martes, 19 de julio de 2016

"INFIERNO AZUL": LA ÚLTIMA OLA






TÍTULO ORIGINAL: The Shallows DIRECCIÓN: Jaume Collet-Serra GUIÓN: Anthony Jaswinski MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Flavio Martínez Labiano MONTAJE: Joel Negron REPARTO: Blake Lively, Óscar Jaenada, Angelo Jose, Lozano Corzo, Jose Manuel, Trujillo Salas, Brett Cullen, Sedona Legge

   Solemos hablar de claustrofobia cuando nos encontramos en un lugar cerrado no demasiado amplio en el que aire se va enviciando progresivamente y el oxígeno empieza a escasear (o, al menos, así lo siente la persona que no consigue refrenar esa sensación de angustia) o cuando nos sentimos apretujados en una multitud o cuando tenemos dificultades para encontrar la salida, hablando en términos muy generales; gracias al cine sabemos que no conviene sentarse de espaldas a la puerta de un local porque no veremos el rostro de quién se acerca a nuestra mesa ni las intenciones que parece albergar o que es muy práctico (e incluso salva vidas) hacer un repaso de las posibles vías de escape (las de emergencia así señalizadas o cualquier resquicio por el que escabullirse si vienen mal dadas o, sencillamente, queremos desaparecer a la mayor velocidad posible) cuando llegamos a un escenario que desconocemos. Pero existen directores capaces de transformar en opresivo, en trampa mortal, en una especie de puño virtual que se va cerrando atrapándonos y cuyos efectos de tal acción se experimentan en cuerpo y mente por mucho que la mano que se cierne sea invisible: así, sin irnos más lejos, lo demostró el gran Carlos Saura en una de sus obras maestras, La caza (1966), encerrando a sus personajes a pleno sol, a campo abierto, en medio de una naturaleza hostil y agreste que se muestra implacable con el extraño, desarrollando una metáfora que reflejaba la crueldad de la dictadura (y que, por supuesto, la censura no supo ni atisbar) y el modo en que ésta enclaustraba a las personas dentro de sí mismas, tal vez la reclusión más rigurosa que imaginarse pueda; una de las secuencias más escalofriantes que quien escribe recordará por siempre (y que en cada revisión vuelve a causar estragos) es aquella en que el maestro Hitchcock, con precisión de orfebre, midiendo el tempo con metrónomo, va llenando de pájaros una estructura erigida para que jueguen los alumnos de la cercana escuela mientras Tippi Hedren fuma indolente e inconsciente de la amenaza: por mucho que parezca que hay espacio y posibilidad de escapar, el hecho de que las aves se encuentren en su hábitat, con todo a su favor (y de que sean niños las víctimas), provoca más sudores y nerviosismo, más espanto que el hecho de que la protagonista sea hecha prisionera en una habitación (momento espantoso, no cabe duda, pero ahí en parte actúa el propio miedo de los animales buscando también un hueco para regresar al aire libre). Resulta imposible no recordar aquella joya del suspense, esa magnífica muestra de lo que es la tensión bien graduada y controlada, el modo en que Steven Spielberg supo (como los grandes clásicos: él empezaba a serlo ya en ese momento) exacerbar el miedo plausible, el verosímil, el que hunde sus raíces en lo cotidiano, el que irrumpe incontenible cuando nos sentimos vulnerables, cuando el enemigo tiene unas mandíbulas poderosas y un instinto asesino que sólo se sacia con sangre (y durante un tiempo concreto). Pero una de las cualidades de Infierno azul que conviene destacar desde el principio es que no intenta copiar Tiburón (1975) en ningún momento, más allá de recurrir a un escualo gigantesco voraz para que el espectador se quede anclado en la butaca (o quiera salir corriendo).
