TÍTULO ORIGINAL: Her DIRECCIÓN:
Spike Jonze GUIÓN: Spike Jonze MÚSICA: Arcade Fire FOTOGRAFÍA: Hoyte Van
Hoytema MONTAJE: Jeff Buchanan, Eric Zumbrunnen REPARTO: Joaquin Phoenix, Amy
Adams, Scarlett Johansson, Rooney Mara, Chris Pratt, Matt Letscher, Olivia
Wilde
El espectador, faltaría más, tiene toda la libertad del mundo (o debería
tenerla, aunque la política imperante en lo tocante a distribución y/o
exhibición lo pone bastante complicado –por no decir casi imposible- en muchas
ocasiones) para elegir qué desea ver, a qué cineasta sigue y a cuál ignora, a
qué actor entrega su admiración y a cuál su indiferencia, cuándo ve determinado
título o por qué deja de ir a las salas en que proyectan otro, incluso está
facultado para no razonar sus intenciones, sus elecciones, sus pros y contras,
puesto que apoquina en taquilla una cantidad nada desdeñable (ciertamente
desmesurada) para asistir a la proyección; otra cosa es lo que sucede con el
crítico, con el estudioso, con el considerado experto, con aquel que, de alguna
manera (o de todas si es por un trabajo remunerado), ha de conocer lo que se
estrena, lo que se produce, debe dar cuenta del hecho cinematográfico y, aunque
no pueda (ni deba) evitar filias y fobias, ha de tener amplitud de miras,
intentar una panorámica lo más extensa posible, abarcar los máximos aspectos de
lo que puede ser llamado “el mundo del cine”, poner el acento en múltiples y
diferentes detalles a la hora de elaborar su análisis. Y esta dicotomía viene
al caso cuando en la presente ocasión confluyen/se enfrentan estas dos
personalidades a la hora de afrontar una nueva película de Spike Jonze: como
público, uno está agotado de este tipo de creadores encumbrados por esa parte
de la crítica que se pirra por seguir descubriendo en cada temporada a una
nueva esperanza blanca (que a veces pierde el cetro sin apenas haber llegado a
reinar), personajes más o menos chistosos, ocurrentes, rompedores (al menos,
así son calificados) que saben buscar el aplauso fácil y epatante pero
desbarran a la hora de desarrollar una auténtica personalidad, de aportar o
hacer evolucionar el lenguaje audiovisual más allá de determinadas imposturas o
hallazgos concretos de los que abusar hasta la saciedad despojándolos de una
novedad que en ciertas oportunidades no lo es tanto como quiere hacerse creer
(y ahí podrían citarse nombres como los de Kevin Smith, Gus Van Sant, Luc
Besson o el propio Jaume Balagueró); como crítico (aunque se tengan
sentimientos encontrados con esta denominación y se prefiera la de
comentarista), no queda más remedio que dar cuenta de sus nuevos trabajos, en
parte porque lo maravilloso del mundo del arte es su continua evolución, su
permanente capacidad de sorpresa, el hecho de que, por muchas certezas que
apuntalen nuestro escepticismo, del mismo modo que alguien al que idolatramos
puede echar un borrón de dimensiones descomunales, nadie es susceptible de ser
atrapado por un rapto de inspiración que produzca una obra que sea de nuestro
agrado, a veces es cuestión de paciencia (pero, volviendo al principio, uno
comprende –y secunda- que un espectador prefiera no abundar en lo que le parece
un error –perder tiempo y dinero- a confiar en las esquivas musas –por no poner
el acento en las posibles incapacidades de cada quien-).
