martes, 1 de abril de 2014

"HER": EL FACTOR HUMANO







TÍTULO ORIGINAL: Her DIRECCIÓN: Spike Jonze GUIÓN: Spike Jonze MÚSICA: Arcade Fire FOTOGRAFÍA: Hoyte Van Hoytema MONTAJE: Jeff Buchanan, Eric Zumbrunnen REPARTO: Joaquin Phoenix, Amy Adams, Scarlett Johansson, Rooney Mara, Chris Pratt, Matt Letscher, Olivia Wilde

   El espectador, faltaría más, tiene toda la libertad del mundo (o debería tenerla, aunque la política imperante en lo tocante a distribución y/o exhibición lo pone bastante complicado –por no decir casi imposible- en muchas ocasiones) para elegir qué desea ver, a qué cineasta sigue y a cuál ignora, a qué actor entrega su admiración y a cuál su indiferencia, cuándo ve determinado título o por qué deja de ir a las salas en que proyectan otro, incluso está facultado para no razonar sus intenciones, sus elecciones, sus pros y contras, puesto que apoquina en taquilla una cantidad nada desdeñable (ciertamente desmesurada) para asistir a la proyección; otra cosa es lo que sucede con el crítico, con el estudioso, con el considerado experto, con aquel que, de alguna manera (o de todas si es por un trabajo remunerado), ha de conocer lo que se estrena, lo que se produce, debe dar cuenta del hecho cinematográfico y, aunque no pueda (ni deba) evitar filias y fobias, ha de tener amplitud de miras, intentar una panorámica lo más extensa posible, abarcar los máximos aspectos de lo que puede ser llamado “el mundo del cine”, poner el acento en múltiples y diferentes detalles a la hora de elaborar su análisis. Y esta dicotomía viene al caso cuando en la presente ocasión confluyen/se enfrentan estas dos personalidades a la hora de afrontar una nueva película de Spike Jonze: como público, uno está agotado de este tipo de creadores encumbrados por esa parte de la crítica que se pirra por seguir descubriendo en cada temporada a una nueva esperanza blanca (que a veces pierde el cetro sin apenas haber llegado a reinar), personajes más o menos chistosos, ocurrentes, rompedores (al menos, así son calificados) que saben buscar el aplauso fácil y epatante pero desbarran a la hora de desarrollar una auténtica personalidad, de aportar o hacer evolucionar el lenguaje audiovisual más allá de determinadas imposturas o hallazgos concretos de los que abusar hasta la saciedad despojándolos de una novedad que en ciertas oportunidades no lo es tanto como quiere hacerse creer (y ahí podrían citarse nombres como los de Kevin Smith, Gus Van Sant, Luc Besson o el propio Jaume Balagueró); como crítico (aunque se tengan sentimientos encontrados con esta denominación y se prefiera la de comentarista), no queda más remedio que dar cuenta de sus nuevos trabajos, en parte porque lo maravilloso del mundo del arte es su continua evolución, su permanente capacidad de sorpresa, el hecho de que, por muchas certezas que apuntalen nuestro escepticismo, del mismo modo que alguien al que idolatramos puede echar un borrón de dimensiones descomunales, nadie es susceptible de ser atrapado por un rapto de inspiración que produzca una obra que sea de nuestro agrado, a veces es cuestión de paciencia (pero, volviendo al principio, uno comprende –y secunda- que un espectador prefiera no abundar en lo que le parece un error –perder tiempo y dinero- a confiar en las esquivas musas –por no poner el acento en las posibles incapacidades de cada quien-).
