miércoles, 2 de noviembre de 2016

"YO, DANIEL BLAKE": NUESTRAS LÍNEAS ESTÁN OCUPADAS







TÍTULO ORIGINAL: I, Daniel Blake DIRECCIÓN: Ken Loach GUIÓN: Paul Laverty MÚSICA: George Fenton FOTOGRAFÍA: Robbie Ryan MONTAJE: Jonathan Morris REPARTO: Dave Johns, Hayley Squires, Sharon Percy, Briana Shann, Dylan McKiernan

  Hablando en términos muy generales, consideramos panfletaria cualquier obra periodística o artística que se sitúe en las antípodas de lo que nosotros creemos, sentimos, defendemos, votamos, incluso aunque contenga altas dosis de razón, argumentos imbatibles, por mucho que describa una realidad que es tal pero nos resistimos a reconocer (cuando no negamos, cuando no incurrimos en aquello de lo que acusamos a otros -pero, como todo, el panfleto sólo se ve en el ojo ajeno, aunque precisamente sobre este nada desdeñable detalle, rechazar algo que comparte nuestras posiciones, vamos a hablar a continuación, es, de hecho, uno de los puntos de partida de la presente reseña-); glosando Pourquoi des philosophes? de Jean-François Revel, recordaba Vargas Llosa en un artículo reciente como “la palabra panfleto tiene ahora cierto relente ignominioso, de texto vulgar, desmañado e insultante, pero en el siglo XVIII era un género creativo y respetable, de alto nivel, del que se valían los intelectuales más ilustres para ventilar sus diferencias”, y es esta línea de desprestigio y degradación del género la que sigue el DRAE al recoger tan sólo dos posibles acepciones de la palabra (como “libelo difamatorio” u “opúsculo de carácter agresivo”), aunque tal vez el uso más extendido es aquel con el que señalamos el proselitismo más atroz y alienante en todo escrito, declaración o similar que, sin llegar a veces a difamar ni a utilizar un tono especialmente incendiario, se demuestra sesgado, parcial, mendaz, responde a intereses ideológicos concretos, pretende inocular dogmas, intenta camuflar (o ni se toma la molestia de hacerlo) su verdadera condición disfrazándose de ficción (o de opinión, interpretación, visión propia), textos o palabras pronunciadas que se defienden como práctica de la libertad de prensa y/o de expresión cuando se vulneran las que deberían ser normas éticas de obligado cumplimiento e incluso se cometen delitos, manifiestos que tergiversan hechos y datos incontestables sin recato ni pudor (o maquillándolos con acierto, en el sentido de pasar por verdaderos, de engañar o confundir a muchos). Y, como señalábamos antes, puede darse el caso (y ojalá se diese más, en el sentido de que nadie nos impusiera nuestra manera de pensar, nadie precisase de refuerzos -cuando no de lavados de cerebro- para adoptar una postura u otra) de que, aunque un creador, un intelectual (sí, todavía quedan), un artista comparta nuestros puntos de vista, nuestra preferencia política, nuestro ideario, el modo de expresarlo nos incomode, nos parezca obvio, no nos sintamos identificados con el tono empleado o el modo de exponer el argumentario, que compartamos el fondo (o lo que quede del mismo) pero rechacemos la(s) forma(s) -o su ausencia-, que comprendamos y compartamos la intención pero el resultado llegue a provocar el efecto contrario, proporcione munición al enemigo para seguir negando lo evidente o rebajar la pertinencia de lo que se denuncia y/o demanda.
