Aunque ya lo he comentado en alguna ocasión (pero nadie tiene la
obligación de leer todos mis desvaríos y, por otro lado, algunos se encuentran en
redes sociales a las que sólo tienen acceso los contactos que uno elige),
comenzaré diciendo que no comparto los discursos triunfalistas en torno a la
cosecha de cine español durante 2014; me alegra muchísimo que la cuota de
espectadores haya sido tan alta, que se haya recuperado la afición, la
costumbre, las ganas de ver películas hechas aquí, incluso aunque algunas
(especialmente el fenómeno social, la que ha batido récords, la que ha superado
cualquier expectativa –es decir, Ocho
apellidos vascos-) me resulten un auténtico dolor, sobre todo por ese
empeño de la crítica especializada por ponerse del lado del caballo ganador,
negando en ocasiones lo publicado y opinado anteriormente sobre títulos
similares: el público es muy libre de elegir lo que desee, tiene todo el
derecho del mundo y hay que darle oportunidades (porque lo de la distribución y
exhibición es para tratarlo en profundidad un día de estos), porque no es de
recibo negar la mayor sin otro argumento, ser categórico e incluso denostar sin
conocer (porque se alardea de no verlo, de no pagar, se mete todo en el mismo
saco, pero no se deja de vilipendiar y escupir sobre lo que, se pongan algunos
como se pongan, es cultura –sí, va por ti, Alfonso Ussía (y por tantos de tu
cuerda)-), no es posible decir “no me gusta el cine español” (o de cualquier
otra nacionalidad) porque, en contra de lo que algunos piensan y otros
difunden, no todas las películas son iguales, aunque haya rasgos que las
caractericen, que las identifiquen como inequívocamente nuestras (lo mismo pasa
con Francia, Italia, Gran Bretaña, Suecia, Argentina e incluso EEUU: hay señas
de identidad, idiosincrasias, un aire común). Pero esos buenos augurios en lo
que a taquilla se refiere (deseables y cada vez más comunes, ojalá siga la
tendencia en 2015 y años venideros) tampoco pueden despeñarnos por la errónea
deriva de aplaudir todo como si no hubiese un mañana, de repetir loas y elogios
que suman tres y cuatro aumentativos por adjetivo, de pontificar como si no
hubiese un pasado, unas tradiciones, unos pioneros, unos géneros, de querer
descubrir cada día al nuevo maestro (sea en el ámbito que sea: dirección,
interpretación, fotografía, música), de contagiarse del entusiasmo, de
responder a intereses meramente comerciales, de agradecer la publicidad
contratada, de rendir pleitesía al amo, y no tolerar ni la más mínima palabra
disonante ni la crítica más velada o la puntualización menos ofensiva (porque
no encontrar una obra perfecta o redonda –o cualquier otra etiqueta que, como
tantas, es muy personal y en realidad apenas define- no implica que no se la
considere meritoria, divertida, bien acabada, un montón de matices, los más
abundantes, entre lo mejor y lo peor). Y es que por eso que un servidor (que
consume mucho cine español –del de antes y del de ahora-) no se ha sentido
demasiado motivado para acudir a las salas (en ocasiones porque no es nada
fácil, no sólo por el exorbitante precio de las entradas excepto determinados
días, sino porque hay películas condenadas directamente a la periferia, a muy
pocas pantallas, a horarios complicados), desconfiando especialmente de esos
que alaban sólo para que lo vean/sepan los involucrados, los artistas, los
creadores, los que te dicen, por ejemplo, en conversación informal y privada, que
puedes ahorrarte El Niño pero luego
en sus artículos no osan ni tan siquiera un fruncimiento de letras, no vaya a
ser que Daniel Monzón se ponga a hacer limpieza de contactos de Facebook.
Pero, al igual que el cine, me interesa el asunto de los premios, ver
por dónde van los tiros, si repiten el guión o deciden improvisar, si las
gentes que lo hacen coinciden con los que lo ven, es parte del asunto, da igual
que sólo rescate cuatro títulos o que me haya tropezado con filmes que siempre
llevaré en el corazón (podría pasar, claro, pero de verdad, es decir, mirando
hacia otro lado y ya, no como tanto acomplejado que no para de hacer campaña en
contra de, por ejemplo, los Oscar, pero todos sus esfuerzos se le van en
replicarlos, afearlos, despreciarlos, ser monotemáticos, vivir en realidad para
estar enfrentado a ellos –o sea, poco sería y/ haría sin considerarlos sus
oponentes-). Y el caso es que el inicio de la gala hizo albergar muy buenas
expectativas –tampoco era difícil subir el listón tras las patéticas, cansinas,
insulsas ceremonias precedentes-, sobre todo con la espectacular aparición de
una maravillosa Ana Belén entonando el Acompáñame
que hiciera inmortal la añorada Rocío Dúrcal, toda una declaración de
intenciones que se vio refrendada con un acertado Eduardo Noriega, dando paso a
la imprescindible Lola Flores con A tu
vera, recogiendo el testigo una Lolita a la que gustaría ver más como
actriz formando dúo con un poderoso Miguel Poveda, apareciendo el incombustible
Raphael con su histórico Yo soy aquel que
Hugo Silva supo continuar con gracia y en el que Fran Pera estuvo más bien
perdido para cerrar la presentación con el Resistiré
del Dúo Dinámico que, desde ese espléndido final de Átame!, Dani Rovira atacó como un absoluto himno para ser coreado
por los artistas citados y al menos veinte más (Antonio Resines, Loles León, Asunción
Balaguer, Daniel Guzmán, Macarena García), con todo el patio de butacas puesto
en pie convirtiendo en bandera el grito que debe ser motor e impulso de
cualquier artista: resistir, no dejarse abatir, continuar creando, seguir en
pie, no rendirse (lástima que el playback desluciese un poco este número tan
estupendamente concebido y planificado, apuntalado con un montaje
abracadabrante y magnífico con momentos destacados del cine español –y que la
penosa realización de TVE no supiera ni ahí ni después, aunque en este inicio
las carencias aún se notasen poco, qué o a quién enfocar, por dónde aparecería
el siguiente en salir a escena, cómo hacer transiciones, mostrarnos planos sin
sentido o el momento en que un cámara se preparaba para ser pinchado y no el
encuadre deseado-). Y después empezó Dani Rovira a hacer de las suyas, un
poquito sobreactuado al comienzo, refrenando el ímpetu y consiguiendo un tono
adecuado y sin énfasis, alargando demasiado (¿quién lo diría?) su monólogo
inicial (de hecho, el primer galardón se entregó 29 minutos después del primer
golpe de orquesta y Rovira ocupó casi 20), recurriendo a chistes manidos, dando
algunas pinceladas de frescura, gracia natural, no abusando de sus muletillas,
sabiendo retirarse para regresar con empuje, siendo a ratos un tanto soso,
bailando claqué con cierta gracia (por cierto, sí hay, al menos que uno
recuerde así a bote pronto, una película española en la que aparezca el claqué,
esa mentira bonita sobre la posguerra que Garci tituló Tiovivo), creando como si fuese sobre la marcha unos tráilers de
filmes imposibles con acierto y, sobre todo el segundo, dominio de sus
capacidades vocales, haciendo un papel aceptable aunque no sabiendo imprimir
ritmo a un espectáculo que, innecesariamente, duró casi cuatro horas en lugar
de las tres previstas.
Gracias a la errática, absurda y poco ensayada realización, vimos cómo
la pobre Asunción Balaguer perdía la letra de Resistiré, hicimos contorsiones con las pupilas, captamos aplausos
y carcajadas un tanto exageradas (la palma se la llevaron Macarena Gómez y
Clara Lago), pudimos asistir al modo en que bostezaba sin recato la mujer
sentada detrás de Daniel Monzón justo cuando le nombraban desde el escenario (debía
ser la esposa, pareja o acompañante –desconozco su estado civil, no me interesa
(como el de nadie)- de Eduard Fernández) y vimos un montón de butacas vacías,
con lo feo que eso queda, excepto la que ocupaba Pedro Almodóvar en primera
fila junto a Penélope Cruz, ya que cuando el director se marchó, es de suponer
que a prepararse para la entrega del Goya de Honor (aunque estuvo fuera mucho
tiempo), ocupó el hueco su jefe de prensa, ese Javier Giner que aparece como gay
influyente en la última lista elaborada al uso identificado como “cineasta en
ciernes” (aunque no apareció en el anuncio de películas por estrenarse, mira
tú), muy en la pomada, claro, pero por brillo de otros, por esfuerzo y trabajo
de otros (poco tiene que hacer para promocionar al manchego, que no me diga lo
contrario, por favor), por menospreciar a los que osan discrepar del genio, por
quitarles importancia (que no la tenemos) pero dándosela al reaccionar furibundamente
ante cualquier disidencia (ya del varapalo ni hablamos, da igual el tono, no
importan los argumentos –tampoco ellos los dan: se limitan a insultar-). Y
mientras la gala se iba alargando (Miguel Poveda, siempre impecable y
arrebatador, cantó dos canciones, vaya usted a saber por qué; Álex O´Dogherty
apareció un año más para ocupar demasiado tiempo –es como cierto ser infernal,
dicho literalmente por su mendacidad, victimismo, oscurantismo, imposición
desde altas instancias, que habita en las noches de RNE y allí permanece,
dirija el programa de turno quien lo dirija: viene adscrito a la gala y ha de
aparecer-), la disposición de las escaleras complicaba la existencia a casi
todo el mundo, especialmente a las mujeres con sus vestidos largos, no se
entiende cómo no hacen un diseño más cómodo de escenario que agilice
movimientos y no ocasione problemas (y se eviten momentos bochornosos como
obligar a que El Langui, ayudado precisamente por O´Dogherty, tuviese que bajar
esos escalones que, al menos, le permitieron lanzar un dardo necesario al
bochornoso IVA cultural) y algunos premiados (sí, es su momento de gloria, se
pierde la noción, tal vez convenga ensayar con el bote de champú –aunque hay
quien afirma que, llegado el momento, se te queda la mente en blanco-) querían
acordarse hasta de su comadrona, Antonio Banderas leía un discurso bien
trenzado pero excesivamente largo y con mucho envaramiento (hubiese debido ser
todo lo espontáneo que él sabe, Goya de Honor más merecido por trayectoria,
años de oficio, créditos, versatilidad, apoyo a otros creadores, que muchos de
los entregados a lo largo de los años), Enrique González Macho estuvo bien
(incluso precipitado por aquello de no ocupar demasiado tiempo) aunque él más
que nadie debería saber que lo de tener un modelo al modo francés o
estadounidense también requeriría que variasen muchos de los esquemas,
actitudes, comportamientos y personalidades de las gentes del cine (no sólo se
trata de política o de espectadores).