   Más volcado en cortometrajes, documentales o vídeos musicales, Spike Jonze acumula fama y prestigio como director visionario, explorador de nuevas formas de comunicación, innovador y heterodoxo, poseedor de un universo propio que, en realidad, completaba, expandía o articulaba su antiguo compinche Charlie Kaufman, guionista de Cómo ser John Malkovich (1999), clamoroso ejemplo de una buena ocurrencia que se alarga torpe e innecesariamente, y Adaptation (El ladrón de orquídeas) (2002), eclosión de una ralladura mental llevada más allá de sus últimas consecuencias a la que sólo Meryl Streep y Chris Cooper imprimían cordura y cierta coherencia, universo que giraba en torno a una idea interesante, a un punto de partida con buenas perspectivas, a una ingeniosidad que se desinflaba en el torpe o repetitivo desarrollo, en el dar vueltas alrededor de lo que a veces no pasaba de ser una anécdota por muy brillante que pudiera resultar en su planteamiento; pero, de repente, llega Her, una historia que reducida a la mínima expresión y pensada en manos de Jonze (quien al prescindir de Kaufman suelta lastre, eso sin duda) hacía temer lo peor para los detractores del cineasta, pero cuyo resultado no puede calificarse de otra manera que de gozoso y sorprendente para los que, como uno, poco esperaban del alabado y laureado artista (aunque los galardones recibidos hayan aumentado en progresión geométrica gracias a Her). En lugar de recurrir a ese estilo abigarrado, excesivo, disparatado, supuestamente personal, que tanta fama le ha dado, Jonze sitúa la acción en un futuro ciertamente cercano, tan reconocible que pudiera decirse/pensarse que habla del ahora, puesto que la asombrosa, delicada y milimetrada dirección artística de Austin Gorg, apoyada en los espléndidos decorados de Gene Serdena (por acertados, por adecuados, por la atmósfera que provocan y el verismo con el que se conjuga lo actual con lo futurible), no barroquiza, no quiere tapar, eludir, camuflar posibles fallos en el guión o ser la pirotecnia que no deje ni la más mínima estela después del estallido, es el marco idóneo para desarrollar una inquietud, un miedo, una posibilidad, un anhelo (todos los tonos están perfectamente conjuntados y equilibrados) que ha sido la base de muchas obras que, dependiendo de lo que primase, han sido calificadas de ciencia ficción, catastrofistas, apocalípticas, más o menos utópicas, aunque su verdadero éxito, su trascendencia e importancia consiste en que el lector/espectador llegue a la conclusión de que, si no se actúa en consecuencia, podríamos llegar a un 1984, un mundo feliz con muchas interrogaciones en su adjetivo u otro tipo de distopía (al tener visos de cumplirse la profecía, hay que recurrir a este neologismo para expresar su carácter negativo).
   El máximo acierto de Spike Jonze (autor en solitario del portentoso guión que ha sido bendecido con un Oscar de la Academia) es poner más que nunca el acento en lo humano, en cada uno de nosotros, en esas personas hipercomunicadas, conectadas a todo tipo de artilugios diseñados para facilitar y potenciar la interacción con los otros, fomentadoras de un trato virtual y lejano que deriva en una soledad lapidaria que fagocita cualquier vía de expresión que no ponga como barrera una pantalla, un teclado, una cámara, un a modo de irrealidad que sustituye cualquier relación directa, cara a cara, que la imposibilita en lugar de potenciarla; Jonze habla de una sociedad que ha aceptado con enorme naturalidad (palabra que sirve para definir el tono certero que ha sabido imprimir a la narración, de ahí la facilidad con la que introduce al espectador y el modo en que lo cautiva desde las primeras secuencias), sin hacerse preguntas ni plantearse otras opciones, la dictadura de los sistemas operativos, que sin duda cumplen una función como compañía y ayuda, aportando soluciones, pero a la larga transformados en rectores de la cotidianidad, pasando de necesarios a imprescindibles para una convivencia cada vez más atomizada y reducida a la mínima expresión (nunca mejor dicho), puesto