sábado, 5 de noviembre de 2016

"BLAIR WITCH": HECHOS REALES






TÍTULO ORIGINAL: Blair Witch DIRECCIÓN: Adam Wingard GUIÓN: Simon Barrett MÚSICA: Adam Wingard FOTOGRAFÍA: Robby Baumgartner MONTAJE: Louis Cioffi REPARTO: James Allen McCune, Callie Hernandez, Corbin Reid, Brandon Scott, Wes Robinson, Valorie Curry

   Por mucho que nos guste entrar en el juego, por mucho que nos dejemos llevar por la necesidad de soltar adrenalina y aceptemos de buen grado convenciones -o nuevas creaciones- que estimulen nuestra imaginación, por mucho que no podamos evitar el cosquilleo ambivalente de saber que algo es falso pero nos provoca escalofríos (se hace referencia, por supuesto, a aquellos que, a pesar del miedo -los que lo sienten, hay quien gusta del género pero controla sus emociones o, sencillamente, no se altera-, gustan y disfrutan de este tipo de experiencias, se comprende que haya quienes son incapaces de participar del regocijo porque los sobresaltos les superan, del mismo modo que otros rehúyen la comedia y muchos rechazan de plano cualquier elemento que les parezca melodramático), por mucho que uno se divierta enfrentándose a lo que le asusta (o debería -¡Cuánta decepción para el aficionado, una y mil veces!-) y, aunque sea capaz de repetirse que todo es una ficción, la esté viendo en una pantalla o, por qué no, viviéndola en atracciones, consciente de que esos zombis o aquellos monstruos son actores, se deje llevar por el momento y grite como un poseso (más incluso que algunos de los que le salen al encuentro en cualquier pasaje del terror o similar), lo cierto es que nada espeluzna más que aquello que reconocemos como real, que sucede en el ámbito cotidiano, que aceptamos como posible porque afecta a gente corriente, aquello que, aunque no se pueda explicar, sabemos/asumimos como posible. Ese fue el ingrediente básico para que algunos títulos de finales de los años 60 y de la década de los 70 del siglo XX se convirtiesen en objeto de culto, en clásicos que aguantan mil revisiones, en hitos que se intentan copiar pero ni tan siquiera se logra igualar, eran historias que sucedían en escenarios reconocibles y se filmaban con enorme verosimilitud, con realismo, era más horripilante en sí el hecho de que fuese una niña la poseída en El exorcista (1973), era más inquietante el tratamiento del personaje de la madre (espléndida Ellen Burstyn), sembraba más pánico el hecho de que cada espectador se preguntase cómo reaccionaría si algo así sucediese en su entorno (todo sucedía en un hogar de lo más convencional, en plena ciudad, al igual que otra cinta imprescindible que marcó el camino a seguir para la que estamos citando y otras tantas: La semilla del diablo (1968), una obra maestra rotunda que aumenta sus virtudes con cada nuevo visionado), lo verdaderamente estremecedor, más allá de esa cabeza que giraba 360 grados, de los vómitos putrefactos y sulfúricos o de la propia presencia del demonio, era que, tal y como estaba contada, la película se nos antojaba posible, tal y como sucedía en La profecía (1976) o en La matanza de Texas (1974) -el clímax final ocurría a la luz del sol y pocas veces uno ha sentido que tantas penumbras le rodeaban-, del mismo modo que una de las bazas fundamentales de El ente (1979) o Al final de la escalera (1980) era su ambientación, ese estilo natural que recurría sólo lo imprescindible a trucos, maquillajes, efectos especiales, tal y como supieron heredar Poltergeist (1982) o Pesadilla en Elm Street (1984), esta última en el sentido de que, al cobrar vida en el subconsciente, en el mundo onírico, en lo que no podemos controlar, Freddy Krueger era el asesino más verosímil de todos.
   El proyecto de la bruja de Blair (1999) se presentó como un paso adelante, como un giro copernicano, como un ir más allá en aras de lo real, aunque sus planteamientos, su modo de promocionarse, su estética, pátina, montaje- salvando la distancia del tiempo, los avances tecnológicos, la aparición de Internet para facilitar la difusión de cualquier contenido y fomentar la expectación, la controversia, la mixtificación y mitificación-, todo en general recordaba a otra cinta, contemporánea de alguna de las citadas anteriormente y que los chavales de la época anhelaban poder y atreverse a ver -y allí estaba en los videoclubs, con una carátula que hoy hubiese motivado campañas en contra e incluso disturbios-, cuchicheando y especulando, imaginando atrocidades aún mayores que las registradas en Holocausto caníbal (1980), el, querámoslo o no, clásico de Ruggero Deodato -y que Eli Roth tomó como referente para su El infierno verde (2013)- que incluso provocó un proceso judicial en el que demostrar que los actores eran tales y estaban vivos (aunque la mujer empalada nunca fue localizada). Gracias a una brillante campaña de marketing, muchos de los espectadores que acudieron en masa a ver El proyecto de la bruja de Blair lo hacían creyendo que lo que se proyectaba era aquello que habían filmado tres jóvenes cineastas desaparecidos en las Colinas Negras (cerca de Burkittsville, Maryland) mientras preparaban un documental sobre la leyenda local mencionada en el título, despertándose la fiebre por las historias narradas en estilo subjetivo, filmadas con cámaras domésticas, en ocasiones (como el que nos ocupa) exhibiendo el “metraje recuperado”, las cintas que aparecían tiempo después, único rastro de los que fueron a un lugar a rodar y no regresaron, películas que, en aras de la verosimilitud, desenfocan, desencuadran, dependen del pulso (y el valor) del que sostiene la cámara, abundan en imágenes borrosas, poco o nada definidas, un a modo de ráfagas que se corresponden con carreras, caídas, empujones, espasmos, un intento por mantener un estilo, en realidad por no tener ninguno, por huir de cualquier esteticismo que reste veracidad y que se note preparado, ensayado, estudiados, un abuso de un manierismo mal entendido que ofrece algo que difícilmente puede entenderse como espectáculo, una cosa es saber sugerir, ocultar, provocar, inquietar con las sombras, la oscuridad, lo que no se ve, otra bien distinta que gritos, movimientos extraños de la cámara, bultos inconcretos, fogonazos y mucho grano en las imágenes (o lo que queda de ellas) funcionen como elementos perturbadores cuando se abusa de ellos hasta la extenuación. Pero había que exprimir la gallina de los huevos de oro y Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, los artífices del éxito (de lo que el que suscribe considera un auténtico bluf), produjeron una continuación, El libro de las sombras: B W 2 (2000), rodada por Joe Berlinger en el estilo más convencional posible, una de tantas con grupo de personas en un paraje agreste al principio, en una cabaña solitaria después (así, de golpe, se mataban de un tiro dos universales del género), aunque lo que registraban las cámaras de los protagonistas tuviese importancia capital (o eso se pretendiese: la sorpresa era escasa) en la resolución de la historia o en los puntos suspensivos que se querían dejar sembrados, tal vez para poder continuar una saga al estilo Viernes 13, aunque la escasa repercusión y la mala recepción que tuvo entre los admiradores de la primera (quienes incluso llegar a obviar su existencia) dieron al traste con la idea (si es que la había, lo que no es descabellado sabiendo cómo funciona el negocio por aquellos lares).
   Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, que tampoco han tenido unas carreras especialmente prolíficas ni reseñables (sobre todo el primero), quisieron recuperar el espíritu (nunca mejor dicho) de su ópera prima conjunta -aunque sólo Myrick tenía experiencia tras las cámaras por su participación en la serie Split Screen (1997-2000)- y eligieron al tándem formado por el director Adam Wingard y el guionista Simon Barrett -tal vez más por A Horrible Way to Die (2010), cercana en modos a El proyecto de la Bruja de Blair, que por las cansinas y autocomplacientes Tú eres el siguiente (2011) y The Guest (2014)- para que se hiciesen cargo de Blair Witch, secuela que salta por encima de El libro de las sombras para centrarse en el hermano de Heather, una de las desaparecidas en la película matriz, quien regresa a los escenarios en que ella y sus compañeros fueron vistos por última vez con el delirio de encontrarla viva o, al menos, dar con las respuestas necesarias para finalizar ese doloroso capítulo, ese vacío en que se ahoga desde que era niño, el hueco que su hermana dejó y no regresó para volver a llenar. Y ese elemento anímico y sentimental aporta un plus de empatía e incluso identificación con el público de que, por mucho que lo pretendiese y forzase, adolecía el original, al que, por lo demás, se sigue con tiralíneas, si bien es cierto que mostrando más y mejor aquello que debe dar terror, imprimiendo por momentos más verosimilitud aunque no despegándose del referente como sería deseable para, explorar su propio camino, aportar una visión diferente y superar las limitaciones que impone un rodaje que debe pasar por espontáneo, amateur, precipitado, imprevisible, si bien es cierto que Wingard no intenta dar gato por liebre (no más de lo tolerable sin que el que ha pagado una entrada pueda sentirse ofendido o hastiado -hablando desde lo particular, sólo como impresión de quien escribe-), no lo deja todo al albur de lo que los espectadores crean ver, de lo que quieran intuir, de lo que imaginen, de lo que aporten, no todo se basa en que lo que éstos incorporan, en lo que traen de casa, no se recurre en exceso a las truculencias, aunque se nota el temor a alejarse demasiado de lo conocido, es muy notorio el miedo (nunca mejor dicho, de nuevo, aunque debería ser otro tipo de miedo el que sintiese el patio de butacas) al rechazo por parte de esa legión de seguidores, de aquellos que encumbraron El proyecto de la bruja de Blair a las cimas más altas del cine de terror y desarrollaron todo un culto contra el que resulta imposible competir (para los acólitos, para los convencidos, para los fieles).

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