domingo, 17 de julio de 2016

"PREMONICIÓN": LO PREVISIBLE






TÍTULO ORIGINAL: Solace DIRECCIÓN: Afonso Poyart GUIÓN: Sean Bailey, Ted Griffin MÚSICA: BT FOTOGRAFÍA: Brendan Galvin MONTAJE: Lucas Gonzaga REPARTO: Anthony Hopkins, Jeffrey Dean Morgan, Abbie Cornish, Colin Farrell, Matt Gerald, Marley Shelton, Jose Pablo Cantillo

   Hace unos meses, Javier Cercas reflexionaba en un artículo sobre qué supone ser una mosca cojonera, partiendo de una frase del gran José Saramago en la que el premio Nobel afirmaba que todo intelectual que quiera preciarse de tal y merecer ese nombre debe procurar ser una mosca cojonera, es decir, no plegarse a lo que viene dictaminado por otros, emplear la dialéctica, el propio pensamiento, el conocimiento adquirido por la experiencia, no conformarse con lo primero que sabemos, mantenerse despierto y prevenido. Abundando en cómo responder a las cualidades que sancionaba como tales el maestro portugués, el autor de Soldados de Salamina decía en un momento de su escrito que la mosca cojonera debe “tener ideas, no ocurrencias”; aun comprendiendo el alcance y significado de las palabras de Cercas, no deja de resultar curioso que una de las acepciones que el DRAE recoge al definir “idea” sea, precisamente, “ocurrencia”, como si ambos vocablos fuesen sinónimos, y sin duda lo son en alguna ocasión, puesto que “idea” es polisémica o, cuando menos, admite diferentes matices, pero tanto en lo que Cercas expone (al menos, así quiere uno interpretarlo) como en lo que interesa al presente texto, nos quedaremos con lo que pone el acento en la “idea” como acicate, como aporte, como reflexión, como cimiento sobre el que construir, como “conocimiento puro, racional, debido a las naturales condiciones del ser humano” y reduciremos la “ocurrencia” a, tal y como señala el diccionario, la “idea inesperada, pensamiento, dicho agudo u original que ocurre a la imaginación”, algo que brota, que puede tener enjundia, miga, chispa, pero al poco tiempo pierde su fuelle, su ímpetu, su fuerza (si es que los tuvo: abundan en las redes sociales -y en la vida- frases inanes que los que las profieren -o plagian- pretenden dotar de trascendencia). Suele ocurrir que muchas narraciones parten de una ocurrencia ingeniosa, interesante u original (por mucho que pueda tener numerosos referentes), al menos en su planteamiento, en su formulación, una “idea” en el sentido de ”plan y disposición que se ordena en la imaginación para la formación de una obra”, pero su desarrollo da como resultado un relato decepcionante, torpe, rutinario, incoherente, muy lejano a lo que ese origen hizo prever. Sin irnos a otros géneros (aunque aún tenemos reciente el despropósito -y muy especialmente el aburrimiento sufrido- en que se convirtió, al menos cinematográficamente, la a priori curiosa idea de contar una de las historias de Jane Austen -Orgullo y prejuicio- con el aderezo de zombis a granel), es el policiaco (en su más amplia acepción) el terreno en que más tropezamos con buenos arranques, interesantes puntos de partida, interrogantes inquietantes que pocas páginas (o minutos de proyección) después embarrancan sin remedio en lo tópico, lo obvio, lo delirante, lo inverosímil (incluso aunque se tenga manga ancha a la hora de aceptar determinados códigos), desarrollos que muchas veces se limitan a dar vueltas a lo mismo o a emborronar la trama, a acumular detalles sin sentido, a intentar vender el trampantojo con más o menos pericia, en general con acabados romos, precipitados, forzados, incongruentes, tramposos, que no encajan o cifrándolo todo a una supuesta sorpresa (que a veces no resulta tal) que se viene abajo en cuanto el espectador recapacita e intenta seguir la lógica de los hechos narrados (o abusando de un final abierto, con puntos suspensivos, que no camufla lo fundamental: el autor no sabía por qué camino tirar y eligió el de en medio).
