DIRECCIÓN: Carlos Iglesias GUIÓN:
Carlos Iglesias MÚSICA: Mario de Benito FOTOGRAFÍA: Paco Sánchez Polo MONTAJE:
Miguel Santamaría REPARTO: Carlos Iglesias, Javier Gutiérrez, Nieve de Medina,
Ángela del Salto, Adrián Expósito, Luisber Santiago, Isabel Blanco
Tiene su miga que, mientras continúa siendo un género arrinconado a la
hora de conceder premios, considerado algo menor, rebajado por una parte de la
crítica, a pesar de que no tiene demasiada buena prensa entre el público (que
suele preguntar incluso con miedo “¿es otra comedieta?”), las audiencias de
televisión, las taquillas patrias (y también las foráneas), espectáculos que se
eternizan en la cartelera teatral, declaraciones de actores y directores,
reacciones de diferentes patios de butacas en ocasiones muy diversas y que se
repiten a lo largo del tiempo demuestren que hay una preferencia generalizada
por la comedia, que incluso pudiera decirse hay una exigencia porque el tono
sea el del chiste, la guasa, lo chusco, lo más burdo y elemental, que el drama
se atenúe o llegue a tergiversarse, a perderse, adaptando, modificando,
eliminando todo lo que puede resultar molesto, asumiendo que el público no
quiere sufrir, que bastante tiene con lo que hay fuera, reduciéndolo todo a la
mínima expresión y a la producción de clones ad aeternum que repiten
situaciones, estereotipos, bromas, personajes que muchos censuran si se trata
de hacer memoria, de lo que estaba de moda en otro momento, de lo que queda
como testimonio y documento de épocas pasadas (aunque no tan lejanas y/o superadas
como algunos querrían u otros aseguran sin mirar alrededor). De un tiempo a
esta parte se ha puesto en valor una pretendida comedia adulta, gamberra,
desproporcionada, aplaudida como políticamente incorrecta, transgresora,
cañera, que repite lo peor y más trasnochado de títulos que, se quiera o no,
hicieron historia, que permanecerán por su trascendencia social más allá de sus
valores artísticos (pueden ser ínfimos, pero no daban gato por liebre), cintas
que no tenían ninguna pretensión, que no querían erigirse en abanderadas de
nada, que dejaban en la mirada y el ánimo del espectador las conclusiones que
podían extraerse según la oportunidad y el contexto en que se contemplasen, que
se refugiaban en la astracanada como manera de hacer crítica, burla o reflejar
en pantalla de la única manera que se toleraban (verbo que llevaba implícita la
reprobación) otras realidades que no se podían negar por mucho que la
oficialidad velase por la moral establecida y las sancionadas como buenas
costumbres, pero que sólo podían ser mostradas en su carácter bufonesco,
grotesco o exagerado (el mismo, por cierto, que se considera parte de una
necesaria normalización si lo llevan a cabo los elegidos como representantes
del colectivo, los carismáticos, los divertidos, los omnipresentes y se
califica como denigrante si se trata de echar la vista atrás).
Carlos Iglesias, que se hizo popular por un personaje televisivo que
hubiera hecho las delicias del público de El Biombo Chino en aquellas noches en
las que a Pepe Navarro le dio por cruzar el Mississippi, tras demostrar su
solvencia en el humor más elemental y por momentos zafio (por mucho que
estuviera inspirado en una de las maravillosas creaciones del gran Francisco
Ibáñez: Pepe Gotera y Otilio), en ese tipo de comedia desaforada y gesticulante
tan cara a nuestra idiosincrasia (y que ha sido la escuela de excelentes
actores, auténticos maestros por muchos que sean denostados por esos que viven
al borde de un ataque de modernidad), sorprendió a propios y extraños al
dirigir una de las películas más honestamente entrañables que puedan
recordarse, tratando el tema del exilio español durante los años 60 del siglo
XX con tiento pero sin maquillajes, dosificando la sentimentalidad, evitando a
partes iguales el tremendismo y la glorificación, sin despeñarse por el
maniqueísmo más reduccionista, sin pretender hacer sociología, valiéndose de
sus recuerdos y de la realidad vivida junto a sus padres para construir una
obra que hiciese justicia a todos aquellos que intentaron labrarse un porvenir
y garantizárselo a sus vástagos, refrenando la nostalgia, las bondades que el
paso del tiempo va aposentando en el recuerdo, sin hablar de heroicidades o
caer en el cuento de hadas: Un franco, 14
pesetas (2006) hizo albergar muchas esperanzas sobre su carrera como
director y guionista que, por desgracia, la errática Ispansi! (2010) hizo poner en cuarentena y que la continuación de
su bien acabada ópera prima parecen haber dejado en agua de borrajas. Iglesias
ha anunciado que con 2 francos, 40
pesetas “quería hincarle el diente a la comedia pura y dura, pero no gruesa
ni grosera, sino más bien dentro de ese estilo que, durante mucho tiempo, más y
mejor nos ha representado, algo que tuviera la gracia, la frescura, el
casticismo de nuestro mejor neorrealismo o las comedias de Azcona” y citar a
uno de los más grandes guionistas del cine mundial (con sus lógicos y
comprensibles tropiezos, inevitables en una trayectoria prolífica y de tantos
años de dedicación) es ponerse el listón demasiado alto y provocar la
comparación desde el principio.
La comedia coral que bebe y vive en el esperpento, esa deformación
reconocible, ese espejo que en ocasiones muestra la realidad sin aplicar árnica
(aunque el espectador se siente más aliviado si piensa que es una exageración),
ese tono que Azcona sabía perfilar y matizar, aplicar con naturalidad, esa
escritura heredera de Valle Inclán o Gómez de la Serna, tomando prestada como
tinta la pintura empleada por Gutiérrez Solana o por el mismísimo Goya, es muy
difícil de imitar y, por mucha benevolencia que se quiera aplicar en el caso
que nos ocupa, está en el extremo opuesto a la emplea Carlos Iglesias: todo es
obvio, irreal de tan sumamente paródico, réplicas escuchadas hasta la saciedad,
situaciones predecibles, idas y venidas que se limitan a ir urdiendo gags, a
unir una secuencia con la siguiente sin que haya una progresión, una evolución,
sólo una acumulación de personajes que han perdido su entidad, su veracidad, su
frescura, meros trazos en demasiadas ocasiones, tipos que sólo se definen por
el intérprete al que se le encomienda y que sólo en algunos casos (Tina Sainz,
Nieve de Medina, Lolita) intenta insuflar algo de credibilidad y/o de vida al
esquema (porque no pasa de ahí) entregado como rol. Merece destacar la frescura
de Adrián Expósito, quien con otro material hubiese podido demostrar más y
mejor las cualidades que pueden vislumbrarse, aunque su loable naturalidad hace
olvidar por algunos momentos lo torpe de un guión que se despeña por lo falso,
cuando no por lo increíble si tenemos en cuenta la época en que se desarrolla,
y que tapa las carencias de su compañero, Luisber Santiago, con todos los tics
del actor que quiere resultar gracioso a cualquier precio; Carlos Iglesias
actúa con el piloto automático, encarnando sin ningún rubor a un trasunto de su
archifamoso Benito, olvidando los buenos oficios llevados a cabo en Un franco, 14 pesetas, mientras que
Javier Gutiérrez repite hasta la saciedad los tonos, gestos y movimientos que
han cimentado su incomprensible prestigio. El tramo final parece un "todo vale" que fatiga, irrita y sume en la desolación al que esperaba encontrarse una cinta a la altura de su predecesora o que, al menos, dejase el pabellón a una altura considerable, la que es de desear que Carlos Iglesias recupere para demostrar que lo de su ópera prima no fue un espejismo, aire entrando en una flauta y haciéndola sonar.
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