domingo, 27 de abril de 2014

"ENEMY": JOSÉ SARAMAGO NO ES DAVID LYNCH (NI FALTA QUE LE HACE)






TÍTULO ORIGINAL: Enemy DIRECCIÓN: Denis Villeneuve GUIÓN: Javier Gullón (basado en la novella El hombre duplicado de José Saramago) MÚSICA: Danny Bensi, Saunder Jurriaans FOTOGRAFÍA: Nicolas Bolduc MONTAJE: Matthew Hannam REPARTO: Jake Gyllenhaal, Mélanie Laurent, Sarah Gadon, Isabella Rossellini, Joshua Peace, Tim Post

   Nuestros gustos nos definen, pero aún nos define más aquello de lo que alardeamos, de lo que nos jactamos, eso de lo que nos reconocemos admiradores, y a las primeras de cambio queda patente que sólo mantenemos esa predilección de boquilla, de puertas para afuera, sin sentirla, como pasaporte a una elite a la que anhelamos pertenecer, como símbolo de distinción, con el prejuicio y el complejo como banderas para no confesar lo que en realidad elegimos, lo que nos pirramos por ver, lo que constituye la base de nuestro ocio, nuestro placer, nuestra satisfacción, como si hubiera espectáculos “buenos” y espectáculos “malos” (adjetivos que no expresan nada, más allá de la incapacidad del que los utiliza para explicar su opinión, su posicionamiento, sus porqués); como muy bien han afirmado algunos colegas, nuestra videoteca (lo que sirve también si hablamos de libros, música, pintura, cualquier arte) habla por nosotros y es muy revelador que alguien que se presenta como fan incondicional de Lars von Trier (“y ya, a partir de ahí, hablamos”) justifique con un “oye, que al final nunca me la compro” el no poseer algunos de sus títulos más rompedores, pero corra casi con desesperación (“por si se agota”) a alguna tienda el día en que se lanza alguno de los éxitos de taquilla llegados desde EEUU (a los que intenta camuflar, en algunos casos, como películas pequeñas, caprichos del director y eufemismos similares, víctima ella misma de la necesaria intelectualización con la que ha de tamizar todo para considerarlo digno de crédito, del anhelo por estar siempre a la última, vendiendo como criterio propio lo que es plegarse a la corriente rompedora o, sencillamente, oponerse a ella si la ocasión le resulta propicia). Al fin y al cabo, con esta actitud sólo se engaña la persona que la mantiene, perdiéndose el disfrute por el mero hecho de serlo (le provocan alergia palabras como “entretenida”, “comercial”, “divertida”, a no ser que las utilice matizándolas para productos que le parecen dignos de su consideración), en alguna ocasión ya hemos señalado cómo cierta crítica la utiliza para engrandecerse a sí misma, para aureolarse de un falso prestigio que pasa por mantenerse en un oscurantismo sólo descifrable para los que pertenecen a esa exquisita minoría, a esos iniciados que se piensan por encima del resto de los mortales (provocando que muchas personas no lean o vean lo que ellos vocean –en ocasiones, su conocimiento es de lo más somero, cuando no inexistente- porque extienden la leyenda de que eso es sólo para ciertos paladares educados y preparados para la degustación –y, así, evitan que alguien pueda decirles que son ellos los que no tienen ni idea de lo que hablan-), pero hoy podríamos ponerlo en común con uno de esos considerados artistas, uno de esos nombres que hace sentir bien a los que lo elevan a los altares, quien además utiliza el artero truco de ponerse bajo los auspicios de alguien de la mejor consideración intelectual (puede gustar más o menos –aunque es otro de esos nombres a los que muchos no frecuentan o jamás han leído, sencillamente porque el Vaticano protestó cuando obtuvo el Nobel de Literatura, pero a la que pueden le sueltan una andanada y se quedan tan panchos-), nimbándose del reconocimiento otorgado a aquel para darse brillo, intentando enmendar la plana, poniéndolo a su servicio.
   El pasado mes de octubre, con motivo del estreno en España de Prisioneros (2013), nos deteníamos en la figura de Denis Villeneuve, glorificado como autor por Incendies (2010), cinta que se benefició de la aureola y la pátina alcanzada por la obra de teatro en la que se inspiraba (una de esas que, por el mero hecho de hablar de trozos invisibles de este mundo, provocan el aplauso y la aquiescencia de muchas). En esta ocasión, vuelve sus ojos hacia José Saramago, autor con legión de admiradores en todo el mundo, un escritor muy personal, con un código propio, con una forma de escribir envolvente, absorbente, torrencial, en la que es fácil dejarse llevar pero con la que hay que familiarizarse: sus párrafos son muy largos, los diálogos y pensamientos (sobre todo estos últimos) de los personajes van insertados en ese corpus, sólo una mayúscula advierte de lo que son, la coma es el signo de puntuación preferido, utilizado en todas sus variantes, cambiando sus funciones básicas y originales, rompiendo, ajustando, ensanchando las costuras de las convenciones, filosofando, desarrollando toda una teoría literaria, reflexionando, apareciendo a veces como personaje para cuestionar el papel del narrador, en definitiva, toda una maravillosa experiencia acompasada con un lenguaje prolijo, cuidado, rico y enriquecido, lleno de meandros, de subordinadas, trenzando un discurso casi inacabable, que