   Lo más positivo que puede decirse de Premonición (más allá de la obviedad y reiteración del título que le han endilgado en castellano -son varios los filmes que se han llamado así en su estreno en España y, curiosamente, el único que es homónimo en inglés (Premonition de 2007, protagonizado por Sandra Bullock) fue bautizado como Premonition – 7 días tal vez para no mover a equívocos-), cabe destacar que el filme que nos ocupa no engaña en su planteamiento: un policial más o menos clásico con tintes sobrenaturales, ya hemos visto unos cuantos (de los primeros sobre todo, también de los que recurren a lo que aparece más allá de nuestro entendimiento), pero se muestra honesto en no presentarse como revolucionario ni innovador. Pero sólo hacen falta unos cuantos minutos para percibir que Afonso Poyart, un director brasileño recién desembarcado en Hollywood aportando como única referencia su ópera prima 2 Coelhos (2012), no parece pensar lo mismo y quiere imprimir su sello, dejar su huella, es decir, copiar mal un estilo plagado de adrenalina, convocador de atmósferas ominosas, una constante inyección de tensión que en sus manos se convierte en planos abruptos, montaje hecho a hachazos, sobresaltando por lo efectista, por el modo abrupto en que irrumpen las imágenes, confundiendo velocidad con apresuramiento, vértigo con atropello, nerviosismo con atolondramiento, filmando un mal capítulo de una serie televisiva que no cuide demasiado su aspecto (hay episodios de cualquiera de las franquicias de CSI o Ley y orden mejor rodados, implacables en su ritmo, frenéticos al saber dosificar la caída de la siguiente pieza de dominó). Por otro lado, el pretendido misterio, las supuestas sorpresas, las revelaciones más inesperadas no son tales para cualquier conocedor del género -ya no digamos si ha visto en algún momento la estupenda Médium (2005-2011) con la que Patricia Arquette recuperó en televisión un perdido prestigio que le permitió alzarse con un Oscar por su aparición en Boyhood (2014)-, y ese es un lastre del que las historias bien armadas y narradas suelen desprenderse porque consiguen interesar por cómo se desarrollan, da igual que intuyamos o conozcamos de sobra el desenlace, pero como en esta ocasión el ritmo no existe puesto que se trata de que esta imagen aparezca superponiéndose a otra y que la sucesión de golpes, zumbidos y percusiones desaforadas a que han llamado banda sonora sobresalten por el alto volumen utilizado. Además, los títulos de crédito cuentan más de lo que deberían, puesto que al anunciar la presencia de cierto actor muy popular, quien más, quien menos, todo el mundo empieza a vislumbrar su cometido en la cinta según avanza el metraje, lo que ayuda a ir atando cabos antes de lo que sería deseable (tampoco es que haya demasiado que unir, pero si encima lo ponen tan fácil); podían aprender, ahí sí, de muchas series de televisión en la que los nombres de algunos actores no aparecen hasta los créditos de salida si así conviene para no reventar la sorpresa (se ha hecho, por ejemplo, en Falcon Crest y seriales similares o en Expediente X).
   Por lo tanto, todo queda en el carisma y oficio de los actores, aunque muy poco pueden hacer con esos roles prototípicos sin matices ni profundidad: es lastimoso ver al grandísimo actor Anthony Hopkins recurrir sin idoneidad ni acierto a la enésima repetición de algunas de las características con las que construyó el personaje que le hizo inmortal y merecedor de un Oscar como protagonista por apenas dieciséis inolvidables minutos en pantalla en aquella obra magna que para siempre será El silencio de los corderos (1991), comprobar cómo no parece quedar rastro del hieratismo que conmovía en Lo que queda del día o de la sensibilidad a flor de piel que destilaba en Tierras de penumbra (1993), cómo toma la senda más fácil para hacer caja tomando el nombre del doctor Lecter en vano; el poderío físico de Jeffrey Dean Morgan queda muy limitado y refrenado, mientras que Abbie Cornish apenas puede esbozar la delicadeza interpretativa de que hizo gala en la estupenda Bright Star (2009) y Colin Farrell, como suele ser habitual, repite tics, muecas e inflexiones de voz. Al querer ser tan diferente en su acabado, en su desarrollo, en su modo de ser contada, Premonición olvida su mejor baza: la de asentarse sobre bases firmes y probadas para ser una estimulante muestra de un género que, precisamente, sigue cautivando adeptos por manejar un código y unas convenciones fácilmente reconocibles, un género en el que la mayor transgresión está en contar lo de siempre pero sin que lo parezca, consiguiendo la complicidad del público, no sus bostezos o sus meneos de cabeza, no su decepción, no provocándole la sensación de haber sido estafado.

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