domingo, 18 de septiembre de 2016

"TARDE PARA LA IRA": LA RABIA CONTENIDA






DIRECCIÓN: Raúl Arévalo GUIÓN: Raúl Arévalo, David Pulido MÚSICA: Lucio Godoy FOTOGRAFÍA: Arnau Valls Colomer MONTAJE: Ángel Hernández Zoido REPARTO: Antonio de la Torre, Luis Callejo, Ruth Díaz, Manolo Solo, Alicia Rubio, Raúl Jiménez

   Hay películas de las que conviene contar poco, no porque se basen en sorpresas, en piruetas de guión, en trucos más o menos honestos, no porque su engranaje sólo funcione cuando se ignora la resolución, no porque contenga un golpe de efecto como conclusión, sino para evitar los prejuicios, las expectativas (tan nefasto -y poco ético en lo que a los analistas o así proclamados se refiere- es criticar duramente lo que no se ha visto, denostar antes de poder conocer -o de querer hacerlo- como cantar las supuestas excelencias de aquello que se está rodando, montando, postproducciendo o, incluso, es tan sólo un proyecto más sobre una mesa de trabajo), hay películas que aumentan sus virtudes cuando uno consigue llegar al visionado sin tener demasiado o nada claro qué va a ver, más allá del género en que ésta se inscribe, el nombre de los actores y/o el director -si es que le son familiares, puede que admirados, quizás la única razón para elegir esa opción de entre todas las que proporciona la cartelera-, a veces ni tan siquiera eso, sobre todo en lo que hace referencia al género (que puede ser el dato, tal vez, más importante, puesto que hay días en que uno no está para dramas o no le apetece otra comedia o no quiere saber nada de una historia de amor). Y de una manera u otra se desarrolla la capacidad de sorpresa, claro, porque uno va experimentando sensaciones sin tenerlas previstas (por desgracia, hay muchos que llegan a la proyección con la crítica escrita y no alteran ni una coma) y porque, además, puede que el filme contenga revelaciones que no conviene intuir (o conocer) antes de tiempo, que hay que ir atisbando, calibrando, descubriendo al mismo tiempo que los personajes, datos o hechos que uno va imaginando o que le asaltan sin previo aviso, depende de la pericia del guionista y de lo activo que sea el espectador. Aunque Tarde para la ira contiene algún elemento inesperado o que no se explica hasta el momento adecuado (aunque, como decíamos, habrá en la platea quien sepa reunir las piezas diseminadas con bastante acierto por los guionistas y componga el puzle antes del final), no basa su fuerza, su aliento enérgico que atrapa desde la primera secuencia (aunque abusa de la pirotecnia, hace temer lo peor, lo que por fortuna se diluye según se van presentando personajes y situaciones), su contundencia y bravura en tener que responder a interrogantes puramente policiacos, no hay un misterio que resolver más allá del necesario “¿qué pasará ahora?” que nos hace estar muy pendientes de lo que sucede en pantalla, pero puede jugar en contra del modo en que la historia se va desarrollando en lo que a construcción de personajes y expresión de sentimientos se refiere el hecho de que algunas palabras, algunas declaraciones, algunas críticas hayan descubierto más de lo que sería deseable conocer, error en el que especialmente han caído algunos de los máximos responsables de la cinta a la hora de presentarla ante los medios, no así el tráiler, absolutamente modélico, muy sugerente pero nada explícito, sembrando incluso el desconcierto entre aquellos que consiguieron llegar a una proyección sin saber mucho más y se encontraron con una historia muy diferente a la que habían podido imaginar.
   Alguien dirá que resulta inevitable traer a colación la palabra “venganza” a la hora de glosar, comentar y analizar el debut de Raúl Arévalo como director y guionista, y en parte es cierto, pero con hablar de “viejas deudas”, así un tanto en abstracto, puede estar bien para que, de ese modo, uno sienta nacer la sospecha, la inquietud, el desasosiego que transmite el personaje interpretado por Antonio de la Torre cuando va dejando traslucir que su hieratismo, su apatía, su grisura, ocultan resentimiento, furia, dolor, su contención responde a unos nervios excesivamente tensados, a una presión a la que no se sabe cómo dar salida, el actor malagueño gradúa, refrena, atenúa su tendencia a la intensidad (notoria incluso en un rol que tenía que estar muy alejado de la mueca -Caníbal (2013)-), evita el irritante subrayado que los directores le han consentido/exigido y que ha dado al traste con lo que podrían haber sido interpretaciones estupendas -aunque, paradójicamente para quien esto escribe, han sido laureadas y aplaudidas hasta la extenuación- para recuperar la naturalidad y sencillez de los trabajos que le dieron merecida fama y éxitos como el Goya ganado en buena lid por Azuloscurocasinegro (2006), su inexpresividad consigue conmover, incomodar, desazonar, ir comprendiendo