jueves, 8 de septiembre de 2016

"BEN-HUR": ODIOSAS, PERO INEVITABLES (O VICEVERSA)







TÍTULO ORIGINAL: Ben-Hur DIRECCIÓN: Timur Bekmambetov GUIÓN: Keith R. Clarke, John Ridley (basado en la novela homónima de Lew Wallace) MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Oliver Wood MONTAJE: Dody Dorn, Richard Francis-Bruce, Bob Murawski REPARTO: Jack Huston, Toby Kebbell, Rodrigo Santoro, Nazanin Boniadi, Ayelet Zurer, Pilou Asbaek, Sofia Black-D´Elia, Morgan Freeman

   Como no es cuestión de abusar de la confianza de los lectores más asiduos y fieles (bastante aguantan desde el primer día el vicio recurrente de ser de esa manera, es decir, de reiterar mil veces lo mismo, como si fuese la primera vez que se escribe en este blog -o en otros lugares-), por si alguien menos habitual (o visitante frecuente que sólo se detiene en aquellas reseñas que le interesan) tiene estas líneas delante conviene indicar que, de alguna manera, lo que se cuenta aquí tiene mucho que ver con lo que se trató en el anterior texto publicado -el dedicado a La leyenda de Tarzán- y, por lo tanto, se obviarán ciertos argumentos o comentarios para no resultar excesivamente repetitivo (lo que no quiere decir que deba leerse primero -ni después-, sólo que puede que alguien eche de menos -por obvio- algún aspecto de la cuestión que, al haber sido abordado recientemente, queda fuera en esta ocasión). Por retomar el hilo por algún sitio, es indudable que en esta oportunidad (y no con el por un lado pregonado como “nuevo Tarzán”) sí estamos ante un remake (concepto sobre el que dimos vueltas en aquel momento), no hay matizaciones, si nos ponemos un tanto puristas nos encontramos ante el remake de un remake (algo que también sucederá cuando en poco menos de un mes llegue a España Los siete magníficos, por mucho que los productores e involucrados quieran negarlo -por mucho que cambien peripecias y personajes, si buscan evitar comparaciones que utilicen otro título, en caso contrario que apechuguen con las consecuencias-), puesto que la versión más popular y laureada de Ben-Hur, aquella que durante casi cuatro décadas fue la película más galardonada por la Academia de Hollywood hasta que Titanic (1997) -que podría considerarse asimismo un remake si queremos buscar las cosquillas- y El retorno del rey (2003) -que consiguió su propio récord al obtener las once, el número mítico, estatuillas a las que optaba- empataron con ella, aquella que dirigió en 1959 William Wyler era una nueva versión de un filme en el que él había intervenido como ayudante de dirección allá por 1925, firmado por Fred Niblo y protagonizado por el entonces estelar Ramon Novarro (quien, aunque pudo dar el paso del cine silente al sonoro, jamás recuperó aquel estatus ni tan siquiera lo igualó), todas toman como punto de partida (y así lo reconocen) la novela original de Lewis Wallace, por lo tanto, habemus remakem (que me perdonen mis profesores de Latín y todos los lectores por el chiste facilón).
   Es complicado ponerse a la sombra de una cinta que ha entrado en la historia del cine por muchas razones, que conocen (o reconocen) incluso aquellos que no la han visto, que tiene una secuencia aún más mítica que la propia película -una carrera de cuadrigas repetida hasta la saciedad en documentales, reportajes, periódicos, revistas, analizada, explicada, plagiada sin recato-, una cinta que se repuso con honores de estreno y que, por lo tanto, varias generaciones han visto en pantallas gigantescas, con un sonido que hacía vibrar la platea, en locales enormes llenos hasta el último palo del llamado gallinero, hay que tener mucho valor para luchar contra la nostalgia, la evocación, las emociones infantiles o juveniles, la añoranza de un pasado dorado que se antoja (y confirma) inalcanzable, y en ese sentido lo más positivo que puede decirse del Ben-Hur que ha dirigido Timur Bekmambetov es que mira cara a cara al clásico sin bajar la cabeza y no pretende medirse con él en una carrera (sí, metáfora obvia, lo asumo) que tiene perdida de antemano, sino que toma su camino, reescribiendo algunas de las páginas de Wallace, potenciando aspectos que habían quedado arrinconados o no eran tratados, reduciendo metraje (lo que se agradece), otorgando al personaje de Mesala la misma importancia que a Ben-Hur, haciéndole pasar de secundario potente e indispensable pero siempre a rebufo del protagonista a antagonista en toda regla, complementario por opuesto, disputando planos y minutos en pantalla (aunque, lógicamente, la palma se la lleve el héroe, no puede ser de otra forma). Y como, por mucho que no se quiere, resulta inevitable comparar, Toby Kebbell no tiene ni de lejos el carisma y la fuerza de Stephen Boyd, a ratos resulta grotesco, como si interpretase en un código distinto al resto del reparto, adquiere tintes paródicos, risibles, no impone ni atemoriza, Jack Huston no tiene demasiados problemas para imponer su presencia sin demasiado esfuerzo (el mismo que, las cosas como son, desplegaba Charlton Heston a troche y moche en una interpretación un tanto desfasada y que él mismo superaría con sus creaciones en El señor de la guerra (1965) y El planeta de los simios (1968), más matizadas y dosificando su indudable poderío físico en beneficio del personaje y de sus -no excesivas- dotes actorales), el actor londinense no carga las tintas para que su Ben-Hur sea lo más realista posible, no imita a nadie, trabaja sobre el rol encomendado a partir del guión. Bekmambetov contiene su proverbial grandilocuencia, su abuso de efectos especiales, digitalizaciones, exhibicionismos visuales que sobrecargan las retinas, que barroquizan cada secuencia hasta el delirio, tal vez al ser consciente de que, a pesar de los avances técnicos, precisamente por ello, los momentos que todo el mundo espera no van a batir a los filmados en 1959, opta por una carrera de cuadrigas en la que se ven los detalles, los rostros, las ruedas, los cascos de los caballos, sin alambicar ni distorsionar, sin pretender enmendar la plana, sin abusar de la épica, casi como quitándose el embolado de encima pero sin caer en lo patético, histriónico o rimbombante; sin embargo, la parte que transcurre en las galeras carece de garra, se queda en muy poca cosa, embarranca en un callejón sin salida, hace añorar el modo en que se vibraba cuando era Wyler quien estaba detrás de la cámara (o quien se hiciera cargo de la segunda unidad, no es momento de entrar en ese absurdo debate). Hay que señalar que Morgan Freeman no resiste la comparación con el maravilloso Hugh Griffith, le ayuda muy poco el modo en que su personaje queda desdibujado, pálido reflejo del original (y eso que, para compensar, le mantienen en pantalla más tiempo), pero que, en contra de lo que podía esperarse, este Ben-Hur se deja ver si uno arrincona los prejuicios, si sólo se pretende pasar el rato con una de aventuras, sin mayores complicaciones (y abriendo la mano, cierto es), actitud a la que sin duda ayuda (y mucho) no ser demasiado fan de la cinta de William Wyler, cineasta magistral al que uno venera por Jezabel (1938), La carta (1940), La loba (1941), Los mejores años de nuestra vida (1946), La heredera (1949), Brigada 21 (1951), Vacaciones en Roma (1953), La calumnia (1961), El coleccionista (1965) o Funny Girl (1968). ¿Que una nueva versión de Ben-Hur era innecesaria? Sin duda ¿Que no fue una losa aplastante ni un suplicio infernal? También.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario