TÍTULO ORIGINAL: I, Daniel Blake
DIRECCIÓN: Ken Loach GUIÓN: Paul Laverty MÚSICA: George Fenton FOTOGRAFÍA:
Robbie Ryan MONTAJE: Jonathan Morris REPARTO: Dave Johns, Hayley Squires,
Sharon Percy, Briana Shann, Dylan McKiernan
Hablando en términos muy generales, consideramos panfletaria cualquier
obra periodística o artística que se sitúe en las antípodas de lo que nosotros
creemos, sentimos, defendemos, votamos, incluso aunque contenga altas dosis de
razón, argumentos imbatibles, por mucho que describa una realidad que es tal
pero nos resistimos a reconocer (cuando no negamos, cuando no incurrimos en
aquello de lo que acusamos a otros -pero, como todo, el panfleto sólo se ve en
el ojo ajeno, aunque precisamente sobre este nada desdeñable detalle, rechazar
algo que comparte nuestras posiciones, vamos a hablar a continuación, es, de
hecho, uno de los puntos de partida de la presente reseña-); glosando Pourquoi des philosophes? de Jean-François
Revel, recordaba Vargas Llosa en un artículo reciente como “la palabra panfleto
tiene ahora cierto relente ignominioso, de texto vulgar, desmañado e
insultante, pero en el siglo XVIII era un género creativo y respetable, de alto
nivel, del que se valían los intelectuales más ilustres para ventilar sus
diferencias”, y es esta línea de desprestigio y degradación del género la que
sigue el DRAE al recoger tan sólo dos posibles acepciones de la palabra (como
“libelo difamatorio” u “opúsculo de carácter agresivo”), aunque tal vez el uso
más extendido es aquel con el que señalamos el proselitismo más atroz y
alienante en todo escrito, declaración o similar que, sin llegar a veces a
difamar ni a utilizar un tono especialmente incendiario, se demuestra sesgado,
parcial, mendaz, responde a intereses ideológicos concretos, pretende inocular
dogmas, intenta camuflar (o ni se toma la molestia de hacerlo) su verdadera
condición disfrazándose de ficción (o de opinión, interpretación, visión
propia), textos o palabras pronunciadas que se defienden como práctica de la
libertad de prensa y/o de expresión cuando se vulneran las que deberían ser
normas éticas de obligado cumplimiento e incluso se cometen delitos, manifiestos
que tergiversan hechos y datos incontestables sin recato ni pudor (o
maquillándolos con acierto, en el sentido de pasar por verdaderos, de engañar o
confundir a muchos). Y, como señalábamos antes, puede darse el caso (y ojalá se
diese más, en el sentido de que nadie nos impusiera nuestra manera de pensar,
nadie precisase de refuerzos -cuando no de lavados de cerebro- para adoptar una
postura u otra) de que, aunque un creador, un intelectual (sí, todavía quedan),
un artista comparta nuestros puntos de vista, nuestra preferencia política,
nuestro ideario, el modo de expresarlo nos incomode, nos parezca obvio, no nos
sintamos identificados con el tono empleado o el modo de exponer el
argumentario, que compartamos el fondo (o lo que quede del mismo) pero
rechacemos la(s) forma(s) -o su ausencia-, que comprendamos y compartamos la
intención pero el resultado llegue a provocar el efecto contrario, proporcione
munición al enemigo para seguir negando lo evidente o rebajar la pertinencia de
lo que se denuncia y/o demanda.