   Jaume Collet-Serra es un cineasta español afincado en EEUU desde que comenzó sus estudios en el área en que, se quiera o no, posee un cierto prestigio. Tras un debut un tanto polémico puesto que Paris Hilton figuraba en el reparto, aquella La casa de cera (2005) que provocaba más risas y/o bostezos que sustos, y su paso por ¡Gool 2! Viviendo el sueño (2007), centró su trabajo en el terror y el thriller, primero con La huérfana (2009), un pastiche lleno de referencias que no acababa de encontrar su propio camino, y después formando tándem con Liam Neeson al que ha dirigido en Sin identidad (2011), Non-Stop (Sin escalas) (2014) y Una noche para sobrevivir (2015). Haciendo un paréntesis en esa colaboración (que tendrá continuidad en The Commuter, su próximo proyecto conjunto), Collet-Serra presenta la que es su película mejor acabada y centrada, una sólida cinta de acción (aunque, paradójicamente, no cambie de escenario) con la dosis adecuada de inquietud, de adrenalina, de miedo ante lo (des)conocido, consiguiendo con soltura y sabiduría la implicación emocional de la platea porque va al grano sin hacer concesiones ni pretender descubrir la pólvora, transformando un paraje idílico de difícil acceso pero del que no parece complicado marcharse en una ratonera a cielo abierto, convirtiendo los pocos metros que separan a la protagonista de la orilla de la playa (es decir, de su salvación) en una distancia maratoniana, en un obstáculo insalvable, en una condena que se antoja inevitable. Haciendo un dibujo rápido y con apenas unos trazos, los suficientes para poder comprender el modo en que razona y tener una vaga idea de los conocimientos que posee y puede utilizar en la lucha desigual y a contrarreloj que se ve obligada a afrontar, el guión se muestra muy solvente a la hora de hacer verosímil el personaje principal (y casi único, compartiendo honores con un tiburón que, al modo en que hiciera legendario Spielberg, intuimos y tememos al presentirlo más que vemos), su destreza a la hora de improvisar y evitar males mayores en las heridas que sufre cuando intenta escapar, bondades de la escritura de Anthony Jaswinski que se vendría debajo de no haber recaído el peso de la cinta sobre los hombros de una Blake Lively que despliega carisma, contundencia, una intérprete que preocupa al público, cuyo destino interesa y se comparte durante las horas angustiosas que el filme refleja con acierto y autenticidad al no recurrir a truculencias, a efectos de cámara, a virguerías visuales que vacíen de contenido (el imprescindible, ¿para qué más? ¿Por qué tienen que justificarse las películas que sólo buscan -¡Como si fuese poco!- entretener) la peripecia.
   Es posible que haya espectadores que, por el hecho de estar también dirigida por un español (Rodrigo Cortés) y porque transcurre -esa sí- en un único espacio cerrado (un ataúd), evoquen Buried (2010) durante la proyección de Infierno azul, tal vez sin saber que en la vida real ambas cintas poseen lazos muy estrechos, puesto que Blake Lively es la esposa de Ryan Reynolds, protagonista sin otro compañero en pantalla de aquella película. Y el caso es que, más allá de esta circunstancia que, si se quiere, es más propia de las notas de sociedad que de un análisis meramente cinematográfico, puede traerse a colación Buried como ejemplo del modo en que la grandilocuencia, la soberbia, la pretensión de estilo de un narrador anula las potencialidades de una obra, no provocando ni una respiración acelerada ni un espasmo de desazón en alguien que, como un servidor, siente ahogo en un ascensor cuando va demasiado lleno y su subida resulta lenta, mientras que Collet-Serra consigue que su amenaza sea real con los mínimos elementos, sin atosigar más de la cuenta, sin forzar, confiando en el material que maneja, dejando que la actitud implacable del depredador se adueñe de la pantalla y el cerco se vaya estrechando, poniendo el acento en el factor humano, o sea, en la actriz, en esa Blake Lively que demuestra sus múltiples cualidades (sólo es necesario ver su rostro para horrorizarse ante lo que está mirando, lo que sus ojos expresan y dejan patente sin necesidad de un momento sanguinolento que rompa el clímax por evidente -y como el cineasta nos deja imaginarlo, el pánico se dispara sin freno-), su altísima capacidad para generar empatía (tal vez afianzada, a otro nivel, gracias a su participación en la exitosa serie Gossip Girl (2007-2012), triunfo televisivo que la convirtió en estrella). Por encima de todo, Infierno azul es un espléndido entretenimiento que consigue algo que, por desgracia, escasea de un tiempo a esta parte: no se consulta el reloj durante su visionado (y es que, además, apenas dura 90 minutos y esa condensación ayuda a que la atmósfera sea a ratos aún más irrespirable).  

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