lunes, 4 de julio de 2016

OLIVIA DE HAVILLAND: MELANIA HAMILTON, SILENCIO CÁLIDO



  


 En aquella ocasión no pude evitar sentirme importante, caminar con altivez, mirar por encima del hombro, presumir y alardear de mi buena fortuna: ¡Iba a ver Lo que el viento se llevó en cine! Era un sueño largamente acariciado, era una de las películas favoritas de la tía Carmen, gozaba de un lugar destacado en la colección de afiches que fui reuniendo gracias a Emi, una vecina que trabajaba en una tienda de sonido de la calle Barquillo, una de aquellas en que empezaron a aparecer tímidamente esos aparatos mágicos que te permitían no depender de la programación de televisión para llenar de contenido algunas horas de ocio (el resto estaba dedicado a la lectura casi en exclusividad), que posibilitaban grabar tus programas favoritos cuando los Cela viniesen de visita o hubiera que salir a picar algo (es decir, un domingo tras otro -con raras y liberadoras excepciones-), ese vídeo que muy pronto sería imprescindible para seguir alimentado la cinefilia (aunque mucho de cinefagia, si se me permite el neologismo, también había -y sigue habiendo-), justo el primer magnetoscopio que entró en casa de los tíos vino con una copia de Lo que el viento se llevó como regalo, pero eso sería meses después de lo que ahora voy a contar. En 1983 (pensaba que a principios de año, pero según fuentes consultadas y fidedignas fue a partir de mayo) los lunes cinematográficos de TVE (en la segunda cadena, esa que sólo visitábamos para acontecimientos de este tipo) se vistieron de melodrama, La solterona (1939) abrió fuego (otro de esos títulos que cimientan mi adoración por el llamado séptimo arte) y los créditos que presentaban el ciclo se cerraban con el famosísimo movimiento de cámara que se aleja de una colina mientras Escarlata O´Hara pone a Dios por testigo de que no volverá a pasar hambre; eso provocó que empezase a correr la voz de que, un día de estos, más tarde o más temprano, Lo que el viento se llevó sería programada, aún recuerdo la emoción de la tía cuando aparecieron las letras “El melodrama” sobre la silueta de Vivien Leigh, “¡Ay, mira, por fin!”, el caso es que el momento nunca llegaba, las emisiones se sucedían (con una selección esplendorosa de títulos -El cielo y tú (1940), Nunca digas adiós (1962), Mañana lloraré (1954), por citar tres que, además, se emitieron en ese orden y en semanas consecutivas-), pero el ansiado encuentro con Tara, con Mamita, con todo lo que la tía Carmen iba desgranando mientras alimentaba mis ansias y agigantaba mis anhelos, no se concretaba. Chari, la peluquera de la familia, una grandísima lectora, me prestó su edición de la novela de Margaret Mitchell (un tochazo del Círculo de Lectores) para que, por lo menos, conociese el original literario y fuese abriendo boca (fue el mismo día en que me trajo Viento del Este, viento del Oeste de Pearl S. Buck, “porque seguro que también te gusta” -y acertó: muchos años después me lo regaló Pablo y su relectura, casi su descubrimiento porque apenas recordaba la anécdota inicial y algunos detalles, pocos, fue una cálida caricia en el corazón-). ¿Cómo resistirse a esa primera frase, “Escarlata O´Hara no era bella”? Recorrí las mil páginas (o tal vez alguna más) con la fruición, velocidad y ahogo con que se lee en la adolescencia, sin tregua, queriendo llegar al final, disfrutando el momento, comentando la novela con Mari Paz, compañera del colegio que hacía lo propio al mismo tiempo, incorporando las evocaciones de la tía y de su madre sobre la adaptación fílmica, riéndonos en ocasiones de la protagonista, de su ímpetu, de su talante caprichoso, de su absurdo y falso enamoramiento de Ashely, un hombre al que ella veía con los ojos de su imaginación, dotándole de unas virtudes de las que carecía, estos detalles no evitaron (incluso propiciaron) que su carisma, su cascabeleo, su coqueteo, su frivolidad, su carácter de niña caprichosa a la que todo se le concedía antes incluso de pedirlo, su incontenible fuerza, sus debilidades que tanto la humanizaban frente a otras heroínas románticas, sus aristas, todo en Escarlata nos la hiciese próxima, a ratos simpática, en otros insufrible, pero en cada página un personaje lleno de vida, un ciclón que hacía muy complicado permanecer impasible. Pero allí, sin querer molestar ni destacar, casi al margen, en segundo plano pero con una importancia superlativa, aparecía una tal Melania Hamilton, una personita que fue ganando nuestro corazoncito y, ahora sí, por fin llegamos a Olivia de Havilland.
   Los cines Madrid anunciaron un ciclo homenaje a la MGM durante unas semanas de verano y, por supuesto, Lo que el viento se llevó era uno de los platos fuertes de la programación; creo que pocas veces he camelado tanto al tío Miguel, aunque era muy fácil de convencer cuando se trataba de asuntos culturales, hasta conseguir que prometiese que una tarde iríamos a ver la película y, por eso, no pude evitar caminar como si flotase, creyéndome el rey del mambo porque iba a hacer realidad mi sueño, pensando que no había nadie más importante (ni más afortunado) que yo sobre la faz de la tierra. Lo que sucedió en aquella sala (la número 4) de los cines Madrid (edificio que, tras muchos años cerrado, está en proceso de rehabilitación, ojalá sea para restablecer el antiguo negocio) entra dentro de lo mágico porque mi sueño se había quedado corto, muy corto: sí, es cierto que iba predispuesto, pero esa actitud suele conducir en demasiadas ocasiones a una irremediable decepción, palabra que jamás sobrevoló mi ánimo durante las casi cuatro horas de proyección (súmese el clásico intermedio, precisamente después del “a Dios pongo por testigo”, en películas tan extensas). La partitura de Max Steiner me abdujo, me insertó en la pantalla, a los pocos minutos ya estaba hipnotizado, reconociendo situaciones y personajes, sin añorar nada de lo que, inevitablemente, había quedado fuera en el trasvase del libro al celuloide, sorprendiéndome, admirándome, emocionándome, ojiplático, boquiabierto, casi sin respirar, celebrando con la tía los mejores momentos, viviendo con la misma intensidad el incansable crescendo que la narración sabe mantener, controlando los tempos con soltura y talento, sin tiempos muertos porque cada secuencia, por muy trivial que pueda parecer, aporta algo al conjunto. Y arrebatado por Vivien Leigh, impactado por Clark Gable, flechado por Hattie McDaniel, la figura de una tal Olivia de Havilland (a la que reconocía gracias a películas emitidas en televisión, aventuras inolvidables como Murieron con las botas puestas (1941), La carga de la Brigada Ligera (1936), Robin de los bosques (1938) y alguna otra) se fue imponiendo, se adueñó de mi corazón, su sonrisa, sus ojos, sus gestos controlados y educados, su bondad a prueba de explosiones, incendios y demás catástrofes, su coraje e inteligencia (a buen recaudo para no destacar, pero latentes en todo momento), el magisterio que la actriz desplegaba a la hora de contener emociones, expresándolas con un visaje casi imperceptible pero certero, su forma de ocupar su lugar sin empujones ni alharacas, su capacidad para desaparecer pero dejando huella, la manera en que Melania se dignificaba y destacaba aún más que en la novela, un torbellino de admiración me puso desde ese momento en permanente reverencia ante una de las actrices más gigantescas que verán los tiempos, los que se lleve el viento y los que queden por llegar.
   Hay quien hace una lectura superficial del personaje y tilda a Melania de simple, bobalicona, estúpida y epítetos más gruesos e incluso groseros; como decíamos, Escarlata tiene muchos momentos de lucimiento, no se puede negar el poderío de su comportamiento durante el incendio de Atlanta (cuando, precisamente, es la única que permanece junto a Melania y su bebé recién nacido -da a luz con el fragor de la lucha como cruel banda sonora-), sus duelos verbales con Rhett Butler, sus argucias y triquiñuelas para salirse con la suya (y para reflotar la mermada y asolada hacienda familiar), su baile con traje de luto, sus secuencias en la colina frente a Tara (y alguna muy poderosa que no tuvo traducción cinematográfica: el momento en que defiende el sable de Carlos, su primer marido, el hermano de Melania, puesto que es la herencia de su hijo -quien también desaparece en la película- y evita que unos soldados se lo lleven, plantándoles cara en el porche de Tara con su sobrino en los brazos y su propio hijo oculto entre las faldas, llorando porque se llevan lo que un padre al que no conoció dejó para él), pero Melania tampoco se queda manca a la hora de reivindicar secuencias antológicas, beneficiándose de la prodigiosa interpretación de Olivia de Havilland para transformar en tales casi todas en las que interviene. Si es la réplica perfecta a Escarlata durante la cuestación en el baile para recaudar fondos para el ejército sureño (por cierto, el hilarante momento de los anillos de boda sucede justo al contrario en la novela, siendo mucho más significativo e impactante como aparece en la película, al margen de definir a la perfección a los tres involucrados -Escarlata, Melania y Rhett- en apenas unos segundos), si su inexpresividad caminando hacia la mujer que ha intentado seducir a su marido golpea, inquieta y asombra, si el modo en que gime mientras Rhett le promete “tranquila, Melania, la vamos a sacar de aquí” sobrecoge, si su escena subiéndose al coche de Belle Watling destila señorío, elegancia y ausencia de prejuicios, hay un momento que, para el que suscribe, se inscribe con letras de oro dentro de ese particular y selecto olimpo de secuencias gloriosas y favoritas: su espléndido enfrentamiento (fingido, como se verá poco después) con Rhett Butler cuando se supone que éste trae a Ashley y el resto de la pandilla -excepto el segundo marido de Escarlata- del burdel local, borrachos como cubas, evitando el arresto porque les proporciona una coartada sólida al reconocer el pecado delante de sus esposas, comprendiendo a la perfección el mensaje en los ojos de Butler, sabiendo leer entre líneas, reaccionando con velocidad de crucero, impecable en el engaño. Lo que Olivia de Havilland despliega en esos pocos minutos es una lección interpretativa que debería haberse saldado con un Oscar, pero la maravillosa Mamita de Hattie McDaniel era una oponente imbatible, aunque la manera en que Olivia se planta en el marco de la puerta, ofendida pero seca e implacable, cómo parece alguien de la altura de Clark Gable, cómo empequeñece al resto, queda para los anales.
   Y el Oscar llegó en dos ocasiones: el primero, por la muy desconocida (y mal editada en formato doméstico, ya que un melodrama clásico merecería una edición doblada para esa generación que no se maneja con los subtítulos y ama el cine) Vida íntima de Julia Norris (1946), título que pudimos rescatar para nuestro Madres de película, una gozada para los fanáticos del género, un filme que recordar a través de algunas de las palabras que le dedicamos: “Con un material tan sensible y tendente al melodrama más desaforado y peor entendido, en apariencia sin nada novedoso que ofrecer (especialmente teniendo dos referentes tan prodigiosos como Stella Dallas y La solterona que, con argumentos similares, se habían aupado a la cima del género), con un director elegido por ella misma que supo entender las potencialidades del guión y lo que esperaba del mismo su protagonista (a la que, no en vano, había dirigido en la estimulante Si no amaneciera), huyendo de todos los lugares comunes y variando en más de una ocasión la deriva que pretendía dar a la historia Charles Brackett, Olivia de Havilland encontró el vehículo adecuado para