Ken Loach nunca ha escondido su militancia, sobre ella ha construido su
carrera como director de documentales y películas para cine y televisión, ha hurgado
en las conciencias de los poderosos (y a veces ha conseguido que actuasen de
otro modo o enmendasen injusticias), ha aireado trapos sucios, se ha embarrado
para estar al lado de los desfavorecidos, ha cuestionado el pasado de su país, ha
sido crítico implacable de lo que
sucedía en el momento en que filmaba (y lo sigue siendo), ha puesto su cámara
al servicio de los desheredados, no desfallece en su permanente lucha contra el
capitalismo, por un lado es loable su lealtad a aquello en lo que cree y viene defendiendo
desde que debutase en la BBC en 1964 (aunque sus primeros trabajos fuesen
encargos, conviene tener en cuenta que la serie Z Cars (1962-1978) tocaba asuntos que en aquel momento provocaban
debate e inquietud y mostraba la parte menos glamurosa de la policía), pero en
lo creativo parece haberse quedado detenido, no va más allá, sus películas se
limitan a repetir esquemas, son tremendamente previsibles, su denuncia ha
quedado circunscrita a estereotipos, maniqueísmos y esquematismos, perdiendo
garra y contundencia, abusando del tremendismo más burdo e inoperante porque
resulta exagerado y poco creíble, porque la furia de títulos como Lloviendo piedras (1993), Tierra y libertad (1995) y, sobre todo, Ladybird Ladybird (1994) se ha ido
diluyendo, especialmente a raíz de su asociación con el guionista Paul Laverty.
El Ken Loach que regresó a la gran pantalla a finales de los 80 del siglo
pasado y se convirtió inmediatamente en un cineasta de culto, aquel que
incendió el fervor de los críticos con Agenda
oculta (1990) y Riff-Raff (1990),
hablaba de lo que conocía, de lo que tenía cerca, de lo que era su
cotidianeidad o acababa de pasar, a veces era excesivamente local (usaba un
código tan restringido, una jerga tan propia que Riff-Raff tuvo que ser subtitulada para estrenarse en EEUU), muy
hermético para quien no conociese los pormenores y entresijos de la política británica
(que él sacaba a la luz, que se verbalizaban y escenificaban por primera vez, difícilmente
podía comprenderse en su totalidad aquella retahíla de nombres y situaciones
desconocidos incluso para un autóctono), aunque no se suscribiesen las
ovaciones y galardones, en aquellos filmes se reconocía a un autor airado,
libre (en claro guiño a corrientes que le habían influido, cuando no secundaba
sin complejos), un cineasta con voz propia, en realidad portavoz de aquellos que
carecían de medios para reclamar las atenciones (y acciones) debidas
encaminadas a erradicar miseria, podredumbre, lacras, estigmas, injusticias. Después
llegarían cintas ya mencionadas -incluyendo Tierra
y libertad, la que en parte puede considerarse más ajena a él, tal vez la más
tachada de “panfleto” en España por todos aquellos que, digan lo que digan,
mantienen vivo el rencor porque no reconocen los crímenes cometidos y recuerdan
cada día a las víctimas su condición de tales-, historias impregnadas de
verdad, con la sombra de Dickens asomando en ocasiones, puñetazos secos que
dejaban sin aliento en la butaca.
Paul Laverty debutó como guionista de la mano de Loach con La canción de Carla (1996), partiendo de
su experiencia en Nicaragua donde había vivido tres años trabajando para una
asociación que defendía los derechos humanos (viajando también a El Salvador y Guatemala).
Su siguiente colaboración fue Mi nombre
es Joe (1998), cima a la que no han vuelto a aproximarse por mucho que
hayan recibido el beneplácito de jurados, festivales y demás autoridades a la
hora de conceder premios, una película que emparenta por un lado con Ladybird Ladybird y por otro con Yo, Daniel Blake, una película en la que
Laverty aún no había desarrollado (o había capaz de reprimir) el didactismo que
iba a ir apoderándose de sus guiones hasta que, en algunos casos, parecen
páginas de tratados políticos filmadas literalmente, el dibujo de personajes (cuando
lo hay) atiende a las necesidades de lo que se quiere transmitir, no pasando
del arquetipo, sólo importa el momento en que alguien explicará todo, subrayará
lo obvio, soltará un largo discurso más o menos efectista pero poco efectivo
(por redundante, por teórico, por retórico), atrás (muy atrás) ha ido quedando el
modo en que, con todas sus contradicciones, con todas sus sombras, emocionando
e indignando al espectador, agitando conciencias, sin heroísmos, sin manipular,
sin terrenos abonados, el padre de Lloviendo
piedras, la madre de Ladybird
Ladybird, el Joe al que entregó sangre, lágrimas, gritos un inconmensurable
Peter Mullan, se abren en canal en la pantalla y hacen lo mismo con una
sociedad que consiente, comparte, secunda, ignora, propicia, tolera, permanece
inconmovible y no toma cartas en el asunto ni reclama a quien corresponda que
haga lo propio. Sin llegar a la excelencia de sus precedentes, Yo, Daniel Blake, ya que no en lo formal
ni en el esquema argumental sobre el que se sustenta, sorprende porque recupera
en parte aquel tono, aquella sencillez, aquella ausencia de énfasis ideológico
para poner el foco en lo humano, en lo particular, en alguien que podría ser
cualquiera de los que se sienta en el patio de butacas, alguien que representa
a muchos con quienes nos hemos cruzado de camino al cine o nos tropezaremos a
la vuelta, gente con nombre y apellidos que vive a nuestro lado o con quien,
incluso, compartimos vivienda.
Sustentada en dos interpretaciones, las de Dave Johns y Hayley Squires, carentes
de afectación o artificio y que contribuyen sobremanera a la naturalidad y
empatía que destila, Yo, Daniel Blake hace
una radiografía precisa de los mecanismos que utiliza la administración para
extraviar personas a las que debería atender (llamadas telefónicas que sólo se
responden -cuando se hace- tras esperas interminables, legalismos que se
muerden la cola unos a otros para entrar en bucle, absurdeces burocráticas que
recuerdan a Larra -¡Tan vigente!- cuando no a Kafka -ídem de ídem-, implantación
de lo cibernético, ausencia de trato específico, las categorías y plantillas
usadas no se adecúan a la realidad ni tienen en cuenta las múltiples excepciones,
hay que amoldarse a los esquemas que manejan y no al revés -o sea, elaborar
éstos a partir de la situación de cada uno-). Con dos o tres momentos
terroríficos (especialmente el del banco de alimentos en que Loach acierta al
abrir el plano e ir alejando progresivamente su cámara para no regodearse en la
miseria), la película, si acaso, peca de lo contrario a lo que nos tiene
acostumbrados el tándem director-guionista, es decir, escarba poco, mucho menos
de lo debido, a veces diríase que idealiza un poco la miseria (sin llegar a los
extremos de la inane Techo y comida (2015),
imposible no recordarla puesto que habla de lo mismo, sobre el papel un mal
trago que, a la hora de la verdad, se quedaba en poco más que un sorbo y todo gracias
a una ajustada Natalia de Molina), parece que evita, más allá de esas ocasiones
señaladas, lo patético, lo angustioso, lo demoledor, lo implacable, lo que es
el pan (o la ausencia del mismo) de cada día para demasiados hogares (o sin él)
en cualquier país del mundo (especialmente en esa parte que gusta y presume de
ser considerada “Primer Mundo”, en esos lugares que se consideran “estados de
bienestar”, una entelequia, una utopía, un espejismo que se esfuma y
resquebraja en cuanto uno se despoja de las gafas de realidad virtual que
algunos quieren imponer, en cuanto uno se limita a vivir, a malvivir, a
sobrevivir, a intentarlo por lo menos). Y puede que alguien diga que reclamar
esto es contradictorio con todo lo que se ha expuesto anteriormente, pero no se
trata de soltar el discursito, la soflama, los dogmas, sino de poner en primer
plano lo que Daniel Blake ejemplifica, ahí no caben sutilezas ni dejar intuir,
amagar pero no dar, apuntar posibilidades (una de las mayores rémoras es ir diseminando temas, querer tocar todos los palos -caso de los vecinos del protagonista-, desviar la atención de lo principal), en estos casos hay que arrasar y Ken Loach supo hacerlo aunque haga demasiado tiempo de
ello.
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