viernes, 11 de abril de 2014

"2 FRANCOS, 40 PESETAS": PERDIENDO CON EL CAMBIO







DIRECCIÓN: Carlos Iglesias GUIÓN: Carlos Iglesias MÚSICA: Mario de Benito FOTOGRAFÍA: Paco Sánchez Polo MONTAJE: Miguel Santamaría REPARTO: Carlos Iglesias, Javier Gutiérrez, Nieve de Medina, Ángela del Salto, Adrián Expósito, Luisber Santiago, Isabel Blanco

   Tiene su miga que, mientras continúa siendo un género arrinconado a la hora de conceder premios, considerado algo menor, rebajado por una parte de la crítica, a pesar de que no tiene demasiada buena prensa entre el público (que suele preguntar incluso con miedo “¿es otra comedieta?”), las audiencias de televisión, las taquillas patrias (y también las foráneas), espectáculos que se eternizan en la cartelera teatral, declaraciones de actores y directores, reacciones de diferentes patios de butacas en ocasiones muy diversas y que se repiten a lo largo del tiempo demuestren que hay una preferencia generalizada por la comedia, que incluso pudiera decirse hay una exigencia porque el tono sea el del chiste, la guasa, lo chusco, lo más burdo y elemental, que el drama se atenúe o llegue a tergiversarse, a perderse, adaptando, modificando, eliminando todo lo que puede resultar molesto, asumiendo que el público no quiere sufrir, que bastante tiene con lo que hay fuera, reduciéndolo todo a la mínima expresión y a la producción de clones ad aeternum que repiten situaciones, estereotipos, bromas, personajes que muchos censuran si se trata de hacer memoria, de lo que estaba de moda en otro momento, de lo que queda como testimonio y documento de épocas pasadas (aunque no tan lejanas y/o superadas como algunos querrían u otros aseguran sin mirar alrededor). De un tiempo a esta parte se ha puesto en valor una pretendida comedia adulta, gamberra, desproporcionada, aplaudida como políticamente incorrecta, transgresora, cañera, que repite lo peor y más trasnochado de títulos que, se quiera o no, hicieron historia, que permanecerán por su trascendencia social más allá de sus valores artísticos (pueden ser ínfimos, pero no daban gato por liebre), cintas que no tenían ninguna pretensión, que no querían erigirse en abanderadas de nada, que dejaban en la mirada y el ánimo del espectador las conclusiones que podían extraerse según la oportunidad y el contexto en que se contemplasen, que se refugiaban en la astracanada como manera de hacer crítica, burla o reflejar en pantalla de la única manera que se toleraban (verbo que llevaba implícita la reprobación) otras realidades que no se podían negar por mucho que la oficialidad velase por la moral establecida y las sancionadas como buenas costumbres, pero que sólo podían ser mostradas en su carácter bufonesco, grotesco o exagerado (el mismo, por cierto, que se considera parte de una necesaria normalización si lo llevan a cabo los elegidos como representantes del colectivo, los carismáticos, los divertidos, los omnipresentes y se califica como denigrante si se trata de echar la vista atrás).
   Carlos Iglesias, que se hizo popular por un personaje televisivo que hubiera hecho las delicias del público de El Biombo Chino en aquellas noches en las que a Pepe Navarro le dio por cruzar el Mississippi, tras demostrar su solvencia en el humor más elemental y por momentos zafio (por mucho que estuviera inspirado en una de las maravillosas creaciones del gran Francisco Ibáñez: Pepe Gotera y Otilio), en ese tipo de comedia desaforada y gesticulante tan cara a nuestra idiosincrasia (y que ha sido la escuela de excelentes actores, auténticos maestros por muchos que sean denostados por esos que viven al borde de un ataque de modernidad), sorprendió a propios y extraños al dirigir una de las películas más honestamente entrañables que puedan recordarse, tratando el tema del exilio español durante los años 60 del siglo XX con tiento pero