Un listado en que se intente recoger lo
mejor que se ha visto durante un año ha de ser sectario, injusto,
reduccionista, particular por definición (otra cosa es si hay que recoger lo
más taquillero, lo más premiado, cualquier clasificación que se atenga a un
baremo, a un condicionante, a una categoría que pueda ser cuantificada porque
en ese caso se deja hablar a las cifras sin más –luego vienen los análisis, las
matizaciones, la adecuación de esos datos al sentir, al criterio, a la
querencia de cada uno-). Las películas candidatas al Oscar que distingue la que
es, a juicio de los académicos, la mejor producción del año son tan sólo la
expresión de un gusto mayoritario, de unas ganas (e incluso una necesidad) por
destacar a unos cuantos de entre los demás, el resultado de una votación que
año tras años despierta críticas aceradas especialmente entre aquellos que
proclaman a los cuatro vientos su oposición a los dictados de Hollywood en
general y a los de la Academia en particular, aunque su empeño por llamar la
atención, su forma de creerse alguien, su absurda manera de arrogarse un
cometido en la vida (y de salpicar y ensuciar a la profesión periodística
puesto que ejercen/se venden/proclaman como tales, se les da esa denominación
incluso desde los propios medios –calvario y condena que podrían evitarse con
hacer un poco de autocrítica-), es la de mantener esa constante y a ratos
inconsistente oposición en lugar de dedicar sus esfuerzos a otra tarea que
consideren más noble, intelectual y gratificante, siendo tan sólo en la medida
en que se muestran contra algo, dando con su persistente desacuerdo más
importancia de la que tienen a esas estatuillas doradas (esa que, sin embargo,
no cejan en negarles –aunque, por otro lado, las reclaman para aquellos a los
que admiran en un claro ejercicio de cinismo-), hablando de la Academia (esa
venerable y anciana señora) como si fuese una sola persona, como si los
votantes no fuesen variando a lo largo del tiempo, como si no se incorporase
savia nueva a la institución cada año, como si no hubiese tenido las narices de
encumbrar a una producción francesa por encima de todo lo producido en EEUU
(sí, sólo ha pasado una vez pero ya es más de lo que puede verse en Goyas,
César, Baftas y demás). Veamos, a juicio del que esto escribe, qué ha dado de
sí la selección hecha entre la cosecha de 2014:
-BIRDMAN:
Se supone que es un canto al teatro, al arte
de la interpretación en estado puro, sin filtros, sin trucos, sin red, delante
del espectador, cuando en realidad es irreal, crispada y crispante, exagerada,
un desbarre desde su concepción, desde el delirio de su creador, que termina
por contagiarse a todos los participantes (con la noble y gozosa excepción de Emma
Stone). Si atendemos a su inclusión en los Globos de Oro como film de comedia
y/o musical aún podemos concederle que consigue arrancar algunas carcajadas por
lo absurdo, por lo en serio que se toma, por lo pagado que está de su talante
artístico (el tramo final es para echarlo de comer aparte); en lo demás, una
innecesaria glorificación como gran actor de un intérprete del que lo mejor que
puede decirse es que cuando resulta anodino es soportable (Michael Keaton) y
una fatigosa epopeya que es mínima, leve, endogámica, con todos los tics que
Iñárritu ha ido acumulando y exacerbando.
-BOYHOOD:
Una lección de fidelidad, de compromiso, de
fe en una persona, en un proyecto, en una idea, una película que quedará en la
memoria y en la historia más por lo que se supone, por lo que significa, por lo
que representa, por lo que hay detrás de su realización que por lo que puede
verse en pantalla. Un ejercicio de estilo que consigue resultar sencillo, que
no engola, que no envara, pero que en el camino pierde pulso narrativo y se
queda entre dos aguas, con tendencia a lo cansino, sin imprimir un aliento
vital a sus imágenes.
-EL FRANCOTIRADOR:
Clint Eastwood ha vuelto a demostrar que es
uno de los pocos cineastas de aliento clásico que aún nos quedan, ha vuelto a
reinventarse y a sorprender, sigue siendo ese trabajador inquieto e infatigable
que ha sabido construirse una trayectoria muy sólida (con las lógicas arritmias
que la creatividad sufre). En contra de lo esperado por la temática y el tono
empleado para narrar la historia, este título le ha reconciliado con la
taquilla (lo que quiere decir que el público le ha devuelto el crédito –en realidad,
se lo ha revalidado y ampliado, nunca le ha dado la espalda clamorosamente) y
ha vuelto a tapar muchas bocas, esas que sólo saben proferir prejuicios o
interpretaciones sesgadas de la figura pública de un artista que, sin esconder
sus preferencias, sus opiniones, su voto, ha demostrado y demuestra más
ecuanimidad, más talante democrático, más apertura de miras, más progresía que
muchos de los que le acusan de lo contrario, esos que sólo saben mirar en una
dirección, esos que hablan sin conocer, esos que nos captan las cargas de
profundidad que Eastwood ha dejado caer a lo largo del tiempo, su capacidad de
análisis y reconocimiento de errores, su disección del American Way of Life, el
modo en que subvirtió el género patriótico por antonomasia, la humanidad que
anhela y alienta sus filmes. Aunque alargue demasiado algunas secuencias y
caiga a veces en reiteraciones, es un placer comprobar cómo no ha perdido
temple, sabiduría para sostener el tempo, sobriedad expositiva, habilidad para
desasosegar, para dinamitar con mesura pero sin recato cualquier atisbo de
triunfalismo, para explorar en el dolor de un héroe que no se siente como tal
(un Bradley Cooper estupendo, vibrante, emocionante en su parquedad, en su
contención, transmitiendo negruras con un simple cambio de mirada).
-EL GRAN HOTEL BUDAPEST:
Una virguería visual, una portentosa
dirección artística, un colorido bien jugado y combinado, un juguete en la
línea característica de Wes Anderson que se va agrietando según avanza el
metraje, dejando claro que el guión es sólo un punto de partida, que muy pronto
se deja atrás la inspiración encontrada en el magnífico escritor Stefan Zweig
para repetir hallazgos, gracietas, ocurrencias indistinguibles de otras
anteriores, acumulando sin freno, sin decelerar para coger nuevo impulso,
desperdiciando la oportunidad de conseguir una obra más compacta y sólida,
simpática en su ausencia de ínfulas, divertida por su falta de prejuicios,
entrañable por el espíritu jocoso que destila, sorpresiva a ratos, pero con la
columna vertebral de un suflé.
-THE IMITATION GAME:
Un mecanismo de relojería perfectamente
engrasado, una maquinaria precisa que sabe dar utilidad a cada una de sus
piezas, una película que combina tonos e incluso géneros con gran habilidad
para cautivar al espectador desde los primeros planos, una cinta elegante que
no evita ni esconde el drama sufrido, la violencia ejercida, el ensañamiento
del que fue objeto Alan Turing, el genial inventor, el brillante matemático, el
lógico implacable con la cerrazón, con lo convencional, con lo establecido, el
cerebro que fue capaz de descifrar lo indescifrable, el homosexual condenado porque
las leyes prohibían amar a alguien del mismo sexo (y no hay que remontarse muy
atrás ni irse muy lejos). Uno de esos filmes que devuelve la esperanza, que
reconcilia con el séptimo arte, que hace olvidar tantas decepciones vividas en
un patio de butacas, que destierra los muchos sinsabores que se experimentan cada
temporada.
-SELMA:
Una película que hace recordar los años en
que uno comenzaba a ser espectador y esperaba impaciente que llegasen los
títulos nominados al Oscar, esos filmes que hablaban de personas reales, de
sucesos más o menos conocidos (o que se descubrían de ese modo), que nos
removían, que nos provocaban/despertaban inquietudes, preguntas, curiosidades,
que nos transformaban, que se salían de la pantalla. Y aunque a ratos es
excesivamente documental (en el sentido de aséptica, de expositiva, de evitar
las emociones más de lo debido), Selma es
una digna heredera de un puñado de experiencias poderosas vividas en una sala,
un alegato que por desgracia aún tiene demasiado sentido, todavía es
pertinente, posee más vigencia de la que algunos piensan y otros pregonan, de
la que a la mayoría nos gustaría (o debería hacerlo); conducida con brío por
Ava DuVernay, hubiese merecido mayor presencia en las candidaturas (parece de
chiste que compita por el premio gordo cuando sólo opta a otro Oscar –canción original-),
en especial en lo que se refiere a su protagonista, un estupendo David Oyelowo,
cuyo olvido es aún más lapidario si se piensa que, pudiera decirse, su hueco lo
ocupa el patético Steve Carell haciendo algo que hay quien considera
interpretación.
-LA TEORÍA DEL TODO:
De nuevo la escuela británica imponiéndose,
demostrando sus capacidades, extrayendo oro de un material que podría
despeñarse por la sensiblería más estomagante o por el intelectualismo más
desaforado y restrictivo, dosificando tonos para que la mezcla tenga las dosis
precisas de cada elemento y conformar una cinta gozosa, lo que hubiera podido
ser Una mente maravillosa (2001) de
haber caído en otras manos (especialmente en lo que se refiere a dirección y
guión, apartados premiados con un Oscar en una ya lejana –y olvidable en lo que
a ellos se refiere- ceremonia que coronó a Ron Howard y Akiva Goldsman con
sendas estatuillas).
-WHIPLASH:
Es un cortometraje estirado más allá de lo
soportable, es como una melodía que sólo tuviese un estribillo que a ratos es
pegadizo pero que termina pareciendo de lo más ratonero a fuer de repetirse
hasta la saciedad. Una cinta de mensaje perverso, una asunción sin tapujos de
la execrable sentencia “la letra con sangre entra”, filme manipulador que quiere
ser una loa al necesario esfuerzo, a la entrega, al estudio, al sudor que hace
falta pagar para alcanzar nuestros sueños, intentando desarrollar empatía y
comprensión con un castrador, un sádico, un falso pedagogo, uno de tantos
considerados profesores (jamás maestros) que han derribado vocaciones, que han
anulado pulsiones, que han puesto barreras infranqueables en el camino a tantos
estudiantes (porque ser exigente, realista, no poner lechos de rosas, no
regalar los oídos, enseñar disciplina no implica hundir en la miseria, golpear
emocionalmente, ahogar en la depresión, abatir al alumno). Y en ese
enfrentamiento, por mucho que todos los parabienes se los esté llevando J. K.
Simmons (quien cumple, pero tampoco puede ir más allá con el material que le
entregan), el triunfo es de Miles Teller, al que habrá que seguir la pista (lo
que no será muy difícil, puesto que será el nuevo Mr. Fantástico en el título
que intentará revitalizar la saga –aunque en realidad volveremos al
principio en ese círculo vicioso del que Hollywood no sabe salir en demasiadas ocasiones-).
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