Más volcado en cortometrajes, documentales o vídeos musicales, Spike
Jonze acumula fama y prestigio como director visionario, explorador de nuevas
formas de comunicación, innovador y heterodoxo, poseedor de un universo propio que,
en realidad, completaba, expandía o articulaba su antiguo compinche Charlie
Kaufman, guionista de Cómo ser John
Malkovich (1999), clamoroso ejemplo de una buena ocurrencia que se alarga torpe
e innecesariamente, y Adaptation (El
ladrón de orquídeas) (2002), eclosión de una ralladura mental llevada más
allá de sus últimas consecuencias a la que sólo Meryl Streep y Chris Cooper imprimían
cordura y cierta coherencia, universo que giraba en torno a una idea
interesante, a un punto de partida con buenas perspectivas, a una ingeniosidad
que se desinflaba en el torpe o repetitivo desarrollo, en el dar vueltas
alrededor de lo que a veces no pasaba de ser una anécdota por muy brillante que
pudiera resultar en su planteamiento; pero, de repente, llega Her, una historia que reducida a la
mínima expresión y pensada en manos de Jonze (quien al prescindir de Kaufman
suelta lastre, eso sin duda) hacía temer lo peor para los detractores del cineasta,
pero cuyo resultado no puede calificarse de otra manera que de gozoso y
sorprendente para los que, como uno, poco esperaban del alabado y laureado
artista (aunque los galardones recibidos hayan aumentado en progresión
geométrica gracias a Her). En lugar
de recurrir a ese estilo abigarrado, excesivo, disparatado, supuestamente
personal, que tanta fama le ha dado, Jonze sitúa la acción en un futuro
ciertamente cercano, tan reconocible que pudiera decirse/pensarse que habla del
ahora, puesto que la asombrosa, delicada y milimetrada dirección artística de
Austin Gorg, apoyada en los espléndidos decorados de Gene Serdena (por
acertados, por adecuados, por la atmósfera que provocan y el verismo con el que
se conjuga lo actual con lo futurible), no barroquiza, no quiere tapar, eludir,
camuflar posibles fallos en el guión o ser la pirotecnia que no deje ni la más
mínima estela después del estallido, es el marco idóneo para desarrollar una
inquietud, un miedo, una posibilidad, un anhelo (todos los tonos están
perfectamente conjuntados y equilibrados) que ha sido la base de muchas obras
que, dependiendo de lo que primase, han sido calificadas de ciencia ficción,
catastrofistas, apocalípticas, más o menos utópicas, aunque su verdadero éxito,
su trascendencia e importancia consiste en que el lector/espectador llegue a la
conclusión de que, si no se actúa en consecuencia, podríamos llegar a un 1984,
un mundo feliz con muchas interrogaciones en su adjetivo u otro tipo de
distopía (al tener visos de cumplirse la profecía, hay que recurrir a este
neologismo para expresar su carácter negativo).
El máximo acierto de Spike Jonze (autor en solitario del portentoso
guión que ha sido bendecido con un Oscar de la Academia) es poner más que nunca
el acento en lo humano, en cada uno de nosotros, en esas personas
hipercomunicadas, conectadas a todo tipo de artilugios diseñados para facilitar
y potenciar la interacción con los otros, fomentadoras de un trato virtual y
lejano que deriva en una soledad lapidaria que fagocita cualquier vía de
expresión que no ponga como barrera una pantalla, un teclado, una cámara, un a
modo de irrealidad que sustituye cualquier relación directa, cara a cara, que
la imposibilita en lugar de potenciarla; Jonze habla de una sociedad que ha
aceptado con enorme naturalidad (palabra que sirve para definir el tono certero
que ha sabido imprimir a la narración, de ahí la facilidad con la que introduce
al espectador y el modo en que lo cautiva desde las primeras secuencias), sin
hacerse preguntas ni plantearse otras opciones, la dictadura de los sistemas
operativos, que sin duda cumplen una función como compañía y ayuda, aportando
soluciones, pero a la larga transformados en rectores de la cotidianidad,
pasando de necesarios a imprescindibles para una convivencia cada vez más
atomizada y reducida a la mínima expresión (nunca mejor dicho), puesto que es
