Como, aunque
escrito con un ánimo profesional, este blog no deja ser una vía de expresión
personal, una especie de diario de espectador que voy rellenando a rachas, como
a veces pasa bastante tiempo entre una entrada y otra, voy a rescatar aquellos
programas dobles de mi infancia y adolescencia en que tanto cine consumí y
aprendí para reseñar títulos que, de una forma u otra, merecen atención y sobre
los que, aunque pueden haber desaparecido de la cartelera cuando me ocupe de
ellos, no quiero guardar silencio, transmitiendo la idea equivocada de que nos
lo he visto o, sencillamente, no me han satisfecho (ser escritor lento no
implica que mi voracidad cinéfila decrezca lo más mínimo).
-NOCHE REAL:
SIMPLEMENTE, ISABEL
TÍTULO ORIGINAL: A Royal Night Out DIRECCIÓN: Julian
Jarrold GUIÓN: Trevor De Silva, Kevin Hood MÚSICA: Paul Englishby FOTOGRAFÍA:
Christophe Beaucarne MONTAJE: Luke Dunkley REPARTO: Sarah Gadon, Bel Powley,
Jack Reynor, Jack Laskey, Jack Gordon, Emily Watson, Rupert Everett
Cabría la posibilidad
de analizar esta película en términos estrictamente políticos, especialmente
teniendo en cuenta los resultados del reciente referéndum sobre el “Brexit”,
pero eso sería ir en contra del divertimento, del humor sano que Noche real despliega, mezclar churras
con merinas, si bien es cierto que no puede dejarse de lado la inteligente
manera en que los británicos llevan muchísimos años vendiendo su idiosincrasia,
sus particularidades, el modo en que han convertido en reclamo turístico lo que
supuestamente les separa de Europa, cómo han sabido preservar una identidad
que, sin soflamas ni arengas, con grandes dosis de ironía y autoparodia, se ha
convertido en su mejor carta de presentación, en la base sobre la que sustentar
productos audiovisuales de alta calidad. Por mucho que haya quien señale el
tufillo hagiográfico del filme que nos ocupa, éste no deja ser una nueva
muestra de la envidiable libertad a la hora de enfrentarse con la monarquía de
que allí hacen gala, quedándonos en lo meramente ficticio (es decir, cine y
televisión -olvidemos ahora los tabloides, el periodismo incisivo, el
cuestionamiento bien informado y argumentado-), lo que se percibe como tal por
mucho que las historias así consideradas se inspiren en hechos reales (al menos
en su origen, que el desarrollo se ciña a lo que está documentado y puede
probarse no es exigencia que les coarte) o pretendan ser una crónica de los
mismos. Aunque el tono sea muy diferente, es la ocasión idónea para citar hitos
como aquel Spetting Image, un programa imposible de imitar (y, por desgracia,
tuvimos prueba de ello en España) cuando entra en juego la corrección política
mal entendida y peor aplicada, o las certeras radiografías firmadas por Peter
Morgan tanto para la pantalla como para la escena en las que el respeto a la
institución monárquica (especialmente a la figura de Isabel II) no está reñido
con el uso de un escalpelo muy bien afilado que hurga en lo incómodo, en lo
hiriente, en lo ambiguo, midiendo con maestría la sorna, la crítica,
mostrándose ecuánime en la exposición, sin ser descarnado pero sin sufrir el
síndrome de Estocolmo en que tantos se enfangan sin rubor cuando abordan
determinados asuntos (y personajes).
Coqueteando con
acierto con el estereotipo y con el conocimiento previo que el espectador tiene
(determinados lugares comunes y posteriores escándalos), el guión de Trevor De
Silva y Kevin Hood presenta a unas Isabel y Margarita (especialmente ésta) muy
reconocibles y verosímiles, estupendamente interpretadas por Sarah Gadon
(perfecta en su contención, en cómo se mueve bajo el peso de la corona con el
que ha sido educada, en cómo lleva impreso a fuego el sentido del deber, en
cómo deja atisbar los comprensibles anhelos juveniles pero no se va a permitir
ni un momento de flaqueza -y si lo tiene, si así lo percibe, rápidamente
recupera su verticalidad, su aura de futura soberana-) y una desopilante Bel
Powley (con un control absoluto del tempo para no excederse sin dejar de ser un
huracán incontrolable), magníficamente secundadas por la grandeza actoral de
Rupert Everett y una Emily Watson que roba cualquier plano al que se asome.
Julian Jarrold acierta plenamente en el tono fresco que imprime al conjunto,
permitiéndose más irreverencias de lo que puede parecer a simple vista, pero
sin consentir que la cinta sea otra cosa que una aventura juvenil, aunque jamás
pierde de vista la doble intención, el punto de partida, lo que diferencia a Noche real: Isabel y Margarita
abandonaron Buckingham para mezclarse con el pueblo y celebrar el final de lo
que hoy conocemos como Segunda Guerra Mundial. Sin que uno varíe en nada sus
simpatías republicanas (porque, como ya se ha dicho, no es esa la intención de
los creadores: que hace cercanos e incluso comprensibles a los Windsor, por
supuesto, que los humaniza, también, de eso se trata -la posible crítica debe
sustentarse sobre el conocimiento, no sobre lo dado por hecho, hablamos de
personas concretas-, pero no desear un sistema de gobierno no implica que uno
quiera decapitar a nadie), no puede dejar de reconocer que, incluso ante
películas que, quiérase o no, especulan sobre su intimidad, la reina Isabel II
se ha ganado el sueldo desde el primer día (otra cosa es el resto de su
familia, la de sangre y la política, pero eso no es cometido del presente
escrito).
