Los galardones a toda una carrera, por más
unánimes y bien recibidos que sean, por mucho que sean indiscutibles
objetivamente (es a la trayectoria, a lo conseguido, a la obra de cada uno a lo
que hay que atender, claro que nuestras preferencias, nuestros gustos, nuestras
simpatías se decantarán por uno u otro candidato o posible receptor, pero no se
puede negar lo evidente -así, sin ir más lejos, Ángela Molina es una magnífica
Premio Nacional de Cinematografía aunque nunca haya sido una de mis actrices
favoritas, lo que no es óbice para reconocer su condición de icono, de musa, de
mito, su categoría de estrella, su permanencia en las retinas y los corazones
de muchos cinéfilos y también la de varios de los títulos en que ha participado,
un nombre a glosar cuando se escriba una historia del cine español del siglo
XX-XXI así que pasen otros cien años-), los premios que, de una forma u otra,
se consideran a “toda una vida”, obligan a echar la vista y a evaluar al
galardonado con lupa de muchos aumentos. Para empezar, podríamos tocar el
espinoso asunto de la edad a partir de la cual es aceptable que alguien pueda
ser merecedor de un honor de este tipo, es decir, ¿es un certificado de jubilación?
¿Ya no se puede seguir trabajando? ¿Siempre hay que rendir tributo cuando es
tarde para la celebración? ¿Hay que seguir abusando del reconocimiento póstumo
(o a punto de serlo)? Puesto que el Festival de San Sebastián de este año
concluye esta semana, podemos recordar que el Premio Donostia de 2015 (el
único, no hay por qué acumular nombres, no hay que repartirlo a conveniencia,
no hay que minusvalorar los merecimientos de alguien -léase Sigourney Weaver-
igualándolo con un rostro popular cuya presencia se quiere tener asegurada para
que haya muchos flashes -léase Ethan Hawke, como si la Weaver no tuviese la
suficiente aureola mítica, la que en realidad no tiene el que el Festival ha
convertido en su homólogo-), decíamos que en 2015 Emily Watson fue un flamante
y un tanto sorprendente Premio Donostia, sólo tenía 48 años en ese momento,
pero su debut ante las cámaras, su impactante, tremenda, dolorosa, mágica
interpretación en Rompiendo las olas (1996)
la transformó en legendaria, luego han venido otras buenas muestras de su
talento, su nombre ya está inscrito en letras muy doradas en el firmamento
cinematográfico, ¿por qué esperar más? Lampedusa sólo necesitó escribir El Gatopardo (“sólo”, como si no fuese
una obra maestra) para alcanzar la inmortalidad, J. D. Salinger es estudiado en
las universidades, Mario Vargas Llosa consiguió lo mismo sólo con sus tres
primeras novelas, mucho antes de que llegase el Nobel, Ernesto Sábato quemó
gran parte de lo que escribió y, aunque como ensayista fue bastante prolífico e
influyente, sólo ha necesitado tres títulos (sobre todo, El túnel y Sobre héroes y
tumbas) para ser reconocido como un novelista genial.
En lo tocante al Goya de Honor, las cosas
como son, los académicos se han dejado llevar más de lo debido por el cariño,
por el gesto, por las afinidades políticas, por méritos extracinematográficos
(o al menos han pesado más a la hora de escoger un nombre) que por aquello que
debería ser lo fundamental, puesto que es lo que se premia. Josefina Molina o
Antonio Mercero, y no es hacer demérito es llamar a las cosas por su nombre,
serán recordados en el futuro por sus trabajos televisivos o teatrales (Cinco horas con Mario, ese montaje
histórico, fue dirigido por ella, asimismo en la reciente reposición), Teresa de Jesús o El camino en el caso de la primera, Crónicas de un pueblo, La cabina, Verano azul, Turno de oficio o Farmacia de
guardia en el del segundo -por mucho que tenga algunos taquillazos como La guerra de papá (1977) o Espérame en el cielo (1988)-, mientras
que Sara Montiel o Aurora Bautista, estrellas rutilantes, haciendo época en el
cine patrio (y en el de fuera), tal vez por representar o evocar una época
infame, se quedaron sin un galardón para el que hicieron grandes merecimientos
(porque, repetimos, es lo meramente cinematográfico lo que hay que tener en
cuenta), ahí quedan, por ejemplo, El
último cuplé (1957), La violetera (1958),
Locura de amor (1948) -en la que
coincidieron- o La tía Tula (1964)
-debió parecerles suficiente, y más reconfortante, premiar a Miguel Picazo,
cuando ambos hubiesen debido compartir el homenaje debido-. En la próxima
edición de los Goya, el de Honor irá a parar a las manos de una mujer que es
una de las pocas estrellas que puede ser así llamada en nuestro país sin
producir vergüenza ajena o risas de sofoco, una mujer polivalente y
multidisciplinar (algo que sigue sin verse demasiado bien por estos pagos), una
actriz que trasciende esa categoría para recibir sin ambages el título de icono
e incluso de mito, alguien que, más allá de las simpatías o antipatías que
despierte por sus declaraciones y activismo (o por su renuncia al mismo),
hipnotiza, se merienda la cámara, posee una presencia escénica impactante (más
notoria, claro, en el escenario, pero también indudable cuando aparece en una
pantalla), una persona a la que no le hacen falta apellidos porque es,
sencillamente, Ana Belén.
No hablaremos de cómo pisa las tablas,
olvidaremos su exitosa carrera como cantante, no nos detendremos en la
magnífica Fortunata y Jacinta (1980)
que Mario Camus dirigió para TVE, aquí de lo que se trata es de cine, y por
mucho que éste parezca haberle vuelto la espalda, perdiéndose lo mucho que
hemos ganado y disfrutado en teatro -llevaba 12 años sin estrenar película,
desde Cosas que hacen que la vida valga
la pena (2004), en noviembre formará parte del esplendoroso reparto de La reina de España, la continuación de La niña de tus ojos (1998)-, hay mucho
cine en la carrera de Ana Belén, cine de ese que queda, títulos que seguirán
admirándose y aplaudiéndose, títulos que justifican con creces su idoneidad
para recibir el Goya de Honor. Porque ahí está Españolas en París (1971) -hizo más Roberto Bodegas sólo con su
ópera prima que otros que poseen una filmografía extensa-, aún vigente, todo un
testimonio, un revulsivo, una denuncia sin tapujos que uno se sigue preguntando
cómo pudo pasar censura -y aunque el propio cineasta lo haya explicado, aunque
se haya tenido el placer de compartir conversación y relativa intimidad con él,
sigue sin comprenderse del todo, más allá de su habitual ceguera y nula
capacidad para captar lo sutil, para profundizar-, no se puede olvidar Tormento (1974), con ese plano final
que, aunque sea uno de los muchos grandes momentos que nos ha regalado Concha
Velasco, sin Ana Belén en el contraplano no sería lo mismo, cintas que tuvieron
su momento y tienen valor como documentos, al margen de haber desarrollado
ciertas virtudes al posarse sobre ellas la pátina del tiempo -El amor del capitán Brando (1974), Jo, papá (1975), La petición (1976), La
criatura (1977)-, su participación en La
colmena (1982), archivo al que regresar para apreciar la calidad de la
tantas veces negadas escuela interpretativa española, un prodigio de Mario
Camus auspiciado por José Luis Dibildos, la espléndida Demonios en el jardín (1982) en la que una arrebatadora Encarna
Paso roba la función pero en la que Ana Belén y Ángela Molina componen un
díptico inolvidable, aquel bombazo de taquilla que fue la adaptación
cinematográfica del hito teatral Sé
infiel y no mires con quién (1985), La
casa de Bernarda Alba (1987) -de nuevo a las órdenes de Camus- que le
permitió dejar para la posteridad la Adela lorquiana con la que había
emocionado en teatro, cosechó algunas de sus mejores críticas -en cine- gracias
a El vuelo de la paloma (1989), el
público le fue propicio en La pasión
turca (1994) y El amor perjudica
seriamente la salud (1996), de una forma u otra son muchas las películas
por las que Ana Belén será recordada.
Y se ha dejado para el final un capricho
personal, un filme que me emocionó desde el primer visionado, Libertarias (1996), una cinta narrada
con vigor por Vicente Aranda que contiene dos o tres secuencias estremecedoras
(una, la que no se debe contar, con una Ana Belén que corta el aliento), tal
vez no sea un título que mucha gente evoque, pero ha contribuido grandemente a
la admiración que siento por la flamante Goya de Honor 2017 (sólo por cómo
avanza para interrumpir un discurso e imponer lo que ella y sus compañeras
defienden merece tributos y parabienes). Y, como guinda, por supuesto, su gran
momento estelar en el celuloide, su despliegue físico, cantor y actoral en esa
soberbia astracanada que Rafael Azcona y José Luis García Sánchez escribieron a
partir de la zarzuela homónima y que el segundo dirigió con jocosidad y alegría
consiguiendo que La corte de Faraón (1985)
suponga una constante satisfacción para el público que la visiona por primera
vez como para el que la repite y vuelve a soltar sonoras carcajadas, con
jolgorio y algarabía e incluso anticipando alguna de las espléndidas réplicas
que dicen actores de la talla de José Luis López Vázquez, Fernando Fernán
Gómez, Agustín González, Juan Diego, Quique Camoiras, María Luisa Ponte, el
descubrimiento que en su momento supuso Mari Carmen Ramírez, un deslumbrante
Antonio Banderas, unos muy bien encajados Josema Yuste y Millán Salcedo y, por
supuesto, esa magnética Ana Belén, esa Mari Pili que tan identificada se siente
con Lota, esa actriz completa y versátil que encandila a propios y extraños,
ese torrente de sensualidad y picardía, esa estrella rutilante. ¡Brava!
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