en su relación con estos sistemas donde el ser humano alcanza su desarrollo
como tal, buscando el que más y mejor reproduzca sentimientos, sensaciones,
expresiones, el que tenga una gama más completa para sustituir a sus semejantes
y llegar a su plenitud cuando logra una completa adecuación, una
sincronización, un enamoramiento con esa voz que tapa todas sus carencias. Pero
en lugar de reproducir esquemas ya conocidos, se deja a un lado lo que
exploraron Arthur C. Clarke, Isaac Asimov o el mismísimo Stephen King, se
olvida el tono admonitorio, no hay una permanente señal de peligro advirtiendo
a la audiencia, Jonze mantiene en el fondo la paradoja de que los humanos
cifren sus esfuerzos en reproducir lo que son en una máquina que puede terminar
por resultar más humana que ellos mismos (con mentalidad, inventiva,
personalidad propia) y cómo esto es posible (dónde empieza el círculo vicioso -si
es que un círculo tiene inicio-; o, dicho de otra manera, ¿puede un hombre
crear a otro?), para centrarse en un protagonista que a pesar de sus
desengaños, de su abandono, de su inserción en una sociedad adormilada, no
renuncia a los sentimientos, quiere seguir experimentándolos, descubriéndolos,
variándolos, y que, aunque pueda parecerlo, no se conforma con una sustitución:
es a lo que el entorno en que habita le conduce (pudiera decirse que casi le
obliga), pero la película rezuma fe en la humanidad, en que hay pulsiones que
no se pueden cercenar y terminan por florecer, en que siempre se va a sacar la
cabeza para tomar aire por mucho que se intente ahogarla.
Joaquin Phoenix ofrece una interpretación descarnada, con un hieratismo
conmovedor, destilando un insólito carisma, dotando de dignidad a su perdido
personaje, expresando su desencanto, su hastío, su renuncia a vivir con una
mirada y una gesticulación mínima, las cuales irá variando imperceptible pero
espectacularmente en una transformación que sólo un gran actor puede llevar a
cabo (y, sin embargo, al no ser histriónico, aparatoso, obvio, rimbombante,
estomagante como en The Master (2012),
sus compañeros no han sabido valorarle y ni siquiera fue candidato al Oscar que
debería haber ganado –cualquier comparación con el exageradamente aplaudido
Matthew McConaughey de Dallas Buyers Club,
ese canto al disfraz y la impostación, resulta una broma de muy mal gusto-); es un prodigio cómo logra evitar caer en el patetismo, en lo ridículo, cómo transmite un amor honesto, comprensible, cómo se aferra a su tabla para dejar de ser un náufrago emocional, cómo remueve el corazón de la platea para que mire en su interior y mire alrededor. Junto
a él, encontramos la prueba de que Amy Adams sigue siendo esa enorme actriz que
La gran estafa americana sólo dejaba
vislumbrar, precisamente porque no necesita todo lo que David O. Russell
intenta convertir en virtud, es decir, la mueca, lo estrambótico, lo
esperpéntico sin freno, antes bien, su capacidad camaleónica queda patente en
cómo transforma su manera de andar, sus gestos, su forma de hablar, es decir,
cómo es actriz de raza sin necesidad de añadidos; y aunque no pueden
compartirse los elogios desmedidos (y peticionarios de una candidatura al
Oscar) sobre la aportación de Scarlett Johansson como la voz del sistema
operativo, el hecho de no ver sus mohines y fruncimientos de labios (tal vez de
ahí tanta algarabía –debería ella hacer esta reflexión-) es suficiente descanso
como para concluir que su aportación es acertada (aunque en sus inflexiones
podemos encontrar su habitual repertorio de morisquetas). Como, por mucho que
se tenga una opinión generalizada, en realidad se trata de juzgar obra a obra, Her consigue que Spike Jonze suba muchos
enteros en la consideración del que escribe y que se avive el interés en lo que
ofrezca a continuación, pero lo que no gustó seguirá sin gustar (es que los hay
que etiquetan a la trayectoria de un artista según lo que piensan de lo último
que ha presentado), aunque sólo por esta joya siempre despertará admiración y
agradecimiento.
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