-ESPÍAS DESDE EL
CIELO: TENSIÓN SIN A(DU)LTERAR
TÍTULO ORIGINAL: Eye in the Sky DIRECCIÓN: Gavin Hood GUIÓN:
Guy Hibbert MÚSICA: Mark Hepker, Mark Kilian FOTOGRAFÍA: Haris Zambarloukos
MONTAJE: Megan Gill REPARTO: Helen Mirren, Alan Rickman, Aaron Paul, Barkhad
Abdi, Iain Glen, Phoebe Fox
En aquellos
programas dobles que evocamos, el nexo de unión entre las películas no siempre
estaba demasiado claro, por no decir que era inexistente (ya me dirán, más allá
del pareado, por qué Viaje alucinante (1966)
y El currante (1983) compartieron
cartelera -sí, Andrés Pajares hubiese perseguido a Raquel Welch como un poseso,
pero a buen seguro fueron las dos cintas que tenían a mano esa semana-, eso por
no recordar otras mezclas insólitas -pero que proporcionaron una buena
diversión y una tarde de cine inolvidable-); en esta ocasión también lo cogemos
un poco por los pelos, puesto que el filme anterior y el que ahora nos ocupa se
ofrecen a la vez por la presencia, en este segundo, de Helen Mirren, cuya
interpretación de Isabel II, personaje protagonista de Noche real, ha entrado por méritos propios en la historia del cine
(nos referimos, claro, a The Queen (2006),
el espléndido trabajo de Stephen Frears sustentado en un sólido guión de Peter
Morgan, ya antes mencionado). En esta ocasión, Mirren encarna a una coronel de
la inteligencia militar británica que lidera una operación secreta para
capturar a un grupo de terroristas en Nairobi, operación considerada casi un mero
trámite hasta que se descubre que lo que se creía una mera reunión que ponía a
su alcance a determinados miembros de la célula que se quiere desarticular es,
tan sólo, el inicio de una misión suicida que debe ser abortada para evitar una
catástrofe. Cuando una niña instala su puesto ambulante de venta de pan en la
zona que arrasará la onda expansiva generada por el ataque, los dilemas
morales, la ética militar, el maleable concepto de “daño colateral tolerable”,
la impotencia ante las manos atadas, la imposibilidad de un análisis meramente
racional de la situación, la frialdad de unos, la inconsciencia con la que
otros llegan al ejército, el sentido del deber mal asimilado o reinterpretado a
conveniencia propia, millones de sensaciones y emociones contradictorias
inundan la pantalla y se apoderan del espectador, sin necesidad de que los
personajes se pongan discursivos ni expliquen doscientas veces su postura,
huyendo de cualquier dialéctica que lastre la acción tensa cuya intensidad
jamás disminuye, sin justificar ni juzgar a nadie, exponiendo hechos,
explicando lo justo las normativas a las que cada uno apela, imprimiendo
dramatismo a cada secuencia sin pretender convencer a nadie de nada.
Gracias a un
guión perfectamente medido y controlado de Guy Hibbert, sin maniqueísmos ni
soflamas, sin reduccionismos tramposos, Gavin Hodd filma su película más
sólida, sin necesidad de recurrir a los vericuetos visuales en que tantos se
enredan para, en realidad, marear la perdiz y dar gato por liebre: aquí la
tensión se palpa, se mastica, se sufre, las imágenes de drones u ordenadores se
integran a la perfección con el resto, nada perturba ni fatiga la mirada del
espectador, esa que no se puede desviar en ningún momento porque lo que sucede
en pantalla sabe implicarnos desde lo emotivo, desde lo personal, con
honestidad, sin tremendismos. Si en Apolo
XIII (1995), donde la aparición de Ed Harris para controlar la misión
espacial inyectaba nervio a lo que adolecía del mismo durante el resto del
metraje, o en El ultimátum de Bourne (2007),
donde las secuencias a cargo de Joan Allen y David Strathairn en sus
respectivas salas de control aportaban adrenalina auténtica y no la falsa y rimbombante
en que se pierde desde hace años el antes vigoroso y explosivo sin necesidad de
artificios cineasta Peter Greengrass, poco interesaba (y aburría mucho) todo lo
que sucedía fuera de esas habitaciones repletas de pantallas, Espías desde el cielo se construye
prácticamente íntegra en espacios pequeños, agobiantes, asfixiantes, incluso
contagia esa atmósfera densa y cerrada a lugares más abiertos o directamente al
aire libre, jugando con las distancias para conmover con imágenes que en teoría
se contemplan con frialdad, son parte de la rutina de los personajes, se ven a través
de pantallas o dispositivos, es como si no fuesen reales, pero de cuyas
consecuencias nadie puede escapar. El duelo de miradas, susurros, frases
entrecortadas, palabras matizadas del que somos testigos deja sin aliento y nos
llena de admiración ante el trabajo sutil y potente que llevan a cabo todos los
actores, viéndonos obligados a destacar a Alan Rickman en la que es, por
desgracia, su última aparición cinematográfica.
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