y asumiendo el calvario diario que debe haberle supuesto el mero hecho de respirar en la progresión que el guión ha medido con metrónomo y precisión de orfebrería contribuye al estupor del espectador, le implica más en la película, le obliga a participar, a plantearse interrogantes íntimos, esos que nos enfrentan a nosotros mismos y que confieren importancia y grandeza a las obras de arte que los provocan, esos que incluso van cambiando de orientación o de bando según transcurre el metraje. Luis Callejo incorpora un magnífico reverso para componer junto a Antonio de la Torre una moneda que a ratos sólo tiene una cara, los personajes están tan sólidamente construidos que no podemos sino reconocer sus motivaciones, sus crímenes, sus actos por mucho que nos espanten; rostro muy conocido gracias a la pequeña pantalla, nombre a seguir para los espectadores teatrales, en los últimos tiempos ha intervenido en varias películas que han incrementado su popularidad y, sobre todo, han dado cuenta de su infinita versatilidad, de su estupendo hacer, han fijado su nombre en la memoria del público, nombre que debe resultar imborrable a partir de ahora gracias a una interpretación llena de aristas que jamás cae en el estereotipo, en lo exagerado, dotando de alma y emociones puras (no fingidas ni manidas) a alguien que, a pesar de su aparente fortaleza, es tan frágil como cualquiera cuando se enfrenta a circunstancias que no controla ni es capaz de prever.
   La portentosa escritura de dos novatos en estas lides como son Raúl Arévalo y David Pulido (psicólogo de profesión, sin duda eso se nota en el modo de dibujar y exponer personalidades ambiguas, sentimientos llevados al límite, estallidos y reacciones irracionales con suma naturalidad, sin juzgar, sin maniqueísmos, con la turbiedad necesaria para que resulten fieramente humanos), la firmeza del guión descansa sobre los cimientos más sólidos posibles, los personajes, las personas que vemos en pantalla y respiran verdad, y esas virtudes aún se demuestran más en aquellos que aparecen menos tiempo que el dúo protagonista, los que sólo necesitan unos minutos para conformar retratos rotundos y sin fisuras, bien sea desde un segundo plano plagado de miradas cargadas de reproche, de hartazgo, de dolor, de ilusiones destrozadas, de miedo, de negación de la alegría (una monumental Ruth Díaz que cuando ocupa el primer plano aún arrebata, perturba y estremece mucho más, premiada en la sección Orizzonti del Festival de Venecia como mejor actriz, la única lástima es que su personaje no intervenga más en la acción -aunque su ausencia es comprensible y, por otro lado, ha incendiado de tal modo la pantalla que su presencia sobrevuela por todo el filme aunque sólo aparezca lo estrictamente necesario-), bien sea magnetizando a la cámara y robando la escena como hace un espléndido Manolo Solo, quien se adueña de una secuencia que se convierte en legendaria desde el primer visionado y eleva a su intérprete a las cotas más altas de excelencia. Reivindicando la herencia del cine de Saura en los 70, del de Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma, evocando al Camus de Con el viento solano (1966), citando también como referentes a Sam Peckinpah o los hermanos Dardenne, es una lástima que Raúl Arévalo se deje llevar en demasiadas ocasiones por las tentaciones autorales de estos últimos, atendiendo más a los frenéticos y un tanto estrambóticos movimientos de cámara que al conjunto, pareciendo que no confía en el poderoso material que tiene entre manos (tanto en lo relativo al guión como en el aspecto actoral), precipitando el ritmo tan magníficamente medido en lo escrito, forzando el arrebato, desvirtuando a ratos la atmósfera lograda con esa violencia sorda que se intuye y anticipa, con esa rabia que se ha ido transformando en ira a fuerza de apretar los dientes hasta hacerlos sangrar, con esa fiereza a la que no sabe cómo dar curso y que se ha ido macerando con la lentitud necesaria, esa venganza (¿por qué no decirlo si ya lo han hecho tantos?) fraguada a fuego lento que, en realidad, está a medio cocer, de ahí el espeluznante resultado, de ahí el nerviosismo que contagia a los testigos atrapados en sus butacas, de ahí que nada derive en lo obvio, en lo fácil, de ahí que cierta tosquedad formal -muy bien conseguida, sin manierismos- imprima tanta garra a algunas secuencias, de ahí que (sin desvelar nada) cuando llega la conclusión, la única posible y verosímil (la que se ha intuido -si bien es cierto que sólo en los últimos compases, cuando se ha recabado toda la información-), a pesar de esa cámara que debería estar más templada, por el trazo vigoroso de su escritura (de la de ambos guionistas) y su impactante rúbrica, uno sólo puede celebrar el nacimiento de un estupendo narrador.

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