TÍTULO ORIGINAL: Blair Witch DIRECCIÓN: Adam
Wingard GUIÓN: Simon Barrett MÚSICA: Adam Wingard FOTOGRAFÍA: Robby Baumgartner
MONTAJE: Louis Cioffi REPARTO: James Allen McCune, Callie Hernandez, Corbin
Reid, Brandon Scott, Wes Robinson, Valorie Curry
Por
mucho que nos guste entrar en el juego, por mucho que nos dejemos llevar por la
necesidad de soltar adrenalina y aceptemos de buen grado convenciones -o nuevas
creaciones- que estimulen nuestra imaginación, por mucho que no podamos evitar
el cosquilleo ambivalente de saber que algo es falso pero nos provoca
escalofríos (se hace referencia, por supuesto, a aquellos que, a pesar del miedo
-los que lo sienten, hay quien gusta del género pero controla sus emociones o,
sencillamente, no se altera-, gustan y disfrutan de este tipo de experiencias,
se comprende que haya quienes son incapaces de participar del regocijo porque
los sobresaltos les superan, del mismo modo que otros rehúyen la comedia y
muchos rechazan de plano cualquier elemento que les parezca melodramático), por
mucho que uno se divierta enfrentándose a lo que le asusta (o debería -¡Cuánta
decepción para el aficionado, una y mil veces!-) y, aunque sea capaz de
repetirse que todo es una ficción, la esté viendo en una pantalla o, por qué
no, viviéndola en atracciones, consciente de que esos zombis o aquellos monstruos
son actores, se deje llevar por el momento y grite como un poseso (más incluso
que algunos de los que le salen al encuentro en cualquier pasaje del terror o
similar), lo cierto es que nada espeluzna más que aquello que reconocemos como
real, que sucede en el ámbito cotidiano, que aceptamos como posible porque
afecta a gente corriente, aquello que, aunque no se pueda explicar,
sabemos/asumimos como posible. Ese fue el ingrediente básico para que algunos
títulos de finales de los años 60 y de la década de los 70 del siglo XX se
convirtiesen en objeto de culto, en clásicos que aguantan mil revisiones, en
hitos que se intentan copiar pero ni tan siquiera se logra igualar, eran historias
que sucedían en escenarios reconocibles y se filmaban con enorme verosimilitud,
con realismo, era más horripilante en sí el hecho de que fuese una niña la
poseída en El exorcista (1973), era
más inquietante el tratamiento del personaje de la madre (espléndida Ellen
Burstyn), sembraba más pánico el hecho de que cada espectador se preguntase
cómo reaccionaría si algo así sucediese en su entorno (todo sucedía en un hogar
de lo más convencional, en plena ciudad, al igual que otra cinta imprescindible
que marcó el camino a seguir para la que estamos citando y otras tantas: La semilla del diablo (1968), una obra
maestra rotunda que aumenta sus virtudes con cada nuevo visionado), lo
verdaderamente estremecedor, más allá de esa cabeza que giraba 360 grados, de
los vómitos putrefactos y sulfúricos o de la propia presencia del demonio, era
que, tal y como estaba contada, la película se nos antojaba posible, tal y como
sucedía en La profecía (1976) o en La matanza de Texas (1974) -el clímax
final ocurría a la luz del sol y pocas veces uno ha sentido que tantas
penumbras le rodeaban-, del mismo modo que una de las bazas fundamentales de El ente (1979) o Al final de la escalera (1980) era su ambientación, ese estilo natural
que recurría sólo lo imprescindible a trucos, maquillajes, efectos especiales, tal
y como supieron heredar Poltergeist (1982)
o Pesadilla en Elm Street (1984),
esta última en el sentido de que, al cobrar vida en el subconsciente, en el
mundo onírico, en lo que no podemos controlar, Freddy Krueger era el asesino
más verosímil de todos.