sin maquillajes, dosificando la sentimentalidad, evitando a partes iguales el tremendismo y la glorificación, sin despeñarse por el maniqueísmo más reduccionista, sin pretender hacer sociología, valiéndose de sus recuerdos y de la realidad vivida junto a sus padres para construir una obra que hiciese justicia a todos aquellos que intentaron labrarse un porvenir y garantizárselo a sus vástagos, refrenando la nostalgia, las bondades que el paso del tiempo va aposentando en el recuerdo, sin hablar de heroicidades o caer en el cuento de hadas: Un franco, 14 pesetas (2006) hizo albergar muchas esperanzas sobre su carrera como director y guionista que, por desgracia, la errática Ispansi! (2010) hizo poner en cuarentena y que la continuación de su bien acabada ópera prima parecen haber dejado en agua de borrajas. Iglesias ha anunciado que con 2 francos, 40 pesetas “quería hincarle el diente a la comedia pura y dura, pero no gruesa ni grosera, sino más bien dentro de ese estilo que, durante mucho tiempo, más y mejor nos ha representado, algo que tuviera la gracia, la frescura, el casticismo de nuestro mejor neorrealismo o las comedias de Azcona” y citar a uno de los más grandes guionistas del cine mundial (con sus lógicos y comprensibles tropiezos, inevitables en una trayectoria prolífica y de tantos años de dedicación) es ponerse el listón demasiado alto y provocar la comparación desde el principio.
   La comedia coral que bebe y vive en el esperpento, esa deformación reconocible, ese espejo que en ocasiones muestra la realidad sin aplicar árnica (aunque el espectador se siente más aliviado si piensa que es una exageración), ese tono que Azcona sabía perfilar y matizar, aplicar con naturalidad, esa escritura heredera de Valle Inclán o Gómez de la Serna, tomando prestada como tinta la pintura empleada por Gutiérrez Solana o por el mismísimo Goya, es muy difícil de imitar y, por mucha benevolencia que se quiera aplicar en el caso que nos ocupa, está en el extremo opuesto a la emplea Carlos Iglesias: todo es obvio, irreal de tan sumamente paródico, réplicas escuchadas hasta la saciedad, situaciones predecibles, idas y venidas que se limitan a ir urdiendo gags, a unir una secuencia con la siguiente sin que haya una progresión, una evolución, sólo una acumulación de personajes que han perdido su entidad, su veracidad, su frescura, meros trazos en demasiadas ocasiones, tipos que sólo se definen por el intérprete al que se le encomienda y que sólo en algunos casos (Tina Sainz, Nieve de Medina, Lolita) intenta insuflar algo de credibilidad y/o de vida al esquema (porque no pasa de ahí) entregado como rol. Merece destacar la frescura de Adrián Expósito, quien con otro material hubiese podido demostrar más y mejor las cualidades que pueden vislumbrarse, aunque su loable naturalidad hace olvidar por algunos momentos lo torpe de un guión que se despeña por lo falso, cuando no por lo increíble si tenemos en cuenta la época en que se desarrolla, y que tapa las carencias de su compañero, Luisber Santiago, con todos los tics del actor que quiere resultar gracioso a cualquier precio; Carlos Iglesias actúa con el piloto automático, encarnando sin ningún rubor a un trasunto de su archifamoso Benito, olvidando los buenos oficios llevados a cabo en Un franco, 14 pesetas, mientras que Javier Gutiérrez repite hasta la saciedad los tonos, gestos y movimientos que han cimentado su incomprensible prestigio. El tramo final parece un "todo vale" que fatiga, irrita y sume en la desolación al que esperaba encontrarse una cinta a la altura de su predecesora o que, al menos, dejase el pabellón a una altura considerable, la que es de desear que Carlos Iglesias recupere para demostrar que lo de su ópera prima no fue un espejismo, aire entrando en una flauta y haciéndola sonar.     

No hay comentarios:

Publicar un comentario