que es en su relación con estos sistemas donde el ser humano alcanza su desarrollo como tal, buscando el que más y mejor reproduzca sentimientos, sensaciones, expresiones, el que tenga una gama más completa para sustituir a sus semejantes y llegar a su plenitud cuando logra una completa adecuación, una sincronización, un enamoramiento con esa voz que tapa todas sus carencias. Pero en lugar de reproducir esquemas ya conocidos, se deja a un lado lo que exploraron Arthur C. Clarke, Isaac Asimov o el mismísimo Stephen King, se olvida el tono admonitorio, no hay una permanente señal de peligro advirtiendo a la audiencia, Jonze mantiene en el fondo la paradoja de que los humanos cifren sus esfuerzos en reproducir lo que son en una máquina que puede terminar por resultar más humana que ellos mismos (con mentalidad, inventiva, personalidad propia) y cómo esto es posible (dónde empieza el círculo vicioso -si es que un círculo tiene inicio-; o, dicho de otra manera, ¿puede un hombre crear a otro?), para centrarse en un protagonista que a pesar de sus desengaños, de su abandono, de su inserción en una sociedad adormilada, no renuncia a los sentimientos, quiere seguir experimentándolos, descubriéndolos, variándolos, y que, aunque pueda parecerlo, no se conforma con una sustitución: es a lo que el entorno en que habita le conduce (pudiera decirse que casi le obliga), pero la película rezuma fe en la humanidad, en que hay pulsiones que no se pueden cercenar y terminan por florecer, en que siempre se va a sacar la cabeza para tomar aire por mucho que se intente ahogarla.
   Joaquin Phoenix ofrece una interpretación descarnada, con un hieratismo conmovedor, destilando un insólito carisma, dotando de dignidad a su perdido personaje, expresando su desencanto, su hastío, su renuncia a vivir con una mirada y una gesticulación mínima, las cuales irá variando imperceptible pero espectacularmente en una transformación que sólo un gran actor puede llevar a cabo (y, sin embargo, al no ser histriónico, aparatoso, obvio, rimbombante, estomagante como en The Master (2012), sus compañeros no han sabido valorarle y ni siquiera fue candidato al Oscar que debería haber ganado –cualquier comparación con el exageradamente aplaudido Matthew McConaughey de Dallas Buyers Club, ese canto al disfraz y la impostación, resulta una broma de muy mal gusto-); es un prodigio cómo logra evitar caer en el patetismo, en lo ridículo, cómo transmite un amor honesto, comprensible, cómo se aferra a su tabla para dejar de ser un náufrago emocional, cómo remueve el corazón de la platea para que mire en su interior y mire alrededor. Junto a él, encontramos la prueba de que Amy Adams sigue siendo esa enorme actriz que La gran estafa americana sólo dejaba vislumbrar, precisamente porque no necesita todo lo que David O. Russell intenta convertir en virtud, es decir, la mueca, lo estrambótico, lo esperpéntico sin freno, antes bien, su capacidad camaleónica queda patente en cómo transforma su manera de andar, sus gestos, su forma de hablar, es decir, cómo es actriz de raza sin necesidad de añadidos; y aunque no pueden compartirse los elogios desmedidos (y peticionarios de una candidatura al Oscar) sobre la aportación de Scarlett Johansson como la voz del sistema operativo, el hecho de no ver sus mohines y fruncimientos de labios (tal vez de ahí tanta algarabía –debería ella hacer esta reflexión-) es suficiente descanso como para concluir que su aportación es acertada (aunque en sus inflexiones podemos encontrar su habitual repertorio de morisquetas). Como, por mucho que se tenga una opinión generalizada, en realidad se trata de juzgar obra a obra, Her consigue que Spike Jonze suba muchos enteros en la consideración del que escribe y que se avive el interés en lo que ofrezca a continuación, pero lo que no gustó seguirá sin gustar (es que los hay que etiquetan a la trayectoria de un artista según lo que piensan de lo último que ha presentado), aunque sólo por esta joya siempre despertará admiración y agradecimiento.

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