   Ken Loach nunca ha escondido su militancia, sobre ella ha construido su carrera como director de documentales y películas para cine y televisión, ha hurgado en las conciencias de los poderosos (y a veces ha conseguido que actuasen de otro modo o enmendasen injusticias), ha aireado trapos sucios, se ha embarrado para estar al lado de los desfavorecidos, ha cuestionado el pasado de su país, ha sido  crítico implacable de lo que sucedía en el momento en que filmaba (y lo sigue siendo), ha puesto su cámara al servicio de los desheredados, no desfallece en su permanente lucha contra el capitalismo, por un lado es loable su lealtad a aquello en lo que cree y viene defendiendo desde que debutase en la BBC en 1964 (aunque sus primeros trabajos fuesen encargos, conviene tener en cuenta que la serie Z Cars (1962-1978) tocaba asuntos que en aquel momento provocaban debate e inquietud y mostraba la parte menos glamurosa de la policía), pero en lo creativo parece haberse quedado detenido, no va más allá, sus películas se limitan a repetir esquemas, son tremendamente previsibles, su denuncia ha quedado circunscrita a estereotipos, maniqueísmos y esquematismos, perdiendo garra y contundencia, abusando del tremendismo más burdo e inoperante porque resulta exagerado y poco creíble, porque la furia de títulos como Lloviendo piedras (1993), Tierra y libertad (1995) y, sobre todo, Ladybird Ladybird (1994) se ha ido diluyendo, especialmente a raíz de su asociación con el guionista Paul Laverty. El Ken Loach que regresó a la gran pantalla a finales de los 80 del siglo pasado y se convirtió inmediatamente en un cineasta de culto, aquel que incendió el fervor de los críticos con Agenda oculta (1990) y Riff-Raff (1990), hablaba de lo que conocía, de lo que tenía cerca, de lo que era su cotidianeidad o acababa de pasar, a veces era excesivamente local (usaba un código tan restringido, una jerga tan propia que Riff-Raff tuvo que ser subtitulada para estrenarse en EEUU), muy hermético para quien no conociese los pormenores y entresijos de la política británica (que él sacaba a la luz, que se verbalizaban y escenificaban por primera vez, difícilmente podía comprenderse en su totalidad aquella retahíla de nombres y situaciones desconocidos incluso para un autóctono), aunque no se suscribiesen las ovaciones y galardones, en aquellos filmes se reconocía a un autor airado, libre (en claro guiño a corrientes que le habían influido, cuando no secundaba sin complejos), un cineasta con voz propia, en realidad portavoz de aquellos que carecían de medios para reclamar las atenciones (y acciones) debidas encaminadas a erradicar miseria, podredumbre, lacras, estigmas, injusticias. Después llegarían cintas ya mencionadas -incluyendo Tierra y libertad, la que en parte puede considerarse más ajena a él, tal vez la más tachada de “panfleto” en España por todos aquellos que, digan lo que digan, mantienen vivo el rencor porque no reconocen los crímenes cometidos y recuerdan cada día a las víctimas su condición de tales-, historias impregnadas de verdad, con la sombra de Dickens asomando en ocasiones, puñetazos secos que dejaban sin aliento en la butaca.
   Paul Laverty debutó como guionista de la mano de Loach con La canción de Carla (1996), partiendo de su experiencia en Nicaragua donde había vivido tres años trabajando para una asociación que defendía los derechos humanos (viajando también a El Salvador y Guatemala). Su siguiente colaboración fue Mi nombre es Joe (1998), cima a la que no han vuelto a aproximarse por mucho que hayan recibido el beneplácito de jurados, festivales y demás autoridades a la hora de conceder premios, una película que emparenta por un lado con Ladybird Ladybird y por otro con Yo, Daniel Blake, una película en la que Laverty aún no había desarrollado (o había capaz de reprimir) el didactismo que iba a ir apoderándose de sus guiones hasta que, en algunos casos, parecen páginas de tratados políticos filmadas literalmente, el dibujo de personajes (cuando lo hay) atiende a las necesidades de lo que se quiere transmitir, no pasando del arquetipo, sólo importa el momento en que alguien explicará todo, subrayará lo obvio, soltará un largo discurso más o menos efectista pero poco efectivo (por redundante, por teórico, por retórico), atrás (muy atrás) ha ido quedando el modo en que, con todas sus contradicciones, con todas sus sombras, emocionando e indignando al espectador, agitando conciencias, sin heroísmos, sin manipular, sin terrenos abonados, el padre de Lloviendo piedras, la madre de Ladybird Ladybird, el Joe al que entregó sangre, lágrimas, gritos un inconmensurable Peter Mullan, se abren en canal en la pantalla y hacen lo mismo con una sociedad que consiente, comparte, secunda, ignora, propicia, tolera, permanece inconmovible y no toma cartas en el asunto ni reclama a quien corresponda que haga lo propio. Sin llegar a la excelencia de sus precedentes, Yo, Daniel Blake, ya que no en lo formal ni en el esquema argumental sobre el que se sustenta, sorprende porque recupera en parte aquel tono, aquella sencillez, aquella ausencia de énfasis ideológico para poner el foco en lo humano, en lo particular, en alguien que podría ser cualquiera de los que se sienta en el patio de butacas, alguien que representa a muchos con quienes nos hemos cruzado de camino al cine o nos tropezaremos a la vuelta, gente con nombre y apellidos que vive a nuestro lado o con quien, incluso, compartimos vivienda.
   Sustentada en dos interpretaciones, las de Dave Johns y Hayley Squires, carentes de afectación o artificio y que contribuyen sobremanera a la naturalidad y empatía que destila, Yo, Daniel Blake hace una radiografía precisa de los mecanismos que utiliza la administración para extraviar personas a las que debería atender (llamadas telefónicas que sólo se responden -cuando se hace- tras esperas interminables, legalismos que se muerden la cola unos a otros para entrar en bucle, absurdeces burocráticas que recuerdan a Larra -¡Tan vigente!- cuando no a Kafka -ídem de ídem-, implantación de lo cibernético, ausencia de trato específico, las categorías y plantillas usadas no se adecúan a la realidad ni tienen en cuenta las múltiples excepciones, hay que amoldarse a los esquemas que manejan y no al revés -o sea, elaborar éstos a partir de la situación de cada uno-). Con dos o tres momentos terroríficos (especialmente el del banco de alimentos en que Loach acierta al abrir el plano e ir alejando progresivamente su cámara para no regodearse en la miseria), la película, si acaso, peca de lo contrario a lo que nos tiene acostumbrados el tándem director-guionista, es decir, escarba poco, mucho menos de lo debido, a veces diríase que idealiza un poco la miseria (sin llegar a los extremos de la inane Techo y comida (2015), imposible no recordarla puesto que habla de lo mismo, sobre el papel un mal trago que, a la hora de la verdad, se quedaba en poco más que un sorbo y todo gracias a una ajustada Natalia de Molina), parece que evita, más allá de esas ocasiones señaladas, lo patético, lo angustioso, lo demoledor, lo implacable, lo que es el pan (o la ausencia del mismo) de cada día para demasiados hogares (o sin él) en cualquier país del mundo (especialmente en esa parte que gusta y presume de ser considerada “Primer Mundo”, en esos lugares que se consideran “estados de bienestar”, una entelequia, una utopía, un espejismo que se esfuma y resquebraja en cuanto uno se despoja de las gafas de realidad virtual que algunos quieren imponer, en cuanto uno se limita a vivir, a malvivir, a sobrevivir, a intentarlo por lo menos). Y puede que alguien diga que reclamar esto es contradictorio con todo lo que se ha expuesto anteriormente, pero no se trata de soltar el discursito, la soflama, los dogmas, sino de poner en primer plano lo que Daniel Blake ejemplifica, ahí no caben sutilezas ni dejar intuir, amagar pero no dar, apuntar posibilidades (una de las mayores rémoras es ir diseminando temas, querer tocar todos los palos -caso de los vecinos del protagonista-, desviar la atención de lo principal), en estos casos hay que arrasar y Ken Loach supo hacerlo aunque haga demasiado tiempo de ello.

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