En cuanto a los premios, satisfacción por el éxito de La isla mínima, película que no necesita
ser comparada con nada, que asume una tradición y sabe darle nuevos bríos, una
interesante y en los momentos adecuados vibrante cinta que Alberto Rodríguez
sabe conducir con pulso firme y olvidando su tono histérico y crispante
habitual, encontrando tiempo para la mesura y para crear atmósfera. Javier
Gutiérrez es uno de los pocos actores pertenecientes a la familia de Animalario
que no tenía Goya y éste le llega por una interpretación estupenda, muy medida,
dando con la mirada páginas de guión, adecuando su cuerpo y voz al personaje
sin que se le vea el truco (todo lo contrario que su compañero Raúl Arévalo, al
que eclipsa incluso sin pretenderlo); en ese deseado (por ellos) reparto de
premios para los de cierta “cuchipandi”, Carmen Machi también consigue su “cabezón”
por rebajar algunos tonos su característico y crispante “tono Aída” y, aunque
se sorprendió un tanto tontamente (“¡Un Goya por hacer reír”; se olvidó de los
4 de Verónica Forqué –todos por comedias-, de los de Carmen Maura –aunque un
cien por cien, en sus cuatro interpretaciones premiadas ha de demostrar sus
grandes recursos como comediante-, de los 2 de Rosa María Sardá, de uno de Juan
Diego, del de Amparo Rivelles, de los de Penélope Cruz –ninguno es por un drama
en sentido estricto-, de uno de Javier Bardem –Boca a boca-,…), al menos tuvo un merecido, sentido, sincero y
necesario homenaje para la última grande que nos dejó: Amparo Baró (tampoco su
Goya fue por un dramón, por cierto). Machi, Karra Elejalde (ya tiene dos y,
sobre todo el primero –También la lluvia-,
por exagerar acentos y quedar más bien ridículo) y el propio Dani Rovira
sirvieron a la Academia para hacer una sonora pedorreta a Clara Lago, la única
no nominada del reparto de Ocho apellidos
vascos, quien se desquitó siendo casi protagonista de la gala al apoyar,
aplaudir, besar, llorar por su novio, al ser reivindicada por el mismo (“hay
una ausencia clara”), al ser presentada por él con un gesto muy significativo y
una pausa especial. Como, a excepción de Ricardo Darín en el apartado masculino
protagonista y José Sacristán en el secundario, a ninguno de los candidatos y
candidatas puedo considerar favorito (incluso, como ya señalé, hay títulos que
no he tenido ninguna gana de ver, como espectador he decidio quedarme al
margen), digamos que poco tengo que recriminarle a la Academia (y en el caso de
Gutiérrez, como ya se ha dicho, me alegro de la elección); en el caso de la
actriz revelación, aunque Nerea Barros está espectacular y convierte su
personaje secundario de La isla mínima en
una presencia constante, perturbadora e imprescindible, vuelvo a decir que lo
de Yolanda Ramos en Carmina y amén ha
ingresado directamente en las antologías, que su secuencia (las dos en las que
interviene, pero especialmente la primera) queda para la historia, y que ya
todos decimos lo del arte amatorio de los negros, lo que ella ha comido, qué es
un “pavo colgón” o el aura tan bonita que se puede llegar a tener. Bárbara
Lennie era el premio esperado a la mejor actriz, un nombre reputado y muy
prestigiado, aunque resulte tan falsa, ajena y estereotipada como toda Magical Girl, esa cinta pretenciosamente
abstrusa, falsamente provocadora, inútilmente críptica, huecamente “artística”.
Y ahora, a ver qué pasa este año con la taquilla, la crítica y las películas
(como espectador, cruzo los dedos y albergo los mejores deseos –aunque ya se
sabe que lo malo es que a veces se cumplen-) y con la gala de los Goya, puesto
que, aunque mejorando algo, seguimos en niveles muy bajos
P.D.: ¡Y que alguien le diga a
Carlos del Amor que no hace falta hacer pausas tan largas entre palabra y
palabra! ¡Que no es Jesús Hermida! ¡Que no es tan apasionante como se cree!
¡Que sus comentarios son de lo más ramplón e incluso innecesarios, por no decir
absurdos (destaca que la canción galardonada se escribió directamente para El Niño; ¡toma, claro, por eso premian
una original y La niña de fuego que
canta Manolo Caracol y que han usado en Magical
Girl no puede competir!)!
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