lunes, 16 de febrero de 2015

DIRECTORES NOMINADOS OSCAR 2014: SIEMPRE NOS QUEDARÁN LOS BRITÁNICOS (AUNQUE NO LO SEAN)



  

 Aunque algunos simplistas tiendan a decir tres o cuatro frases hechas y a darlo todo por hecho, resulta difícil concretar cómo ha de ser una dirección para merecer un lugar en la final de los Oscar y llevarse el gato al agua: depende de cómo se haya dado el año, de lo que se vea bien premiar en ese momento, a veces de la trayectoria del galardonado, otras del nombre adquirido o de la novedad aportada, imposible trazar un retrato robot porque no se puede resumir en la misma sentencia lo que supuso el triunfo de Steven Spielberg con La lista de Schindler (1993), las cuatro estatuillas del maestro John Ford (ninguna por un western, por cierto), por qué George Stevens fue el único que hizo diana el año en que Gigante (1956) competía con diez candidaturas y, dentro del mismo análisis, cómo es que Alfred Hitchcock (por citar un solo nombre entre tantos históricos olvidos, ninguneos o demás cegueras) jamás vio recompensado su talento. Por lo tanto, como otras veces, pasemos revista, de uno en uno, a los cinco nominados de esta edición en la categoría de mejor dirección, esbozando sus personalidades, dando un primer apunte, dejando lo demás para el comentario relativo a los filmes seleccionados para optar al premio gordo:
WES ANDERSON POR EL GRAN HOTEL BUDAPEST:
   Uno de esos creadores que, a pesar de contar con el aplauso generalizado de la crítica y con la (supuesta) admiración de la industria, con un bien ganado prestigio entre la profesión, siempre quedaba un tanto relegado a la hora de hacerse un hueco entre los candidatos al Oscar, mencionado sólo como guionista o como autor de una estupenda y sorprendente cinta de animación que hubiese merecido mejor fortuna, no sólo a la hora de cosechar nominaciones: Fantástico Sr. Fox (2009). Por fin ve recompensados sus esfuerzos (y llega, además, muy respaldado por el Globo de Oro a la mejor comedia y/o musical del año) gracias a una cinta que inició su carrera comercial con la fortuna de obtener el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín de 2014, una de esas locuras visuales que sabe trenzar con brío, uno de esos vehículos para su abracadabrante estilo, una constante caja de sorpresas que termina deviniendo en lo repetitivo y lo hueco (el guión es demasiado esquemático, lo cifra todo a la complicidad de los espectadores, se dirige a los incondicionales), un envoltorio muy elaborado que no fatiga la pupila, sabiendo ser barroco sin resultar histriónico, pero perdiendo fuelle según avanza el metraje.
-ALEJANDRO GONZÁLEZ IÑÁRRITU POR BIRDMAN:
   Tras dejar sin aliento con Amores perros (2000), cinta desbordante, a ratos histérica, tremendista sin recato pero con tiempo para la calma tensa del episodio central (esa joya con tintes cortazianos), el cineasta mexicano ha ido acuñando y retorciendo un estilo cada vez más enfático, más falsario, menos creíble, exagerando sus denuncias hasta estrellarse en lo grotesco, lo forzado, subrayando cada secuencia, haciéndose presente en cada toma, imponiéndose a la historia. Con Birdman quiere rizar el rizo de fingir un casi continuo plano secuencia, dejándolo todo en manos de una coreografía que va en contra de la pretendida (y pretenciosa) naturalidad, de la veracidad que reclama, exhibe y glosa como su mayor aporte, creyendo que el ritmo es cuestión de gritos o de movimientos esforzados de cámara, pensando que hemos olvidado a Hitchcock, Wells, Mankiewicz o, muy especialmente, a Cassavetes.
-RICHARD LINKLATER POR BOYHOOD:
   Un cineasta reputado, un nombre al que siempre suele etiquetarse como creador, innovador o adjetivo similar, un director cuyo mayor mérito es saber desaparecer, desarrollar un estilo personal que no se percibe, que sobrevuela, que imprime carácter sin opacar (todo lo contrario a su máximo competidor en esta noche, es decir, al anteriormente citado Iñárritu –aunque parece que las apuestas se han inclinado a su favor, lo que es todo un alivio porque, al menos, se está premiando a un artesano, a alguien capaz de dar forma a lo volátil, a lo etéreo, a lo anecdótico, sin abandonar la sencillez expositiva y formal), un artista inquieto al que se está aplaudiendo y glorificando por una idea, un esfuerzo, un canto a la fidelidad, lo que se quiere, pero no por auténticos méritos cinematográficos (los que sí quedaban claros en Antes de amanecer (1995) y, aunque en menor medida, en sus dos secuelas). Dejándose llevar por su empeño en reflejar las rutinas de la vida, los momentos vacíos o intrascendentes, la ausencia de lo extraordinario (lo que sin duda consigue, no como en Bridman), olvida que eso debe narrarse (lo que se ha hecho en otras ocasiones e incluso con brillantez), que está filmando una película, que debe contar algo, que no se trata de que el espectador lo ponga todo (por reconocimiento o por lejanía).
-BENNET MILLER POR FOXCATCHER:
   Con apenas cinco títulos (dos de ellos, documentales), este neoyorquino se ha labrado un prestigio gracias a Truman Capote (2005) y a su posterior colaboración con el sobrevalorado guionista cinematográfico (lo de televisión es otra cosa) llamado Aaron Sorkin en la agotadora y muy pagada/pegada a un código excesivamente restringido Moneyball (2011). Poseedor de unas ínfulas autorales que superan a las de Iñárritu (el tufillo intelectualoide ahoga las pituitarias del que observa sin dar tregua –al menos el mexicano intenta hacer un cine a pie de calle, obviando las referencias, en parte porque todo lo ofrece como hallazgo o invento propio, pero sin cargar las tintas en ese aspecto-), Miller diseña sus filmes para dejar claro lo mucho que sabe, lo inteligente que es, el subtexto que posee, lo bien que maneja las elipsis (que es, por cierto, lo que con más elegancia y estilo se sabe hacer en Birdman –qué paradoja: justo cuando se deja claro que el plano secuencia es fingido es cuando mejor se explica y menos exagera-), en definitiva, abigarrando la narración, haciéndola compleja a fuerza de negar información, jugar al despiste, consentir que Steve Carell perpetre la que tal vez esté destinada a perpetuarse como peor interpretación del siglo (de éste, del pasado o de los que estén por venir).
-MORTEN TYLDUM POR THE IMITATION GAME:
   Al modo en que hiciera el taiwanés Ang Lee en la esplendorosa, vivificante y mágica Sentido y sensibilidad (1995), continuando el camino trazado por la danesa Lone Scherfig en la contundente y deliciosamente perversa An education (2009) -¡Menudo caramelo envenenado! ¡Qué cargas de profundidad sabía lanzar!-, el noruego Morten Tyldum sabe captar esencias, recoger tradiciones, mimetizarse con un estilo y una manera de hacer a priori ajenos para construir una película bendita, asombrosa, necesaria y cautivadoramente británica, un prodigio de elegancia, buen gusto, sabiduría para narrar una historia compleja, con muchas aristas, con diferentes tonos, alternándolos con maestría, dotando a la narración de un empuje y una capacidad hipnótica que la transforman en una de las experiencias más gratificantes que pueda vivir un espectador en estos momentos.

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