dejar atrás la imagen que incluso hoy en día sigue acompañándola: actriz efectiva, especialista en personajes bondadosos hasta la estupidez, poseedora de unos mohines que, convenientemente dosificados, provocaban lágrimas en el espectador más endurecido. Y no hay más que revisar sus títulos junto a Errol Flynn en los que, sin poder dejar de ser un mero elemento decorativo, siempre regalaba alguna escena digna de recuerdo o la inteligencia con la que vertió las intenciones del texto de Margaret Mitchell para que su Melania Hamilton de Lo que el viento se llevó no fuese el personaje simplón, plano y estúpido que muchos siguen empeñados en ver para dejar clara su inteligencia de actriz, la aparente sencillez con la que asume roles llenos de meandros, más complejos de lo que uno pudiera pensar en un primer vistazo, una forma de interpretar que, de nuevo en contra de lo que afirman ciertas voces, no se ha quedado antigua porque es plenamente actual; no sólo sigue convenciendo: cautiva, asombra y sorprende. Apenas necesita maquillaje para perder su brillo, su candor, su energía y, poco a poco, parecer una anciana, lucir un rostro fatigado y lleno de permanente rencor, jugándose la empatía del público cuando recurre al chantaje y fuerza a Gregory a vivir con ella lejos de aquella a la que él sigue llamando “mamá” (hoy en día, más de una actriz rechazaría estas escenas para no caer mal y Olivia consigue resultar odiosa), destilando pequeños detalles que elevan su interpretación a los altares (fue su primer Oscar –el segundo le llegaría apenas tres años después por La heredera, donde una vez más nos deja sin aliento-): en el umbral del dormitorio de Corinne, cuando dolorida, abatida pero feliz porque puede ofrecerle un hijo, ella se abraza con Alex y con el bebé, de Havilland tiene su mano aferrada al marco de la puerta que el médico va cerrando para respetar la intimidad del matrimonio y, muy poco a poco, ella va soltándose, está a punto de que los dedos sean atrapados, asumiendo su pérdida pero expectante por si surge la mínima ocasión de recuperar al niño”. La segunda estatuilla llegaría apenas tres años después por una de las cumbres cinematográficas de todos los tiempos: La heredera (1949), un absoluto prodigio que sólo William Wyler podía filmar y firmar, la adaptación de lo que Ruth y Augustus Goetz llevaron a las tablas inspirándose en Washington Square, una de las varias obras maestras de Henry James. Por si había alguna duda de que Olivia de Havilland iba a quedar para siempre en la iconografía cinematográfica, no contenta con dolernos, enamorarnos, hacernos compadecerla, despertar anhelos protectores durante toda la película, de nuevo superando el estereotipo y los clichés con que algunos cegatos siguen definiéndola (y negándole su modernidad, su versatilidad, su inteligencia, su dignidad), la intérprete sube una escalera en la secuencia final como pocas veces se ha hecho, como muchas han querido imitar, como nadie más ha conseguido (y, precisamente por este significativo detalle, por esta última secuencia que invita a aplaudir puestos en pie, el filme ocupa un lugar destacado en nuestro primer libro en común, Finales de cine).
   Bette Davis se negó a rodar la secuencia en que Olivia debía abofetearla en Canción de cuna para un cadáver (1964), le dijo a Robert Aldrich “nos queremos mucho, pero sé que lleva demasiados años deseándolo”, por eso fue una doble la que recibió el castigo, miedo de la Davis que dice mucho de cómo la valoraban en Hollywood, de que no confundían bondad y simpatía con excesiva candidez o, directamente, con inconsciencia, con falta de raciocinio, con conformismo. Y no se puede olvidar Nido de víboras (1948) ni algunas de sus intervenciones televisivas, o Como ella sola (1942), La pelirroja (1941), Mi prima Raquel (1952), su eterno enfrentamiento con su hermana, Joan Fontaine (esa que, según los mentideros de Hollywood, rechazó el personaje de Melania por considerarlo poca cosa, pero sugirió que podían ofrecérselo a la de Havilland), siempre es grato reencontrarla incluso en productos ínfimos. ¡Felicidades, doña Olivia por estos primeros 100 años! ¡Gracias por tanto! ¡Gracias por Melania Hamilton!

No hay comentarios:

Publicar un comentario