El proyecto de la bruja de Blair (1999)
se presentó como un paso adelante, como un giro copernicano, como un ir más
allá en aras de lo real, aunque sus planteamientos, su modo de promocionarse,
su estética, pátina, montaje- salvando la distancia del tiempo, los avances
tecnológicos, la aparición de Internet para facilitar la difusión de cualquier
contenido y fomentar la expectación, la controversia, la mixtificación y
mitificación-, todo en general recordaba a otra cinta, contemporánea de alguna de
las citadas anteriormente y que los chavales de la época anhelaban poder y
atreverse a ver -y allí estaba en los videoclubs, con una carátula que hoy
hubiese motivado campañas en contra e incluso disturbios-, cuchicheando y
especulando, imaginando atrocidades aún mayores que las registradas en Holocausto caníbal (1980), el,
querámoslo o no, clásico de Ruggero Deodato -y que Eli Roth tomó como referente
para su El infierno verde (2013)- que
incluso provocó un proceso judicial en el que demostrar que los actores eran
tales y estaban vivos (aunque la mujer empalada nunca fue localizada). Gracias
a una brillante campaña de marketing, muchos de los espectadores que acudieron
en masa a ver El proyecto de la bruja de
Blair lo hacían creyendo que lo que se proyectaba era aquello que habían
filmado tres jóvenes cineastas desaparecidos en las Colinas Negras (cerca de
Burkittsville, Maryland) mientras preparaban un documental sobre la leyenda
local mencionada en el título, despertándose la fiebre por las historias
narradas en estilo subjetivo, filmadas con cámaras domésticas, en ocasiones
(como el que nos ocupa) exhibiendo el “metraje recuperado”, las cintas que
aparecían tiempo después, único rastro de los que fueron a un lugar a rodar y
no regresaron, películas que, en aras de la verosimilitud, desenfocan, desencuadran,
dependen del pulso (y el valor) del que sostiene la cámara, abundan en imágenes
borrosas, poco o nada definidas, un a modo de ráfagas que se corresponden con
carreras, caídas, empujones, espasmos, un intento por mantener un estilo, en
realidad por no tener ninguno, por huir de cualquier esteticismo que reste
veracidad y que se note preparado, ensayado, estudiados, un abuso de un
manierismo mal entendido que ofrece algo que difícilmente puede entenderse como
espectáculo, una cosa es saber sugerir, ocultar, provocar, inquietar con las
sombras, la oscuridad, lo que no se ve, otra bien distinta que gritos, movimientos
extraños de la cámara, bultos inconcretos, fogonazos y mucho grano en las
imágenes (o lo que queda de ellas) funcionen como elementos perturbadores
cuando se abusa de ellos hasta la extenuación. Pero había que exprimir la
gallina de los huevos de oro y Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, los artífices
del éxito (de lo que el que suscribe considera un auténtico bluf), produjeron
una continuación, El libro de las
sombras: B W 2 (2000), rodada por Joe Berlinger en el estilo más
convencional posible, una de tantas con grupo de personas en un paraje agreste
al principio, en una cabaña solitaria después (así, de golpe, se mataban de un
tiro dos universales del género), aunque lo que registraban las cámaras de los
protagonistas tuviese importancia capital (o eso se pretendiese: la sorpresa
era escasa) en la resolución de la historia o en los puntos suspensivos que se
querían dejar sembrados, tal vez para poder continuar una saga al estilo Viernes 13, aunque la escasa repercusión
y la mala recepción que tuvo entre los admiradores de la primera (quienes incluso
llegar a obviar su existencia) dieron al traste con la idea (si es que la
había, lo que no es descabellado sabiendo cómo funciona el negocio por aquellos
lares).
Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, que tampoco han tenido unas carreras
especialmente prolíficas ni reseñables (sobre todo el primero), quisieron
recuperar el espíritu (nunca mejor dicho) de su ópera prima conjunta -aunque
sólo Myrick tenía experiencia tras las cámaras por su participación en la serie
Split Screen (1997-2000)- y eligieron
al tándem formado por el director Adam Wingard y el guionista Simon Barrett -tal
vez más por A Horrible Way to Die (2010),
cercana en modos a El proyecto de la
Bruja de Blair, que por las cansinas y autocomplacientes Tú eres el siguiente (2011) y The Guest (2014)- para que se hiciesen cargo
de Blair Witch, secuela que salta por
encima de El libro de las sombras para
centrarse en el hermano de Heather, una de las desaparecidas en la película
matriz, quien regresa a los escenarios en que ella y sus compañeros fueron
vistos por última vez con el delirio de encontrarla viva o, al menos, dar con
las respuestas necesarias para finalizar ese doloroso capítulo, ese vacío en
que se ahoga desde que era niño, el hueco que su hermana dejó y no regresó para
volver a llenar. Y ese elemento anímico y sentimental aporta un plus de empatía
e incluso identificación con el público de que, por mucho que lo pretendiese y
forzase, adolecía el original, al que, por lo demás, se sigue con tiralíneas,
si bien es cierto que mostrando más y mejor aquello que debe dar terror,
imprimiendo por momentos más verosimilitud aunque no despegándose del referente
como sería deseable para, explorar su propio camino, aportar una visión
diferente y superar las limitaciones que impone un rodaje que debe pasar por
espontáneo, amateur, precipitado, imprevisible, si bien es cierto que Wingard no
intenta dar gato por liebre (no más de lo tolerable sin que el que ha pagado
una entrada pueda sentirse ofendido o hastiado -hablando desde lo particular,
sólo como impresión de quien escribe-), no lo deja todo al albur de lo que los
espectadores crean ver, de lo que quieran intuir, de lo que imaginen, de lo que
aporten, no todo se basa en que lo que éstos incorporan, en lo que traen de
casa, no se recurre en exceso a las truculencias, aunque se nota el temor a
alejarse demasiado de lo conocido, es muy notorio el miedo (nunca mejor dicho,
de nuevo, aunque debería ser otro tipo de miedo el que sintiese el patio de
butacas) al rechazo por parte de esa legión de seguidores, de aquellos que
encumbraron El proyecto de la bruja de
Blair a las cimas más altas del cine de terror y desarrollaron todo un
culto contra el que resulta imposible competir (para los acólitos, para los
convencidos, para los fieles).
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