TÍTULO ORIGINAL: Elle DIRECCIÓN: Paul
Verhoeven GUIÓN: David Birke (basado en la novela << Oh… >> de Phiippe Djian) MÚSICA: Anne Dudley
FOTOGRAFÍA: Stépahne Fontaine MONTAJE: Job ter Burg REPARTO: Isabelle Huppert,
Laurent Lafitte, Anne Consigny, Charles Berling, Virginie Efira, Judith Magre
Conviene
recordar que cuando calificamos un premio como “justo” o “injusto” lo hacemos
como expresión de un sentir particular, de un gusto propio, de una preferencia
concreta (aunque siempre hay quien no es capaz de explicar su toma de partido
porque no se basa en ningún criterio personal o porque lo que así pregona va
dando bandazos según el viento imperante en cada momento), cualquier galardón es
la expresión de una parcialidad, de una elección, del sentir de unas cuantas personas
(sean tres, siete, doce o todas aquellas que pueden votar en los Goya, los
Oscar y demás), es, por lo tanto, injusto en sí mismo puesto que, por mucha
ecuanimidad que demuestren los miembros del jurado, pueden concurrir candidatos
con méritos similares o que satisfagan en la misma medida y la decantación se
base más en simpatías, en currículum, en amistad, en un flechazo, en vaya usted
a saber qué, aunque podría haber más de un veredicto satisfactorio. Por otro
lado, para hablar con propiedad de la pertinencia de un honor habría que
conocer a todos los posibles premiados cuando existe una lista previa con
nominados, nombres propuestos, concurrentes a un concurso, hay que conocer el
trabajo de todos ellos, aquello por lo que van a ser laureados, para, entonces
sí, aunque sea a título personal (nunca lo olvidemos, sobre todo esos que
tienden a hablar como si estuviesen en posesión de la verdad cuando, en estos
asuntos, no existe una que pueda adjudicarse el artículo determinado), decretar
la justicia que sustenta la proclamación del vencedor. Así, por ejemplo, la
primera Palma de Oro que obtuvo Ken Loach en Cannes -El viento que agita la cebada (2006)- resulta excesiva si pensamos
que quedó descabalgada del máximo honor una cinta como Volver (2006) de Pedro Almodóvar -y que entre las que competían en
aquel festival y se ha tenido oportunidad de visionar hay otras, especialmente María Antonieta (2006) de Sofia Coppola,
había mejores opciones-, ya sólo por ese motivo se recibió la segunda
-conseguida el pasado mayo por Yo, Daniel
Blake (2016)- con cierto estupor, el que ha ido aumentando e incluso
transformándose en indignación al conocer la película que, desde su proyección,
se transformó en la favorita de la crítica internacional, no sólo descabalgada
del galardón principal sino de cualquier mención o premio de consolación
(aunque, por cerrar el asunto, el cine de Ken Loach está mejor representado en
esta ocasión, cuando se estudie y revise su filmografía -porque, guste más o
menos, ha marcado una época-, serán obras como Yo, Daniel Blake a las que haya que acudir para analizar y
comprender su relevancia, es ahí donde podrá encontrarse su estilo, aquello por
lo que será -lo peor es que lleva demasiados años repitiéndose y muy alejado de
aquella furia que le proporcionó fama y prestigio, aunque ya se habló sobre el
asunto en un texto publicado en este mismo blog recientemente y no vamos ahora
a exponerlo de nuevo-). Conviene tener esto muy en cuenta a la hora de
comprender el tono del presente escrito, si bien es cierto que, al margen de lo
sucedido en Cannes, el que suscribe se hubiera rendido del mismo modo ante Elle y hubiese proporcionado la misma
recepción tibia al filme de Loach (pero recordar que una cinta que se reconoce
como legendaria desde los primeros minutos, que se percibe va a pasar a la
historia, había sido ninguneada por un jurado presidido por George Miller
encendió aún más los elogios que iban brotando espontánea y profusamente
durante el visionado).
El
neerlandés Paul Verhoeven es uno de esos cineastas que han dado su apellido a
un estilo, a una forma de hacer cine, a una mirada sobre la sociedad actual
(incluso cuando rueda distopías, futuros más o menos cercanos o historias de
siglos pasados), aunque (al igual que sucede, por cierto, con Michael Haneke
-cuando no se habla de una brutalidad que, la mayoría de las veces, está
sugerida, sucede fuera de foco, es demoledor sin necesidad de ser gráfico, no
tiene nada que ver cómo sacude en La
pianista (2001) o en Funny Games (1997)
a cómo lo hace en Amor (2012), no es
el mismo tipo de violencia, aunque el espectador sufra y tiemble como pocas
veces-) suele reducírsele a algunas características, a las más obvias, no se
atiende a su evolución o a las claras diferencias formales y expresivas que hay
entre títulos como Delicias turcas (1973),
Eric, oficial de la reina (1977), Desafío total (1990) o El libro negro (2006), por mucho que,
obviamente, tengan similitudes y se reconozca la mano del mismo autor.
