TÍTULO ORIGINAL: Solace DIRECCIÓN: Afonso
Poyart GUIÓN: Sean Bailey, Ted Griffin MÚSICA: BT FOTOGRAFÍA: Brendan Galvin
MONTAJE: Lucas Gonzaga REPARTO: Anthony Hopkins, Jeffrey Dean Morgan, Abbie
Cornish, Colin Farrell, Matt Gerald, Marley Shelton, Jose Pablo Cantillo
Hace
unos meses, Javier Cercas reflexionaba en un artículo sobre qué supone ser una
mosca cojonera, partiendo de una frase del gran José Saramago en la que el
premio Nobel afirmaba que todo intelectual que quiera preciarse de tal y merecer
ese nombre debe procurar ser una mosca cojonera, es decir, no plegarse a lo que
viene dictaminado por otros, emplear la dialéctica, el propio pensamiento, el
conocimiento adquirido por la experiencia, no conformarse con lo primero que
sabemos, mantenerse despierto y prevenido. Abundando en cómo responder a las
cualidades que sancionaba como tales el maestro portugués, el autor de Soldados de Salamina decía en un momento
de su escrito que la mosca cojonera debe “tener ideas, no ocurrencias”; aun
comprendiendo el alcance y significado de las palabras de Cercas, no deja de
resultar curioso que una de las acepciones que el DRAE recoge al definir “idea”
sea, precisamente, “ocurrencia”, como si ambos vocablos fuesen sinónimos, y sin
duda lo son en alguna ocasión, puesto que “idea” es polisémica o, cuando menos,
admite diferentes matices, pero tanto en lo que Cercas expone (al menos, así
quiere uno interpretarlo) como en lo que interesa al presente texto, nos
quedaremos con lo que pone el acento en la “idea” como acicate, como aporte,
como reflexión, como cimiento sobre el que construir, como “conocimiento puro,
racional, debido a las naturales condiciones del ser humano” y reduciremos la “ocurrencia”
a, tal y como señala el diccionario, la “idea inesperada, pensamiento, dicho
agudo u original que ocurre a la imaginación”, algo que brota, que puede tener
enjundia, miga, chispa, pero al poco tiempo pierde su fuelle, su ímpetu, su
fuerza (si es que los tuvo: abundan en las redes sociales -y en la vida- frases
inanes que los que las profieren -o plagian- pretenden dotar de trascendencia).
Suele ocurrir que muchas narraciones parten de una ocurrencia ingeniosa,
interesante u original (por mucho que pueda tener numerosos referentes), al
menos en su planteamiento, en su formulación, una “idea” en el sentido de ”plan
y disposición que se ordena en la imaginación para la formación de una obra”,
pero su desarrollo da como resultado un relato decepcionante, torpe, rutinario,
incoherente, muy lejano a lo que ese origen hizo prever. Sin irnos a otros
géneros (aunque aún tenemos reciente el despropósito -y muy especialmente el
aburrimiento sufrido- en que se convirtió, al menos cinematográficamente, la a
priori curiosa idea de contar una de las historias de Jane Austen -Orgullo y prejuicio- con el aderezo de
zombis a granel), es el policiaco (en su más amplia acepción) el terreno en que
más tropezamos con buenos arranques, interesantes puntos de partida,
interrogantes inquietantes que pocas páginas (o minutos de proyección) después
embarrancan sin remedio en lo tópico, lo obvio, lo delirante, lo inverosímil
(incluso aunque se tenga manga ancha a la hora de aceptar determinados
códigos), desarrollos que muchas veces se limitan a dar vueltas a lo mismo o a
emborronar la trama, a acumular detalles sin sentido, a intentar vender el
trampantojo con más o menos pericia, en general con acabados romos,
precipitados, forzados, incongruentes, tramposos, que no encajan o cifrándolo
todo a una supuesta sorpresa (que a veces no resulta tal) que se viene abajo en
cuanto el espectador recapacita e intenta seguir la lógica de los hechos
narrados (o abusando de un final abierto, con puntos suspensivos, que no
camufla lo fundamental: el autor no sabía por qué camino tirar y eligió el de en
medio).
Lo
más positivo que puede decirse de Premonición
(más allá de la obviedad y reiteración del título que le han endilgado en
castellano -son varios los filmes que se han llamado así en su estreno en España
y, curiosamente, el único que es homónimo en inglés (Premonition de 2007, protagonizado por Sandra Bullock) fue
bautizado como Premonition – 7 días tal
vez para no mover a equívocos-), cabe destacar que el filme que nos ocupa no
engaña en su planteamiento: un policial más o menos clásico con tintes
sobrenaturales, ya hemos visto unos cuantos (de los primeros sobre todo,
también de los que recurren a lo que aparece más allá de nuestro entendimiento),
pero se muestra honesto en no presentarse como revolucionario ni innovador.
Pero sólo hacen falta unos cuantos minutos para percibir que Afonso Poyart, un
director brasileño recién desembarcado en Hollywood aportando como única
referencia su ópera prima 2 Coelhos (2012),
no parece pensar lo mismo y quiere imprimir su sello, dejar su huella, es decir,
copiar mal un estilo plagado de adrenalina, convocador de atmósferas ominosas,
una constante inyección de tensión que en sus manos se convierte en planos
abruptos, montaje hecho a hachazos, sobresaltando por lo efectista, por el modo
abrupto en que irrumpen las imágenes, confundiendo velocidad con
apresuramiento, vértigo con atropello, nerviosismo con atolondramiento,
filmando un mal capítulo de una serie televisiva que no cuide demasiado su
aspecto (hay episodios de cualquiera de las franquicias de CSI o Ley y orden mejor
rodados, implacables en su ritmo, frenéticos al saber dosificar la caída de la
siguiente pieza de dominó). Por otro lado, el pretendido misterio, las
supuestas sorpresas, las revelaciones más inesperadas no son tales para
cualquier conocedor del género -ya no digamos si ha visto en algún momento la
estupenda Médium (2005-2011) con la
que Patricia Arquette recuperó en televisión un perdido prestigio que le
permitió alzarse con un Oscar por su aparición en Boyhood (2014)-, y ese es un lastre del que las historias bien
armadas y narradas suelen desprenderse porque consiguen interesar por cómo se
desarrollan, da igual que intuyamos o conozcamos de sobra el desenlace, pero
como en esta ocasión el ritmo no existe puesto que se trata de que esta imagen
aparezca superponiéndose a otra y que la sucesión de golpes, zumbidos y
percusiones desaforadas a que han llamado banda sonora sobresalten por el alto
volumen utilizado. Además, los títulos de crédito cuentan más de lo que
deberían, puesto que al anunciar la presencia de cierto actor muy popular,
quien más, quien menos, todo el mundo empieza a vislumbrar su cometido en la
cinta según avanza el metraje, lo que ayuda a ir atando cabos antes de lo que
sería deseable (tampoco es que haya demasiado que unir, pero si encima lo ponen
tan fácil); podían aprender, ahí sí, de muchas series de televisión en la que
los nombres de algunos actores no aparecen hasta los créditos de salida si así
conviene para no reventar la sorpresa (se ha hecho, por ejemplo, en Falcon Crest y seriales similares o en Expediente X).
Por
lo tanto, todo queda en el carisma y oficio de los actores, aunque muy poco
pueden hacer con esos roles prototípicos sin matices ni profundidad: es
lastimoso ver al grandísimo actor Anthony Hopkins recurrir sin idoneidad ni
acierto a la enésima repetición de algunas de las características con las que
construyó el personaje que le hizo inmortal y merecedor de un Oscar como
protagonista por apenas dieciséis inolvidables minutos en pantalla en aquella
obra magna que para siempre será El
silencio de los corderos (1991), comprobar cómo no parece quedar rastro del
hieratismo que conmovía en Lo que queda
del día o de la sensibilidad a flor de piel que destilaba en Tierras de penumbra (1993), cómo toma la
senda más fácil para hacer caja tomando el nombre del doctor Lecter en vano; el
poderío físico de Jeffrey Dean Morgan queda muy limitado y refrenado, mientras que
Abbie Cornish apenas puede esbozar la delicadeza interpretativa de que hizo
gala en la estupenda Bright Star (2009)
y Colin Farrell, como suele ser habitual, repite tics, muecas e inflexiones de
voz. Al querer ser tan diferente en su acabado, en su desarrollo, en su modo de
ser contada, Premonición olvida su
mejor baza: la de asentarse sobre bases firmes y probadas para ser una
estimulante muestra de un género que, precisamente, sigue cautivando adeptos
por manejar un código y unas convenciones fácilmente reconocibles, un género en
el que la mayor transgresión está en contar lo de siempre pero sin que lo
parezca, consiguiendo la complicidad del público, no sus bostezos o sus meneos
de cabeza, no su decepción, no provocándole la sensación de haber sido
estafado.
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