle el paso), precisamente por todo ello ninguneada a la hora de los
premios, menciones y distinciones. Stephen Frears, una vez más, vuelve a ser
ese cineasta elegante, preciso, que mide con metrónomo cada escena, cada
movimiento, que desaparece para dejar su huella, su impronta, su talento, sin
que a primera vista parezca perceptible, que va destilando en el ánimo del
espectador su buen gusto, su sabiduría, su habilidad para narrar como si no
pasara nada y, respetando el carácter de su protagonista (lo ha destacado en
más de una ocasión la propia Judi Dench: tiene un sentido del humor a prueba de bomba, forjado precisamente por tantas carencias, por tantos embates, por todo lo sufrido), ayudado por un guión que sabe
combinar tonos, jugar limpio, provocar emociones auténticas, conmover desde la
naturalidad, conseguir más de una sonrisa, incluso alguna carcajada, porque
Philomena vive su periplo como una aventura, como una historia de iniciación,
de descubrimiento, portando sin saberlo la antorcha de la dignidad,
engrandeciendo a la humanidad sin pretenderlo, dando voz a tanto dolor oculto,
a tantos clamores sepultados por el silencio, por los oídos sordos, logrando
que no dejemos de sonreír mientras algunas lágrimas hacen su aparición.
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