Verhoeven no ha ahorrado nada a la audiencia cuando lo ha creído necesario, ha
dejado su sello y autoría incluso en lo que podrían haber sido productos
comerciales destinados a un público amplio -y muy promocionados entre la
juventud del momento-, así el primer tramo de RoboCop (1987) es ciertamente duro y hay que tragar saliva (o
apartar la vista de la pantalla), pero también ha tenido tiempo y talento para
ser suntuoso, para recrearse en la jugada creando atmósfera, destilando morbo, dosificando
sexualidad, incomodando casi imperceptiblemente pero sin dar tregua, retrasando
el necesario estallido, en definitiva, sorteando los escollos que a veces
planteaba un guionista empeñado en recordar todo el rato su perspicacia, colocándose
por encima de los ocupantes del patio de butacas, cayendo a ratos en su propia
trampa y perdiendo verosimilitud (hablamos, claro, de Joe Eszterhas, y no sería
por falta de experiencia en guiones endiablados y sorprendentes como los de Al filo de la sospecha (1985) y la
soberbia La caja de música (1989) -no
se han visto todos los filmes que ese año pasaron por el Festival de Berlín,
pero no se concibe un Oso de Oro más adecuado y plausible-), en definitiva,
mucho más allá de ese “polvo del siglo” (rodado y montado con energía, pasión y
provocación, secuencia electrizante no sólo por lo sexual), si Instinto básico (1992) permanece en la
memoria (y en el disfrute) de los espectadores es por la inteligencia con que
Sharon Stone (por mucho que no tuviese muy buenas palabras para el director)
supo encarnar el tono y ritmo que Verhoeven quiso imprimir a la cinta, el alto
voltaje que se percibe desde el comienzo, la electricidad que va aumentando de
potencia hasta cortocircuitar el ánimo, la tensión permanentemente creciente
que no se deja explotar, todas estas virtudes quedan resumidas en la antológica
y fantástica secuencia del interrogatorio, el cruce de piernas más famoso (y
polémico) de la historia del cine, un momento brillante por cómo se prepara y
se sirve, por cómo el cineasta hurta a nuestra vista lo que todo el mundo cree
ver en detalle (aunque se ve, no queda duda, y más en pantalla grande), por
cómo hay mucho erotismo y nada de pornografía (palabra/acusación que ha
perseguido a Verhoeven como pocas).
Aunque sólo sea por este ejemplo concreto (que ha asegurado al director
la inmortalidad), no sorprende que Elle esté
filmada con enorme naturalidad, integrando a la perfección los sucesos más
violentos y estrambóticos, las reacciones más imprevisibles y asociales, los
tormentos internos más lacerantes, los traumas más asfixiantes, con una
atmósfera reposada, con una cotidianidad cómoda y en teoría apacible, no
resulta extraño que Verhoeven haya ido, si se quiere ver así, refinando, depurando,
despojando, estilizando (si se permite la redundancia) su estilo, salpicando
aquí y allá, en los momentos oportunos, un par de directos a la mandíbula, una
quiebra de la calma, un chirrido de la tiza en la pizarra que altera y causa
dentera, pero regresar pronto a un modo de contar (tanto con la cámara como en
el guión) que hubiese hecho las delicias de Claude Chabrol (con quien emparenta
el neerlandés con absoluta maestría). Verhoeven imprime tanta verdad a todo lo
que sucede (tiene cimientos muy sólidos gracias a un impactante y magnífico
guión de David Birke -al no estar publicada en España, no se puede decir cuánto
debe al original literario de Philippe Djian-) que aún zarandea más lo que
narra, por la elegancia formal que casi nunca pierde, por el tono despreocupado
que utiliza, por la ausencia de subrayados, por la, conviene repetirlo,
naturalidad con que se habla de dramas, rencores, perturbaciones, por la
placidez con que va quitando capas de la cebolla consigue que haya un
interrogante permanente flotando, más allá de descubrir la identidad del
violador que fuerza a la protagonista en la primera secuencia, ante la reacción
inesperada e incomprensiblemente racional de la mujer (uno no puede dejar de
llevarse por los impulsos que siente brotar), ante el modo sencillo (y por ello
más lacerante para quien está sentado en la oscuridad) en que convive con el
crimen sufrido y la poca importancia que parece dar al hecho, ante la manera en
que se suceden los hechos sin romper las convenciones sociales, las
celebraciones, las rutinas, el espectador nunca sabe qué esperar y eso le hace
estar alerta, involucrado, abducido por una película absorbente y, aunque
parezca un oxímoron, mágicamente ominosa, perversamente inteligente (o
viceversa).
Sólo
una actriz de la talla de Isabelle Huppert puede dar vida y conferir
verosimilitud a un personaje con incontables aristas y hacerlo con una
apabullante economía de recursos (algo a lo que, por otro lado, nos tiene
acostumbrados -sin ir más lejos, aún está en cartel El porvenir (2016), que acabaría deviniendo en algo vacuo e
intelectualoide de no ser porque su presencia inyecta vida a lo que, con un
buen punto de partida, termina por ser mortecino y un tanto pretencioso-). Cuando
encuentra carne en la que morder (e incluso cuando no, aunque a veces no puede
evitar desplazarse por la pantalla asumiendo que hay poca -o ninguna- tela que
cortar), la Huppert sabe exprimir hasta la última gota que puede extraer de su
rol, en este caso (al igual que sucede con el resto) una personalidad muy bien
escrita y descrita que, a pesar de sus oscuridades, de sus zonas ignotas, de
sus ambigüedades, precisamente por ellas es tremendamente humana, comprensible
e incomprensible como la mayoría, un retrato profundo y con muchas ramificaciones,
un torbellino que la actriz francesa refrena para ir incorporando detalles,
breves sonrisas, alzamientos de cejas, miradas intencionadas, un absoluto
recital que Verhoeven promueve, consiente y convierte en la melodía principal
de esta sinfonía que encuentra en lo discordante su particular armonía, aquello
que la distingue y la transforma en sublime, en única, en una película que
corona y justifica una filmografía, en un título que ya es de referencia y que
se le reprochará a Cannes (aunque el jurado cambie cada año) de ahora en
adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario