Aunque
algunos simplistas tiendan a decir tres o cuatro frases hechas y a darlo todo
por hecho, resulta difícil concretar cómo ha de ser una dirección para merecer
un lugar en la final de los Oscar y llevarse el gato al agua: depende de cómo
se haya dado el año, de lo que se vea bien premiar en ese momento, a veces de
la trayectoria del galardonado, otras del nombre adquirido o de la novedad
aportada, imposible trazar un retrato robot porque no se puede resumir en la
misma sentencia lo que supuso el triunfo de Steven Spielberg con La lista de Schindler (1993), las cuatro
estatuillas del maestro John Ford (ninguna por un western, por cierto), por qué
George Stevens fue el único que hizo diana el año en que Gigante (1956) competía con diez candidaturas y, dentro del mismo
análisis, cómo es que Alfred Hitchcock (por citar un solo nombre entre tantos
históricos olvidos, ninguneos o demás cegueras) jamás vio recompensado su
talento. Por lo tanto, como otras veces, pasemos revista, de uno en uno, a los
cinco nominados de esta edición en la categoría de mejor dirección, esbozando
sus personalidades, dando un primer apunte, dejando lo demás para el comentario
relativo a los filmes seleccionados para optar al premio gordo:
WES
ANDERSON POR EL GRAN HOTEL BUDAPEST:
Uno
de esos creadores que, a pesar de contar con el aplauso generalizado de la
crítica y con la (supuesta) admiración de la industria, con un bien ganado
prestigio entre la profesión, siempre quedaba un tanto relegado a la hora de
hacerse un hueco entre los candidatos al Oscar, mencionado sólo como guionista o
como autor de una estupenda y sorprendente cinta de animación que hubiese
merecido mejor fortuna, no sólo a la hora de cosechar nominaciones: Fantástico Sr. Fox (2009). Por fin ve
recompensados sus esfuerzos (y llega, además, muy respaldado por el Globo de
Oro a la mejor comedia y/o musical del año) gracias a una cinta que inició su
carrera comercial con la fortuna de obtener el Gran Premio del Jurado en el
Festival de Berlín de 2014, una de esas locuras visuales que sabe trenzar con
brío, uno de esos vehículos para su abracadabrante estilo, una constante caja
de sorpresas que termina deviniendo en lo repetitivo y lo hueco (el guión es
demasiado esquemático, lo cifra todo a la complicidad de los espectadores, se
dirige a los incondicionales), un envoltorio muy elaborado que no fatiga la
pupila, sabiendo ser barroco sin resultar histriónico, pero perdiendo fuelle
según avanza el metraje.
-ALEJANDRO
GONZÁLEZ IÑÁRRITU POR BIRDMAN:
Tras
dejar sin aliento con Amores perros (2000),
cinta desbordante, a ratos histérica, tremendista sin recato pero con tiempo
para la calma tensa del episodio central (esa joya con tintes cortazianos), el
cineasta mexicano ha ido acuñando y retorciendo un estilo cada vez más
enfático, más falsario, menos creíble, exagerando sus denuncias hasta
estrellarse en lo grotesco, lo forzado, subrayando cada secuencia, haciéndose
presente en cada toma, imponiéndose a la historia. Con Birdman quiere rizar el rizo de fingir un casi continuo plano
secuencia, dejándolo todo en manos de una coreografía que va en contra de la
pretendida (y pretenciosa) naturalidad, de la veracidad que reclama, exhibe y
glosa como su mayor aporte, creyendo que el ritmo es cuestión de gritos o de
movimientos esforzados de cámara, pensando que hemos olvidado a Hitchcock,
Wells, Mankiewicz o, muy especialmente, a Cassavetes.
-RICHARD
LINKLATER POR BOYHOOD:
Un
cineasta reputado, un nombre al que siempre suele etiquetarse como creador,
innovador o adjetivo similar, un director cuyo mayor mérito es saber
desaparecer, desarrollar un estilo personal que no se percibe, que sobrevuela,
que imprime carácter sin opacar (todo lo contrario a su máximo competidor en
esta noche, es decir, al anteriormente citado Iñárritu –aunque parece que las
apuestas se han inclinado a su favor, lo que es todo un alivio porque, al
menos, se está premiando a un artesano, a alguien capaz de dar forma a lo
volátil, a lo etéreo, a lo anecdótico, sin abandonar la sencillez expositiva y
formal), un artista inquieto al que se está aplaudiendo y glorificando por una
idea, un esfuerzo, un canto a la fidelidad, lo que se quiere, pero no por
auténticos méritos cinematográficos (los que sí quedaban claros en Antes de amanecer (1995) y, aunque en
menor medida, en sus dos secuelas). Dejándose llevar por su empeño en reflejar
las rutinas de la vida, los momentos vacíos o intrascendentes, la ausencia de
lo extraordinario (lo que sin duda consigue, no como en Bridman), olvida que eso debe narrarse (lo que se ha hecho en otras
ocasiones e incluso con brillantez), que está filmando una película, que debe
contar algo, que no se trata de que el espectador lo ponga todo (por
reconocimiento o por lejanía).
-BENNET
MILLER POR FOXCATCHER:
Con
apenas cinco títulos (dos de ellos, documentales), este neoyorquino se ha
labrado un prestigio gracias a Truman Capote
(2005) y a su posterior colaboración con el sobrevalorado guionista
cinematográfico (lo de televisión es otra cosa) llamado Aaron Sorkin en la
agotadora y muy pagada/pegada a un código excesivamente restringido Moneyball (2011). Poseedor de unas
ínfulas autorales que superan a las de Iñárritu (el tufillo intelectualoide
ahoga las pituitarias del que observa sin dar tregua –al menos el mexicano
intenta hacer un cine a pie de calle, obviando las referencias, en parte porque
todo lo ofrece como hallazgo o invento propio, pero sin cargar las tintas en ese
aspecto-), Miller diseña sus filmes para dejar claro lo mucho que sabe, lo
inteligente que es, el subtexto que posee, lo bien que maneja las elipsis (que
es, por cierto, lo que con más elegancia y estilo se sabe hacer en Birdman –qué paradoja: justo cuando se
deja claro que el plano secuencia es fingido es cuando mejor se explica y menos
exagera-), en definitiva, abigarrando la narración, haciéndola compleja a
fuerza de negar información, jugar al despiste, consentir que Steve Carell
perpetre la que tal vez esté destinada a perpetuarse como peor interpretación
del siglo (de éste, del pasado o de los que estén por venir).
-MORTEN TYLDUM POR THE IMITATION GAME:
Al
modo en que hiciera el taiwanés Ang Lee en la esplendorosa, vivificante y
mágica Sentido y sensibilidad (1995),
continuando el camino trazado por la danesa Lone Scherfig en la contundente y
deliciosamente perversa An education (2009)
-¡Menudo caramelo envenenado! ¡Qué cargas de profundidad sabía lanzar!-, el
noruego Morten Tyldum sabe captar esencias, recoger tradiciones, mimetizarse
con un estilo y una manera de hacer a priori ajenos para construir una película
bendita, asombrosa, necesaria y cautivadoramente británica, un prodigio de
elegancia, buen gusto, sabiduría para narrar una historia compleja, con muchas
aristas, con diferentes tonos, alternándolos con maestría, dotando a la
narración de un empuje y una capacidad hipnótica que la transforman en una de
las experiencias más gratificantes que pueda vivir un espectador en estos
momentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario