miércoles, 21 de septiembre de 2016

"MONEY MONSTER": EL NOMBRE DE LUMET EN VANO





TÍTULO ORIGINAL: Money Monster DIRECCIÓN: Jodie Foster GUIÓN: Jamie Linden, Alan DiFiore, Jim Kouf MÚSICA: Dominic Lewis FOTOGRAFÍA: Matthew Libatique MONTAJE: Matt Chesse REPARTO: George Clooney, Julia Roberts, Jack O´Connell, Dominic West, Caitriona Balfe, Giancarlo Esposito, Lenny Venito, Chris Bauer

   Debutó en un episodio de El show de Doris Day (1968-1973) cuando aún no había cumplido los siete años y fue enlazando trabajos en series tan destacadas como Bonanza (1959-1973), Ironside (1967-1975) o Kung-Fu (1972-1975), heredó el personaje que convirtió en estrella (y en la persona más joven en ganar un Oscar en cualquier categoría) a Tatum O´Neal en la adaptación televisiva de Luna de papel (1974), al margen de prestar su voz para la versión animada de La Familia Addams (1973) -haciéndose cargo de Pugsley, no de Miércoles, como pudiera pensarse-, tuvo una participación importante en la espléndida Alicia ya no vive aquí (1974) y dejó sin aliento a propios y extraños estrenando el mismo año la muy interesante Bugsy Malone, nieto de Al Capone (1976) y la estremecedora (en gran parte debido a su prodigiosa interpretación) Taxi Driver (1976). Con estos créditos (y algunos más que no se citan), Jodie Foster estaba destinada a tocar el cielo de Hollywood (en realidad, ya lo había conseguido), pero optó por reducir su ritmo de trabajo (incluso dejó de aparecer en la pantalla durante algo más de dos años), apenas aceptó proyectos volcada en sus estudios (se graduó magna cum laude en Literatura por la Universidad de Yale), tampoco sus elecciones resultaron muy acertadas en lo que a repercusión crítica y comercial se refiere hasta que, inesperadamente, un título que a priori parecía de lo más anodino y rutinario, un producto un tanto burdo pensado para provocar polémica (aunque el mensaje de fondo fuese necesario), una producción ciertamente ramplona que sólo salvaba la presencia tantas veces añorada de Kelly McGillis, una cinta que poseía los peores vicios de la televisión mal rodada (esa en la que todo vale y nada se cuida demasiado), Acusados (1988) la lleva hasta la final de los Oscar (por segunda vez, había sido candidata como secundaria por Taxi Driver -fue la edición en que Beatrice Straight venció, además a la Foster, a Piper Laurie, Jane Alexander y Lee Grant por la que continúa siendo la interpretación más corta (poco más de cinco minutos) jamás premiada-) y, contra todo pronóstico (aunque había una clara corriente de simpatía entre la comunidad femenina de Hollywood por lo que su personaje representaba, todo ello sumado a, por ejemplo, la distinción concedida por el National Board of Review o al Globo de Oro como actriz dramática compartido con Sigourney Weaver y Shirley MacLaine), a sus veintiséis años, Jodie Foster consigue un Oscar batiendo de una tacada a Glenn Close, Melanie Griffith, Meryl Streep y la citada Weaver. Cuando podía pensarse que iba a ser una afectada más de lo que se conoce como “la maldición del Oscar” y que su carrera se estancaría definitivamente, llegó El silencio de los corderos (1991), heredando un personaje que había sido rechazado por Michelle Pfeiffer (aunque Ted Tally, el guionista, había sugerido a Jonathan Demme que se lo ofreciese a ella mientras trabajaba en la adaptación de la novela de Thomas Harris), título de culto casi desde el mismo momento de su estreno, ganando “los cinco grandes” (estatuillas a la mejor película, mejor dirección, mejor actor, mejor actriz y mejor guión -adaptado, en este caso-) cuando ya estaba editado en formato doméstico en EEUU, igualando Foster la marca de Bette Davis (dos Oscar conseguidos en tres años antes de cumplir los treinta), ofreciendo una interpretación legendaria que convenció incluso a los más reticentes (o a la gran mayoría, al menos), aplaudiendo un galardón al que pocas pegas podían ponerse (el único reproche iba dirigido a la Academia por no permitir una candidatura conjunta de Susan Sarandon y Geena Davis por Thelma y Louise (1991), división de votos que, sin duda, benefició a la tercera en discordia -Laura Dern y Bette Midler completaban listado, pero no se esperaban sorpresas-, lo que no quita méritos a su premio, todo lo contrario). Sin embargo, Jodie Foster siguió fiel a sí misma, espaciando sus proyectos, aceptando pocas propuestas, desperdiciando su talento en Sommersby (1993), Maverick (1994), Contact (1997) o La habitación del pánico (2002), buscando desesperadamente el lucimiento en Nell (1994) -sólo la fantástica pareja que en lo artístico y en lo personal formaban Liam Neeson y Natasha Richardson aportaba naturalidad y autenticidad-, embarcándose en aventuras suicidas como Ana y el rey (1999) o evitando que naufragasen del todo La extraña que hay en ti (2007) -un Neil Jordan errático y un guión que iba perdiendo fuelle según avanzaba el metraje eran los máximos responsables del desastre- y Elysium (2013) -cinta a la que sólo su presencia, que sabía a poco y quedaba reducida a unas cuantas secuencias, imprimía empaque e interés-. Y, en medio de todo esto, justo el mismo año del estreno de El silencio de los corderos, Jodie Foster empezó su carrera como directora.
   El pequeño Tate (1991) pareció toda una declaración de intenciones, una autobiografía encubierta, un gesto más de soberbia (recordó su titulación por Yale al recoger su primer Oscar), fue una película un tanto manierista, intentaba huir de unos clichés en los que en realidad embarrancaba, pretendía ser algo elitista y se quedó en tierra de nadie, falta de emoción, de posibilidad de empatía, a ratos era como una permanente mueca de altivez, como un regodearse en sus innegables y portentosas capacidades intelectuales (sin embargo, con la tranquilidad que proporciona la veteranía, con la seguridad de quien no tiene nada que demostrar, con la jocosidad que aportan los años, con el concurso de un Polanski pletórico y lleno de recursos, dos décadas después, Foster supo hacer su propia parodia con inteligencia y sin rubor en Un dios salvaje (2011), potenciando el personaje creado por Yasmina Reza, siendo un magnífico contrapunto de una no menos espléndida Kate Winslet). Pecó de lo mismo en su segundo filme detrás de las cámaras, A casa por vacaciones (1995), una comedia dramática que ella quiso llevar por otros derroteros, para distinguirse del resto, para que el planteamiento quedase en agua de borrajas. Tardó algo más de quince años en repetir la experiencia y lo hizo con El castor (2011), título insólito para lo que pudiera esperarse de ella, pero sin estar bien rematado, sin haberse atrevido a disparatar hasta las últimas consecuencias, es el mejor acabado de su filmografía (incluyendo ese del que ahora nos ocuparemos), al menos sorprende, provoca estupor (y alguna carcajada), produce efectos que poco tienen que ver con el aburrimiento que derrochaban los anteriores, consigue que el público reaccione (aunque sea indignándose, que hubo quien estuvo a punto de quemar el cine, al menos no dejaba espectadores apáticos o adormilados). Con Money Monster, Foster ha querido dar un paso de gigante, se ha colocado (ella misma lo ha declarado sin empaque) bajo el paraguas del cine político y social de los 70, sobre todo ha mirado hacia Sidney Lumet, mezclando de alguna manera dos de sus obras más recordadas (y que mantienen intactas, cuando no las han aumentado y agudizado, fuerza, pertinencia, realidad, reivindicaciones, denuncias), Tarde de perros (1975) y Network (1976), ha querido rodar un thriller con hondas raíces en lo que sucede ahora mismo, ha querido dar voz a los desahuciados, a los que sufren los constantes envites de una crisis que no cesa ni mejora, ha querido filmar una parábola, una crónica, una sátira, ha querido hacer demasiadas cosas y, al final, la ambición ha roto el saco. La historia de los creadores de la serie Grimm (que estrenará su sexta temporada en los primeros días de 2017) parte de una buena idea (como tantas veces) que se pierde y distorsiona en su desarrollo al querer atender a demasiados aspectos: es un acierto centrar la peripecia en un personaje, narrar su drama, su porqué, al querer transformarle en símbolo, al pretender trascender (sin consentir que, si así lo desea, sea el público el que profundice, reflexione en lo que ha visto, establezca los paralelismos que crea adecuados, más o menos íntimos y personales), al subrayar e incorporar en exceso los vasos comunicantes con lo que sucede en el mundo la narración se abigarra, acumula datos, desatiende la tensión, la claustrofobia, la asfixia, incluso comete el error de salir al exterior (gran parte del metraje sucede en un estudio de televisión y el control de realización anejo al mismo) perdiendo en ese momento la posibilidad de recuperar el agobio y la incomodidad de los primeros minutos.
   Decía Alfred Hitchcock que si ponía a un actor atado a unas vías ferroviarias y se oía el sonido de un tren acercándose conseguiría que los espectadores se removiesen en la butaca, pero que si quien estaba en esa situación era Cary Grant más de uno intentaría atravesar la pantalla para rescatarle, tal era el carisma que desplegaba (y jamás dejará de hacerlo) el actor estadounidense; George Clooney tiene empaque, señorío e inteligencia de estrella, no cabe duda de que ejerce una influencia sobre el público, ganándoselo por su honestidad, por su esfuerzo, por no dormirse en los laureles (aunque a veces se reúne con los amigotes para filmar sus juergas, repetitivas y absurdas -que nadie malinterprete estas palabras: hablamos de la serie de Ocean, sean once, doce, trece o los que quieran que le acompañen, o de alguna de sus quedadas con sus compinches los Coen-), involucrándose en grandes producciones (aunque las haya que han fracasado estrepitosamente) para poder producir y/o dirigir proyectos más arriesgados o en apariencia (y en el resultado en taquilla) poco comerciales, cimentando un prestigio como artista concienciado (¡Cuánto hubiese podido aprender Jodie Foster de Buenas noches y buena suerte (2005)! -y ya que estamos, también los responsables de Trumbo (2015)-), resultando mejor intérprete cuando asume un secundario en sus propios filmes que cuando le dirigen otros (su Oscar por Syriana (2005) se debió más a la coincidencia con Buenas noches y buena suerte, título que la Academia no podía premiar tocando el asunto que toca -y sin ambages-, por mucho que se centrase en el mundo del periodismo -ellos escuchan “caza de brujas” y se echan a temblar, pero no por lo que sucedió precisamente-). Pero en Money Monster se ve obligado a defender un arquetipo, un estereotipo muy estereotipado y, para colmo, no se le permite desarrollar la indudable química que tiene con Julia Roberts, se diría que al personaje fundamental que encarna la actriz lo meten con calzador, como si les molestase, y por mucho que su brillantez habitual extrae oro de las pocas vetas que tiene a su alcance, la cineasta no sabe explotar la relación a distancia (aunque sean pocos metros: Roberts está en realización, Clooney no la ve, se comunican a través del pinganillo del presentador), no parece interesada en dotar de brío y mordiente la afinidad entre dos personas acostumbradas a entenderse de este modo (ella lee el rostro de él, él sólo necesita una palabra -o un silencio- para comprender qué se espera que haga). En medio de lo que debía ser un duelo de altura, Jack O´Connell se limita a no desbarrar demasiado, sabe llevar a su personaje de lo emocionante a lo irritante, consigue que a ratos se empatice con él y en otros parezca estúpido, inconsciente, pero termina por perder consistencia, se va quedando en la carcasa, cae en la misma obviedad que el resto (por culpa, fundamentalmente, del guión y de la dirección). Tal vez sería más provechoso (y disfrutable) que Jodie Foster buscase un proyecto a la altura de su talento interpretativo y olvidase estas aventuras (y veleidades, por mucho que ella quiera revestirlas de lo que no dejan de ser ínfulas).

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