TÍTULO ORIGINAL: Ida DIRECCIÓN:
Pawel Pawlikowski GUIÓN: Rebecca Lenkiewicz, Pawel Pawlikowski MÚSICA: Kristian
Selin Eidnes Andersen FOTOGRAFÍA: Ryszard Lenczewski, Lukasz Zal MONTAJE:
Jaroslaw Kaminski REPARTO: Agata Trzebuchowska, Agata Kulesza, Halina
Skoczynska, Pawel Burczyk, Adam Szyszkowski, Jerzy Trela
En ocasiones, se acusa a un filme de no ser excesivamente realista, de
no reflejar la vida tal y como es, olvidando que es una reproducción, un
reflejo, una narración que debe responder a unos cánones, a unas convenciones,
a una dramaturgia; por mucha inspiración que tenga en hechos sucedidos, por
mucho material que explique o documente cómo sucedieron los acontecimientos, ha
de recurrirse a un código pactado (un lenguaje que va evolucionando a lo largo
del tiempo) que incluye elipsis, paréntesis, flashbacks, es decir, la ruptura
de lo que se conoce como unidades de espacio y tiempo en el ámbito teatral, las
cuales se han quebrado a conveniencia del autor desde los clásicos griegos. Se quiera
o no, reproducir tal cual la vida (algo que ni hacen los documentales en el
sentido anteriormente explicado) devendría en un absurdo, aburrido e inútil
ejercicio porque eso obligaría a plasmar las horas de inacción, de rutina, de
mero trámite; si bien es cierto que hay que sintetizar, agrupar, concretar una
vida (parte de ella, lo que se cuenta) en un tiempo limitado (con peligrosa
tendencia a salirse de lo que se considera una duración lógica para alargar la
anécdota) y eso obliga a fingir, a acelerar las causalidades, el público lo
acepta de buen grado cuando el narrador sabe manejar el ritmo, el tono, las
relaciones entre sus personajes, que son las que deben resultar verosímiles,
las que deben pulsar teclas en el ánimo de la audiencia, las que han de ser
reconocibles. Por otro lado, cada uno es fruto del cine al que ha tenido y
tiene acceso (y jamás se dirá con dolor, remordimiento o reparo: es lo que hay
y en las manos de cada quien está la posibilidad de dar un viraje a esta deriva)
y está más acostumbrado a una manera concreta de narrar, bien por no tener
acceso, bien porque no se muestra interesado en promoverlo, en investigar,
porque está conforme con ese “pensamiento único”, de ahí que ante una cinta
como Ida haya mucho considerado
experto que no sepa qué decir, cómo valorarla, a qué aferrarse, puesto que se
piensa que gustar del cine (de cierto tipo, en realidad) es conocerlo, saber de
él, cuando hay quien se limita a consumirlo sin otra preocupación que llenar su
ocio (lo que es muy lícito) pero luego pontifica, hace burla del resto del
público, vive en su burbuja todo orgulloso, confunde los límites entre
afición/pasión y lo cotidiano, seguidor acérrimo de su ortodoxia, apisonadora
que aplasta cualquier conato de rebeldía (hasta que encuentra un nuevo objeto
de fanatismo y olvida, niega, escupe sobre el anterior sin que le tiemble el
pulso).
Del mismo modo que son necesarios espectadores que sólo busquen
diversión fácil, sin más complicaciones (lo que a uno no le gusta tanto es que
los haya que quieran que los demás comulguen con ruedas de molinos o que
utilicen argumentos diferentes para encomiar a unos y defenestrar a otros según
su capricho y la corriente dominante –así, por ejemplo, atacamos en Los bingueros (1979) o Porky´s (1982) lo mismo que consideramos
virtudes en Ocho apellidos vascos (2014)
o Resacón en Las Vegas (2009)-),
también lo son aquellos que anhelan un estímulo intelectual, otras vías de
expresión alejadas del gusto mayoritario (del impuesto tantas veces por la
distribución, la exhibición, el pautado desde los despachos), los que buscan
dar ese paso hacia lo que puede y debe ser considerado arte (pero sin llegar a
esas actitudes elitistas, envaradas, pudiera decirse aristocráticas, en las que
se niega cualquier atisbo de entretenimiento, de diversión, en las que se
rehúye cualquier elemento que pudiera considerarse melodramático, forzado,
rudimentario, fácilmente comprensible, enamorados de la continua metáfora, lo
sugerido –aunque a veces sólo lo capten ellos, su verdadero objetivo: sentirse
parte de una cofradía y mirar por encima del hombro al resto que se atreve a
expresar su disconformidad-, encontrando símbolos hasta en un escenario vacío,
en un plano fijo durante equis minutos, llegando a provocar las carcajadas del
autor cuando se ponen a desgranar intenciones y/o explicaciones que ni se le
pasaron por la cabeza). Lo ideal sería que conviviesen ofertas de tipo variado,
que cada uno (sobre todo el público de gusto múltiple) pudiera encontrar lo que
le apetece ver en cada momento determinado, entendiendo que por encima de todo
hablamos de una industria, de un negocio, pero la historia demuestra que, de
haberse caído de la cartelera en el primer momento en que fracasaron, de no
haberles dado una segunda oportunidad, títulos que hoy son clásicos
incontestables hubiesen podido acabar en el cubo de la basura de la ignorancia
y el menosprecio. Y de nuevo, por fin, llegamos a Ida, esta para tantos rara avis que, en realidad, entronca
perfectamente con la tradición a la que pertenece, estableciendo corrientes
subterráneas con los títulos de Ingmar Bergman o con una cinta tan insólita y
deslumbrante como Diálogos de Carmelitas (1960),
se incardina (pocas veces mejor empleado este término) en esa forma de narrar
que, utilizada por cada uno a su modo, podemos rastrear en Michelangelo Antonioni,
Aki Kaurismäki, Cristian Mungiu y tantos otros, cineastas que por desgracia
arrastran la etiqueta de “difíciles”, “herméticos”, “incomprensibles”, y que
pueden serlo por momentos, exigir demasiado al público, no alcanzar el
resultado previsto, quedarse en una pose, pero a los que se malinterpreta, teme
o evita por no haber podido conocerlos como para poder afirmar sin titubeos por
qué nos gustan o nos dejan de gustar (y, aunque sea a partir de un género muy
reconocible y si se quiere elemental como es el policiaco, el auge de la novela
negra escandinava habla de la necesidad del público por conocer otras maneras
de contar, otros ritmos, otros tratamientos, otras evoluciones, otras
idiosincrasias –el latín, lengua del Imperio, fue el germen de idiomas muy
diferentes, valga ese ejemplo como reflejo del modo en que lo común cristaliza
en lo particular-).
Ida no necesita más de 80
minutos para contar, sobre todo, lo que no aparece en pantalla: el trasfondo
histórico, cómo el pasado sigue influyendo, deteniendo, lastrando el presente,
los interrogantes que buscan respuestas, el miedo a reproducir el dolor vivido,
la necesidad de saber para comprender, perdonar, asumir, no dejar tareas a
medio hacer, el rencor siempre activo, la eterna división entre unos y otros,
la asunción de banderas excluyentes, todo está contenido, sugerido, expresado a
través de unos intérpretes de gran solidez que desde el hieratismo (especialmente
la protagonista, Agata Trzebuchowska, aunque no hay que dejar de mencionar el brío y la contundencia de la estupenda Agata Kulesza) conmueven, inquietan, remueven, provocan
al espectador, le asoman a simas que, aunque la acción se sitúa en 1960,
todavía son demasiado profundas y para colmo hay quien se empeña en seguir
cavando. Pawel Pawlikowski contiene, refrena, se recrea en una espléndida
fotografía en blanco y negro que, aunque no busca el preciosismo, crea un
hálito de belleza que se percibe frágil, a punto de fragmentarse, se notan los
embates de la violencia, el odio, las cuentas pendientes, las reclamaciones de
los que no han sido otra cosa sino víctimas; sin alardes ni virtuosismos, como
un mero espectador, el director aprehende ese algo incómodo que flota en el
ambiente y lo transmite mediante pequeñas crispaciones en los rostros, hombros
cargados, miradas esquivas, silencios perturbadores, palabras susurradas,
saliva que no se traga, jugando sus cartas con limpieza y sin cargar las
tintas, manteniéndose en una frialdad formal, en un distanciamiento muy medido
que va dejando en la platea, imperceptible pero rotundamente, el pasmo ante la
crueldad humana. Podría achacarse al cineasta un abuso en este modo de plantear
la historia, tal vez en algunos tramos se haría necesario un mayor abundamiento
en los hechos sin que eso implicase ser excesivamente gráfico o redundante,
algunas secuencias parecen meros aditamentos, algunas otras pueden sentirse un tanto bruscas debido a las elipsis, a la economía narrativa, pero el resultado global consigue que algo se agite, que no demos por sabidos y
superados dramas que exceden en mucho esta acepción y que continúan extendiendo
su tormento, su desconsuelo, su calvario.
No la voy a leer, porque estoy escribiendo yo una, la leeré después de publicar la mia, Sólo decirte que hasta dónde he llegado, antes de decidir no seguir, opino lo mismo que tú, hay personas a las que les gusta el plato más original de la carta, el más elaborado, el que lleva el ingrediente más extraño, esta película es la delicatesen de la carta que no necesariamente comen todos los comensales. Me ha encantado.
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