consigue resultar claro, falto de aspavientos, salpicado con toques de sorna, con admoniciones, con cualquier recurso que contribuya a que el relato sea legible, lanzando estímulos muy variados, involucrando al lector, dialogando con él, en definitiva, un universo difícilmente trasladable a imágenes (sigue provocando escalofríos –dejémoslo en eso- el modo en que Fernando Meirelles malinterpretó una de las mejores narraciones del portugués, una de las más sencillas de transformar en película al ser, al estilo Saramago, una novela apocalíptica, al utilizar unos esquemas reconocibles –sin pudor ni complejos: lo banal, lo manido de un tema se hace notorio en su tratamiento y nada lo es en manos de este prodigioso escritor-, y la transformó en una de las cintas más feas –así, sin ambages y clamándolo-, más espantosas de mirar, se conociese o no el material que la inspiraba: A ciegas (2008), que así titularon la versión fílmica de  Ensayo sobre la ceguera).
   El guionista Javier Gullón ha querido entregar a Villeneuve un material que le permita imprimir su marchamo de autor, el mismo que reclama al ambientar la historia en un extraño escenario semifuturista, desangelado, como descolorido, diríase que la lente de la cámara está sucia, alejando al espectador por parecer increíble, irreal, cuando en la novela original uno de los elementos que más pavor provoca es, precisamente, como es casi norma en Saramago, el modo en que una existencia de lo más convencional, apática, rutinaria, casi de anacoreta, se ve perturbada por un suceso insólito, por un interrogante que es trasladable a nuestra cotidianidad (ese suele ser su punto de partida y enganche: ¿Cómo reaccionaría usted si…?) –será complicado llegar, no digamos superar, las cotas alcanzadas por la fantástica Her (2013) a la hora de una dirección artística sencilla que consiga la atemporalidad precisa para parecer en todo momento el futuro que ya está aquí-). Y el caso es que, a su modo particular, ese que le ha hecho grande, ese que le hizo merecedor del Nobel por dar nuevo brío a la escritura, por encontrar una voz propia que ha sabido convertir en la de tantos (sin pretender alcanzarle ni de lejos –uno es consciente de sus límites y no le pesan cuando goza tanto como lector-, a del que suscribe sufrió un auténtico terremoto cuando la lectura de Todos los nombres se mezcló con la de Plenilunio de Antonio Muñoz Molina –otro inalcanzable, otro genio de las palabras, del párrafo largo, de la prosa medida con diapasón, otro enamorado del placer de narrar sin urgencias-), Saramago sabe imprimir a sus novelas un ritmo interno que provoca nervios, tensión, dudas, que hace impredecible el rumbo del relato, las reacciones de los personajes, los sucesos venideros, hay mucha acción aunque la más relevante, la que hace avanzar la historia, sucede en el interior, en los ánimos, en las personalidades, en las cavidades de cada uno, lo que podría tener un reflejo en pantalla si un guionista se limitase a aprehender lo fundamental, lo rescatable como imágenes, supiera transformar en lenguaje fílmico lo que es literatura en estado puro (sí, tarea titánica pero que en ocasiones ha sabido llevarse a cabo, si bien es cierto que con humildad y respeto). En su obsesión por conectar con ese tipo de público que gusta de las metáforas incomprensibles, de los delirios inexplicables, de las imágenes alucinógenas sólo por parecerlo, Gullón y Villeneuve intentan tomar el pulso a David Lynch, capaz como se sabe de lo peor, de quedarse en un código tan restringido que ni él es capaz de comprenderlo –Inland Empire (2006), el modo estrepitoso de concluir lo que hasta cierto momento era un filme apasionante: Mullholland Drive (2001)-, o magistral creador de atmósferas que desasosiegan, oprimen, se explican en sí mismas sin necesidad de trivialidades u obviedades –esa obra cumbre llamada Terciopelo azul (1986), el planteamiento de Twin Peaks (1990-1991), si bien es cierto que ésta naufragaba en el mismo instante en que él abandonaba las labores de guionista-, poseedor de una lírica emocionante que abandona cualquier ampulosidad o barroquismo para ofrecer algunas de las joyas más incontestables del cine contemporáneo –El hombre elefante (1980), Una historia verdadera (1999)- y llenan la pantalla de insectos gigantes, secuencias que se pretenden perturbadoras, insertos insólitos que buscan la sorpresa fácil, el sobresalto tópico, aunque ni siquiera en lo más básico funciona la película más que como monumental aburrimiento, crimen de lesa majestad, incomprensión de lo que Saramago cuenta en El hombre duplicado (y ahora, después de semejante despropósito, veremos si alguien con un mínimo de curiosidad se atreve a leerlo; en serio, cualquier parecido con lo que se ve en pantalla es pura coincidencia, más allá del mero planteamiento y de algún detalle más, despojado de la hondura y los significantes que se van diseminando por la novela, un laberinto mental, moral, social, abracadabrante, opresiva, tensa, un prodigio de mezcla de tonos, un puzle sólidamente armado, algo para que Villeneuve demuestra estar incapacitado).  

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