domingo, 10 de julio de 2016

PROGRAMA DOBLE: "NOCHE REAL" / "ESPÍAS DESDE EL CIELO"



   Como, aunque escrito con un ánimo profesional, este blog no deja ser una vía de expresión personal, una especie de diario de espectador que voy rellenando a rachas, como a veces pasa bastante tiempo entre una entrada y otra, voy a rescatar aquellos programas dobles de mi infancia y adolescencia en que tanto cine consumí y aprendí para reseñar títulos que, de una forma u otra, merecen atención y sobre los que, aunque pueden haber desaparecido de la cartelera cuando me ocupe de ellos, no quiero guardar silencio, transmitiendo la idea equivocada de que nos lo he visto o, sencillamente, no me han satisfecho (ser escritor lento no implica que mi voracidad cinéfila decrezca lo más mínimo).

-NOCHE REAL: SIMPLEMENTE, ISABEL


TÍTULO ORIGINAL: A Royal Night Out DIRECCIÓN: Julian Jarrold GUIÓN: Trevor De Silva, Kevin Hood MÚSICA: Paul Englishby FOTOGRAFÍA: Christophe Beaucarne MONTAJE: Luke Dunkley REPARTO: Sarah Gadon, Bel Powley, Jack Reynor, Jack Laskey, Jack Gordon, Emily Watson, Rupert Everett

   Cabría la posibilidad de analizar esta película en términos estrictamente políticos, especialmente teniendo en cuenta los resultados del reciente referéndum sobre el “Brexit”, pero eso sería ir en contra del divertimento, del humor sano que Noche real despliega, mezclar churras con merinas, si bien es cierto que no puede dejarse de lado la inteligente manera en que los británicos llevan muchísimos años vendiendo su idiosincrasia, sus particularidades, el modo en que han convertido en reclamo turístico lo que supuestamente les separa de Europa, cómo han sabido preservar una identidad que, sin soflamas ni arengas, con grandes dosis de ironía y autoparodia, se ha convertido en su mejor carta de presentación, en la base sobre la que sustentar productos audiovisuales de alta calidad. Por mucho que haya quien señale el tufillo hagiográfico del filme que nos ocupa, éste no deja ser una nueva muestra de la envidiable libertad a la hora de enfrentarse con la monarquía de que allí hacen gala, quedándonos en lo meramente ficticio (es decir, cine y televisión -olvidemos ahora los tabloides, el periodismo incisivo, el cuestionamiento bien informado y argumentado-), lo que se percibe como tal por mucho que las historias así consideradas se inspiren en hechos reales (al menos en su origen, que el desarrollo se ciña a lo que está documentado y puede probarse no es exigencia que les coarte) o pretendan ser una crónica de los mismos. Aunque el tono sea muy diferente, es la ocasión idónea para citar hitos como aquel Spetting Image, un programa imposible de imitar (y, por desgracia, tuvimos prueba de ello en España) cuando entra en juego la corrección política mal entendida y peor aplicada, o las certeras radiografías firmadas por Peter Morgan tanto para la pantalla como para la escena en las que el respeto a la institución monárquica (especialmente a la figura de Isabel II) no está reñido con el uso de un escalpelo muy bien afilado que hurga en lo incómodo, en lo hiriente, en lo ambiguo, midiendo con maestría la sorna, la crítica, mostrándose ecuánime en la exposición, sin ser descarnado pero sin sufrir el síndrome de Estocolmo en que tantos se enfangan sin rubor cuando abordan determinados asuntos (y personajes).
   Coqueteando con acierto con el estereotipo y con el conocimiento previo que el espectador tiene (determinados lugares comunes y posteriores escándalos), el guión de Trevor De Silva y Kevin Hood presenta a unas Isabel y Margarita (especialmente ésta) muy reconocibles y verosímiles, estupendamente interpretadas por Sarah Gadon (perfecta en su contención, en cómo se mueve bajo el peso de la corona con el que ha sido educada, en cómo lleva impreso a fuego el sentido del deber, en cómo deja atisbar los comprensibles anhelos juveniles pero no se va a permitir ni un momento de flaqueza -y si lo tiene, si así lo percibe, rápidamente recupera su verticalidad, su aura de futura soberana-) y una desopilante Bel Powley (con un control absoluto del tempo para no excederse sin dejar de ser un huracán incontrolable), magníficamente secundadas por la grandeza actoral de Rupert Everett y una Emily Watson que roba cualquier plano al que se asome. Julian Jarrold acierta plenamente en el tono fresco que imprime al conjunto, permitiéndose más irreverencias de lo que puede parecer a simple vista, pero sin consentir que la cinta sea otra cosa que una aventura juvenil, aunque jamás pierde de vista la doble intención, el punto de partida, lo que diferencia a Noche real: Isabel y Margarita abandonaron Buckingham para mezclarse con el pueblo y celebrar el final de lo que hoy conocemos como Segunda Guerra Mundial. Sin que uno varíe en nada sus simpatías republicanas (porque, como ya se ha dicho, no es esa la intención de los creadores: que hace cercanos e incluso comprensibles a los Windsor, por supuesto, que los humaniza, también, de eso se trata -la posible crítica debe sustentarse sobre el conocimiento, no sobre lo dado por hecho, hablamos de personas concretas-, pero no desear un sistema de gobierno no implica que uno quiera decapitar a nadie), no puede dejar de reconocer que, incluso ante películas que, quiérase o no, especulan sobre su intimidad, la reina Isabel II se ha ganado el sueldo desde el primer día (otra cosa es el resto de su familia, la de sangre y la política, pero eso no es cometido del presente escrito).  

-ESPÍAS DESDE EL CIELO: TENSIÓN SIN A(DU)LTERAR

TÍTULO ORIGINAL: Eye in the Sky DIRECCIÓN: Gavin Hood GUIÓN: Guy Hibbert MÚSICA: Mark Hepker, Mark Kilian FOTOGRAFÍA: Haris Zambarloukos MONTAJE: Megan Gill REPARTO: Helen Mirren, Alan Rickman, Aaron Paul, Barkhad Abdi, Iain Glen, Phoebe Fox

   En aquellos programas dobles que evocamos, el nexo de unión entre las películas no siempre estaba demasiado claro, por no decir que era inexistente (ya me dirán, más allá del pareado, por qué Viaje alucinante (1966) y El currante (1983) compartieron cartelera -sí, Andrés Pajares hubiese perseguido a Raquel Welch como un poseso, pero a buen seguro fueron las dos cintas que tenían a mano esa semana-, eso por no recordar otras mezclas insólitas -pero que proporcionaron una buena diversión y una tarde de cine inolvidable-); en esta ocasión también lo cogemos un poco por los pelos, puesto que el filme anterior y el que ahora nos ocupa se ofrecen a la vez por la presencia, en este segundo, de Helen Mirren, cuya interpretación de Isabel II, personaje protagonista de Noche real, ha entrado por méritos propios en la historia del cine (nos referimos, claro, a The Queen (2006), el espléndido trabajo de Stephen Frears sustentado en un sólido guión de Peter Morgan, ya antes mencionado). En esta ocasión, Mirren encarna a una coronel de la inteligencia militar británica que lidera una operación secreta para capturar a un grupo de terroristas en Nairobi, operación considerada casi un mero trámite hasta que se descubre que lo que se creía una mera reunión que ponía a su alcance a determinados miembros de la célula que se quiere desarticular es, tan sólo, el inicio de una misión suicida que debe ser abortada para evitar una catástrofe. Cuando una niña instala su puesto ambulante de venta de pan en la zona que arrasará la onda expansiva generada por el ataque, los dilemas morales, la ética militar, el maleable concepto de “daño colateral tolerable”, la impotencia ante las manos atadas, la imposibilidad de un análisis meramente racional de la situación, la frialdad de unos, la inconsciencia con la que otros llegan al ejército, el sentido del deber mal asimilado o reinterpretado a conveniencia propia, millones de sensaciones y emociones contradictorias inundan la pantalla y se apoderan del espectador, sin necesidad de que los personajes se pongan discursivos ni expliquen doscientas veces su postura, huyendo de cualquier dialéctica que lastre la acción tensa cuya intensidad jamás disminuye, sin justificar ni juzgar a nadie, exponiendo hechos, explicando lo justo las normativas a las que cada uno apela, imprimiendo dramatismo a cada secuencia sin pretender convencer a nadie de nada.
   Gracias a un guión perfectamente medido y controlado de Guy Hibbert, sin maniqueísmos ni soflamas, sin reduccionismos tramposos, Gavin Hodd filma su película más sólida, sin necesidad de recurrir a los vericuetos visuales en que tantos se enredan para, en realidad, marear la perdiz y dar gato por liebre: aquí la tensión se palpa, se mastica, se sufre, las imágenes de drones u ordenadores se integran a la perfección con el resto, nada perturba ni fatiga la mirada del espectador, esa que no se puede desviar en ningún momento porque lo que sucede en pantalla sabe implicarnos desde lo emotivo, desde lo personal, con honestidad, sin tremendismos. Si en Apolo XIII (1995), donde la aparición de Ed Harris para controlar la misión espacial inyectaba nervio a lo que adolecía del mismo durante el resto del metraje, o en El ultimátum de Bourne (2007), donde las secuencias a cargo de Joan Allen y David Strathairn en sus respectivas salas de control aportaban adrenalina auténtica y no la falsa y rimbombante en que se pierde desde hace años el antes vigoroso y explosivo sin necesidad de artificios cineasta Peter Greengrass, poco interesaba (y aburría mucho) todo lo que sucedía fuera de esas habitaciones repletas de pantallas, Espías desde el cielo se construye prácticamente íntegra en espacios pequeños, agobiantes, asfixiantes, incluso contagia esa atmósfera densa y cerrada a lugares más abiertos o directamente al aire libre, jugando con las distancias para conmover con imágenes que en teoría se contemplan con frialdad, son parte de la rutina de los personajes, se ven a través de pantallas o dispositivos, es como si no fuesen reales, pero de cuyas consecuencias nadie puede escapar. El duelo de miradas, susurros, frases entrecortadas, palabras matizadas del que somos testigos deja sin aliento y nos llena de admiración ante el trabajo sutil y potente que llevan a cabo todos los actores, viéndonos obligados a destacar a Alan Rickman en la que es, por desgracia, su última aparición cinematográfica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario