domingo, 8 de febrero de 2015

GOYAS 2014: MEJORANDO, PERO BAJO MÍNIMOS



  



 Aunque ya lo he comentado en alguna ocasión (pero nadie tiene la obligación de leer todos mis desvaríos y, por otro lado, algunos se encuentran en redes sociales a las que sólo tienen acceso los contactos que uno elige), comenzaré diciendo que no comparto los discursos triunfalistas en torno a la cosecha de cine español durante 2014; me alegra muchísimo que la cuota de espectadores haya sido tan alta, que se haya recuperado la afición, la costumbre, las ganas de ver películas hechas aquí, incluso aunque algunas (especialmente el fenómeno social, la que ha batido récords, la que ha superado cualquier expectativa –es decir, Ocho apellidos vascos-) me resulten un auténtico dolor, sobre todo por ese empeño de la crítica especializada por ponerse del lado del caballo ganador, negando en ocasiones lo publicado y opinado anteriormente sobre títulos similares: el público es muy libre de elegir lo que desee, tiene todo el derecho del mundo y hay que darle oportunidades (porque lo de la distribución y exhibición es para tratarlo en profundidad un día de estos), porque no es de recibo negar la mayor sin otro argumento, ser categórico e incluso denostar sin conocer (porque se alardea de no verlo, de no pagar, se mete todo en el mismo saco, pero no se deja de vilipendiar y escupir sobre lo que, se pongan algunos como se pongan, es cultura –sí, va por ti, Alfonso Ussía (y por tantos de tu cuerda)-), no es posible decir “no me gusta el cine español” (o de cualquier otra nacionalidad) porque, en contra de lo que algunos piensan y otros difunden, no todas las películas son iguales, aunque haya rasgos que las caractericen, que las identifiquen como inequívocamente nuestras (lo mismo pasa con Francia, Italia, Gran Bretaña, Suecia, Argentina e incluso EEUU: hay señas de identidad, idiosincrasias, un aire común). Pero esos buenos augurios en lo que a taquilla se refiere (deseables y cada vez más comunes, ojalá siga la tendencia en 2015 y años venideros) tampoco pueden despeñarnos por la errónea deriva de aplaudir todo como si no hubiese un mañana, de repetir loas y elogios que suman tres y cuatro aumentativos por adjetivo, de pontificar como si no hubiese un pasado, unas tradiciones, unos pioneros, unos géneros, de querer descubrir cada día al nuevo maestro (sea en el ámbito que sea: dirección, interpretación, fotografía, música), de contagiarse del entusiasmo, de responder a intereses meramente comerciales, de agradecer la publicidad contratada, de rendir pleitesía al amo, y no tolerar ni la más mínima palabra disonante ni la crítica más velada o la puntualización menos ofensiva (porque no encontrar una obra perfecta o redonda –o cualquier otra etiqueta que, como tantas, es muy personal y en realidad apenas define- no implica que no se la considere meritoria, divertida, bien acabada, un montón de matices, los más abundantes, entre lo mejor y lo peor). Y es que por eso que un servidor (que consume mucho cine español –del de antes y del de ahora-) no se ha sentido demasiado motivado para acudir a las salas (en ocasiones porque no es nada fácil, no sólo por el exorbitante precio de las entradas excepto determinados días, sino porque hay películas condenadas directamente a la periferia, a muy pocas pantallas, a horarios complicados), desconfiando especialmente de esos que alaban sólo para que lo vean/sepan los involucrados, los artistas, los creadores, los que te dicen, por ejemplo, en conversación informal y privada, que puedes ahorrarte El Niño pero luego en sus artículos no osan ni tan siquiera un fruncimiento de letras, no vaya a ser que Daniel Monzón se ponga a hacer limpieza de contactos de Facebook.
   Pero, al igual que el cine, me interesa el asunto de los premios, ver por dónde van los tiros, si repiten el guión o deciden improvisar, si las gentes que lo hacen coinciden con los que lo ven, es parte del asunto, da igual que sólo rescate cuatro títulos o que me haya tropezado con filmes que siempre llevaré en el corazón (podría pasar, claro, pero de verdad, es decir, mirando hacia otro lado y ya, no como tanto acomplejado que no para de hacer campaña en contra de, por ejemplo, los Oscar, pero todos sus esfuerzos se le van en replicarlos, afearlos, despreciarlos, ser monotemáticos, vivir en realidad para estar enfrentado a ellos –o sea, poco sería y/ haría sin considerarlos sus oponentes-). Y el caso es que el inicio de la gala hizo albergar muy buenas expectativas –tampoco era difícil subir el listón tras las patéticas, cansinas, insulsas ceremonias precedentes-, sobre todo con la espectacular aparición de una maravillosa Ana Belén entonando el Acompáñame que hiciera inmortal la añorada Rocío Dúrcal, toda una declaración de intenciones que se vio refrendada con un acertado Eduardo Noriega, dando paso a la imprescindible Lola Flores con A tu vera, recogiendo el testigo una Lolita a la que gustaría ver más como actriz formando dúo con un poderoso Miguel Poveda, apareciendo el incombustible Raphael con su histórico Yo soy aquel que Hugo Silva supo continuar con gracia y en el que Fran Pera estuvo más bien perdido para cerrar la presentación con el Resistiré del Dúo Dinámico que, desde ese espléndido final de Átame!, Dani Rovira atacó como un absoluto himno para ser coreado por los artistas citados y al menos veinte más (Antonio Resines, Loles León, Asunción Balaguer, Daniel Guzmán, Macarena García), con todo el patio de butacas puesto en pie convirtiendo en bandera el grito que debe ser motor e impulso de cualquier artista: resistir, no dejarse abatir, continuar creando, seguir en pie, no rendirse (lástima que el playback desluciese un poco este número tan estupendamente concebido y planificado, apuntalado con un montaje abracadabrante y magnífico con momentos destacados del cine español –y que la penosa realización de TVE no supiera ni ahí ni después, aunque en este inicio las carencias aún se notasen poco, qué o a quién enfocar, por dónde aparecería el siguiente en salir a escena, cómo hacer transiciones, mostrarnos planos sin sentido o el momento en que un cámara se preparaba para ser pinchado y no el encuadre deseado-). Y después empezó Dani Rovira a hacer de las suyas, un poquito sobreactuado al comienzo, refrenando el ímpetu y consiguiendo un tono adecuado y sin énfasis, alargando demasiado (¿quién lo diría?) su monólogo inicial (de hecho, el primer galardón se entregó 29 minutos después del primer golpe de orquesta y Rovira ocupó casi 20), recurriendo a chistes manidos, dando algunas pinceladas de frescura, gracia natural, no abusando de sus muletillas, sabiendo retirarse para regresar con empuje, siendo a ratos un tanto soso, bailando claqué con cierta gracia (por cierto, sí hay, al menos que uno recuerde así a bote pronto, una película española en la que aparezca el claqué, esa mentira bonita sobre la posguerra que Garci tituló Tiovivo), creando como si fuese sobre la marcha unos tráilers de filmes imposibles con acierto y, sobre todo el segundo, dominio de sus capacidades vocales, haciendo un papel aceptable aunque no sabiendo imprimir ritmo a un espectáculo que, innecesariamente, duró casi cuatro horas en lugar de las tres previstas.  
   Gracias a la errática, absurda y poco ensayada realización, vimos cómo la pobre Asunción Balaguer perdía la letra de Resistiré, hicimos contorsiones con las pupilas, captamos aplausos y carcajadas un tanto exageradas (la palma se la llevaron Macarena Gómez y Clara Lago), pudimos asistir al modo en que bostezaba sin recato la mujer sentada detrás de Daniel Monzón justo cuando le nombraban desde el escenario (debía ser la esposa, pareja o acompañante –desconozco su estado civil, no me interesa (como el de nadie)- de Eduard Fernández) y vimos un montón de butacas vacías, con lo feo que eso queda, excepto la que ocupaba Pedro Almodóvar en primera fila junto a Penélope Cruz, ya que cuando el director se marchó, es de suponer que a prepararse para la entrega del Goya de Honor (aunque estuvo fuera mucho tiempo), ocupó el hueco su jefe de prensa, ese Javier Giner que aparece como gay influyente en la última lista elaborada al uso identificado como “cineasta en ciernes” (aunque no apareció en el anuncio de películas por estrenarse, mira tú), muy en la pomada, claro, pero por brillo de otros, por esfuerzo y trabajo de otros (poco tiene que hacer para promocionar al manchego, que no me diga lo contrario, por favor), por menospreciar a los que osan discrepar del genio, por quitarles importancia (que no la tenemos) pero dándosela al reaccionar furibundamente ante cualquier disidencia (ya del varapalo ni hablamos, da igual el tono, no importan los argumentos –tampoco ellos los dan: se limitan a insultar-). Y mientras la gala se iba alargando (Miguel Poveda, siempre impecable y arrebatador, cantó dos canciones, vaya usted a saber por qué; Álex O´Dogherty apareció un año más para ocupar demasiado tiempo –es como cierto ser infernal, dicho literalmente por su mendacidad, victimismo, oscurantismo, imposición desde altas instancias, que habita en las noches de RNE y allí permanece, dirija el programa de turno quien lo dirija: viene adscrito a la gala y ha de aparecer-), la disposición de las escaleras complicaba la existencia a casi todo el mundo, especialmente a las mujeres con sus vestidos largos, no se entiende cómo no hacen un diseño más cómodo de escenario que agilice movimientos y no ocasione problemas (y se eviten momentos bochornosos como obligar a que El Langui, ayudado precisamente por O´Dogherty, tuviese que bajar esos escalones que, al menos, le permitieron lanzar un dardo necesario al bochornoso IVA cultural) y algunos premiados (sí, es su momento de gloria, se pierde la noción, tal vez convenga ensayar con el bote de champú –aunque hay quien afirma que, llegado el momento, se te queda la mente en blanco-) querían acordarse hasta de su comadrona, Antonio Banderas leía un discurso bien trenzado pero excesivamente largo y con mucho envaramiento (hubiese debido ser todo lo espontáneo que él sabe, Goya de Honor más merecido por trayectoria, años de oficio, créditos, versatilidad, apoyo a otros creadores, que muchos de los entregados a lo largo de los años), Enrique González Macho estuvo bien (incluso precipitado por aquello de no ocupar demasiado tiempo) aunque él más que nadie debería saber que lo de tener un modelo al modo francés o estadounidense también requeriría que variasen muchos de los esquemas, actitudes, comportamientos y personalidades de las gentes del cine (no sólo se trata de política o de espectadores).
   En cuanto a los premios, satisfacción por el éxito de La isla mínima, película que no necesita ser comparada con nada, que asume una tradición y sabe darle nuevos bríos, una interesante y en los momentos adecuados vibrante cinta que Alberto Rodríguez sabe conducir con pulso firme y olvidando su tono histérico y crispante habitual, encontrando tiempo para la mesura y para crear atmósfera. Javier Gutiérrez es uno de los pocos actores pertenecientes a la familia de Animalario que no tenía Goya y éste le llega por una interpretación estupenda, muy medida, dando con la mirada páginas de guión, adecuando su cuerpo y voz al personaje sin que se le vea el truco (todo lo contrario que su compañero Raúl Arévalo, al que eclipsa incluso sin pretenderlo); en ese deseado (por ellos) reparto de premios para los de cierta “cuchipandi”, Carmen Machi también consigue su “cabezón” por rebajar algunos tonos su característico y crispante “tono Aída” y, aunque se sorprendió un tanto tontamente (“¡Un Goya por hacer reír”; se olvidó de los 4 de Verónica Forqué –todos por comedias-, de los de Carmen Maura –aunque un cien por cien, en sus cuatro interpretaciones premiadas ha de demostrar sus grandes recursos como comediante-, de los 2 de Rosa María Sardá, de uno de Juan Diego, del de Amparo Rivelles, de los de Penélope Cruz –ninguno es por un drama en sentido estricto-, de uno de Javier Bardem –Boca a boca-,…), al menos tuvo un merecido, sentido, sincero y necesario homenaje para la última grande que nos dejó: Amparo Baró (tampoco su Goya fue por un dramón, por cierto). Machi, Karra Elejalde (ya tiene dos y, sobre todo el primero –También la lluvia-, por exagerar acentos y quedar más bien ridículo) y el propio Dani Rovira sirvieron a la Academia para hacer una sonora pedorreta a Clara Lago, la única no nominada del reparto de Ocho apellidos vascos, quien se desquitó siendo casi protagonista de la gala al apoyar, aplaudir, besar, llorar por su novio, al ser reivindicada por el mismo (“hay una ausencia clara”), al ser presentada por él con un gesto muy significativo y una pausa especial. Como, a excepción de Ricardo Darín en el apartado masculino protagonista y José Sacristán en el secundario, a ninguno de los candidatos y candidatas puedo considerar favorito (incluso, como ya señalé, hay títulos que no he tenido ninguna gana de ver, como espectador he decidio quedarme al margen), digamos que poco tengo que recriminarle a la Academia (y en el caso de Gutiérrez, como ya se ha dicho, me alegro de la elección); en el caso de la actriz revelación, aunque Nerea Barros está espectacular y convierte su personaje secundario de La isla mínima en una presencia constante, perturbadora e imprescindible, vuelvo a decir que lo de Yolanda Ramos en Carmina y amén ha ingresado directamente en las antologías, que su secuencia (las dos en las que interviene, pero especialmente la primera) queda para la historia, y que ya todos decimos lo del arte amatorio de los negros, lo que ella ha comido, qué es un “pavo colgón” o el aura tan bonita que se puede llegar a tener. Bárbara Lennie era el premio esperado a la mejor actriz, un nombre reputado y muy prestigiado, aunque resulte tan falsa, ajena y estereotipada como toda Magical Girl, esa cinta pretenciosamente abstrusa, falsamente provocadora, inútilmente críptica, huecamente “artística”. Y ahora, a ver qué pasa este año con la taquilla, la crítica y las películas (como espectador, cruzo los dedos y albergo los mejores deseos –aunque ya se sabe que lo malo es que a veces se cumplen-) y con la gala de los Goya, puesto que, aunque mejorando algo, seguimos en niveles muy bajos
P.D.: ¡Y que alguien le diga a Carlos del Amor que no hace falta hacer pausas tan largas entre palabra y palabra! ¡Que no es Jesús Hermida! ¡Que no es tan apasionante como se cree! ¡Que sus comentarios son de lo más ramplón e incluso innecesarios, por no decir absurdos (destaca que la canción galardonada se escribió directamente para El Niño; ¡toma, claro, por eso premian una original y La niña de fuego que canta Manolo Caracol y que han usado en Magical Girl no puede competir!)!

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