sábado, 29 de junio de 2013

"INSENSIBLES": SIN COLOR NI SABOR


 
 
 
DIRECCIÓN: Juan Carlos Medina GUIÓN: Juan Carlos Medina, Luiso Berdejo MÚSICA: Johan Söderqvist FOTOGRAFÍA: Alejandro Martínez MONTAJE: Pedro Ribeiro REPARTO: Tomas Lemasquis, Álex Brendemühl, Juan Diego, Ramón Fonseré, Derek de Lint, Silvia Bel, Félix Gómez, Bea Segura

 

   Resulta curioso en muchas ocasiones cómo el deseo por querer marcar distancias, pretender una voz propia, saca aún más a la luz los referentes (dejémoslo en eso) de una obra; de todos modos, nos encontramos ante un director novel que no niega sus inspiraciones, aunque tal vez lo que esté haciendo sea extender una cortina de humo que nos haga perder de vista las más claras, la fuente de la que se bebe sin freno, el camino que gustaría recorrer, la sombra bajo la que uno se coloca buscando protección (propiciando la comparación). Por un lado, debemos concluir que es muy difícil ser verdaderamente original, cualquier giro de guión (por muy abrupto e inadecuado que sea, aunque sea lo más tramposo del mundo) parece inventado o ya utilizado; por otro, no conviene olvidar que las mayores transgresiones hechas en cualquier género parten de las convenciones, de los tópicos, de los prototipos a los que se da una (o varias) vuelta de tuerca. Sea como sea, a la hora de presentar su ópera prima, Juan Carlos Medina cita títulos tan dispares como La caja de música (1989), Seven (1995), El silencio de los corderos (1991), El Padrino II (1974) o el cine de William Friedkin y David Cronenberg en su conjunto y aunque no hay por qué dudar de su capacidad ecléctica para conformar un conjunto bien armado, resultan excesivos mimbres de muy diferentes materiales como para que el cesto resultante no tenga agujeros por los que se escape parte de la carga.

   Coincide el estreno de Insensibles con el vídeo en el que periodistas cinematográficos y también algunos cineastas e intérpretes narran alguna anécdota sucedida durante el ejercicio de su profesión y en el caso de los últimos haciendo hincapié en su relación con aquellos que ejercen la crítica; Álex Brendemühl, uno de los participantes, protagonista de la cinta que ahora nos ocupa, cuenta lo mal que debutó en estas lides ya que al presentar la primera película que protagonizaba, Un banco en el parque (1999), alguien habló sobre Eric Rohmer y eso supuso (según cuenta) que la crítica se enfadase y tirase por ese camino, el de evocar al cineasta francés, para denostar una de las cintas más acartonadas y huecas que uno recuerda haber visto (y que en realidad gozó de un predicamento excesivo para lo que no era más que el estiramiento de un cortometraje más allá de todo límite). Sea como sea, parece que él no quedó muy conforme con el recibimiento y gusta de enmendar la plana a los que no supieron ver las supuestas excelencias de aquel trabajo, lo que no ha sido óbice para que su nombre haya seguido asociándose a filmes de prestigio, de esos que sólo consiguen el aplauso de unos expertos que se revisten de una pátina intelectual al glorificar con palabras muy rimbombantes ejercicios pagados de sí mismos que reivindican el aburrimiento como elemento imprescindible para ir contracorriente, ser rompedores, no plegarse a los convencionalismos ni a lo comercial (como siempre, pronunciada la palabra con el tono más peyorativo posible –no entiendo, entonces, por qué se quejan tanto cuando el público no va a las salas; ¿no es lo que pretenden? ¿No quieren demostrar que los espectadores son tontos y por eso eligen a Spielberg?). Como decíamos hace poco hablando de Mia Wasikowska, Brendemühl es otro ejemplo de intérprete que parece impregnar cualquier título en que interviene de su soniquete mortecino, de su tono entre gangoso y paródico, de su permanente gesto de adormilamiento, de una manera de actuar que se ambiciona natural pero resulta artificiosa, forzada, excesivamente intensa a fuerza de ser contenida; y, así, a su concurso debemos tostones tan solemnes (nos ahorraremos otro tipo de comentarios) como Las horas del día (2003), Remake (2006), Yo (2007), El cónsul de Sodoma (2009) o Rabia (2009), algunos de los cuales le han servido para obtener los mismos galardones que tan esquivos son a actores de más fuste.

   En realidad, Insensibles bebe (quiera reconocerlo o no, consciente o inconscientemente) del universo que Guillermo del Toro plasmó en El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), especialmente de esta última, cinta con más errores y arritmias de los que su legión de rendidos admiradores reconoce, pero con aciertos visuales (y una espléndida Maribel Verdú) que la elevan por encima de la media y, concretamente, la alejan muchísimo de esta que ahora nos ocupa. Si el mexicano no supo captar la realidad de la España de los años 40 del siglo XX (con un espantoso Sergi López, exagerando sus habituales muecas hasta devenir en caricatura), urdió con mano hábil una trama en la que lo fantástico se integraba con apabullante sencillez en lo cotidiano, haciendo más creíble ese extraño mundo (no en vano, y con toda justicia, los Oscar se rindieron a la parte técnica) que la parte que podríamos denominar costumbrismo. De nuevo, esa es la peor rémora de la historia, ya que sólo el punto de partida serviría para atemorizarnos (y más puesto en el contexto de la guerra, sea la que sea y en el país en que suceda, sobre todo teniendo a los niños de La cinta blanca (2009) como ilustres predecesores), al presentar unos chavales que no sienten dolor, que no saben lo que es, cuyos cuerpos no reaccionan al mismo ni establecen esa barrera, lo que les lleva a unos juegos muy peligrosos y a no ser conscientes del daño que sus acciones pueden provocar en los demás; sin embargo, Medina se empeña en utilizar este apasionante interrogante como mera excusa para desarrollar un drama personal (por lo tanto, resulta más un lastre que un aporte), mezclándolo con el franquismo, el nazismo y cuantos fantasmas reales se quiera, con torturas y cárceles, con médicos sin escrúpulos, no logrando que empaticemos con el protagonista (no puede ser de otro mudo al encarnarlo Álex Brendemühl), sin capacidad para sorprender (el espectador ha visto mucho y es capaz de juntar piezas con mucha más solvencia de la demostrada por los guionistas –y de ampliar y engrandecer el material, de buscar nuevas aristas, de explotar nuevas vetas-), enredándose en la madeja de una abstrusa e innecesaria historia familiar (si al menos fuera capaz de dibujar personajes con verdadera entidad que permitiesen a actores como el estupendo Juan Diego seguir demostrando su magisterio y no quedar como una mera sombra de lo que fue), recurriendo a lo oscuro, lo feo, lo mal encuadrado para aportar tensión (¡Cuántos deberían estudiar al dedillo la perfección de American Horror Story: Asylum (2012-2013) para confirmar que menos es mas sólo cuando se tiene talento para ello! –y cuando se cuenta con Jessica Lange, James Cromwell, Zachary Quinto y otros cuantos que nos ponen a temblar con su mera presencia).

   Al final, uno no tiene nada claro qué le han querido contar (no ha pasado miedo, no se ha sentido amenazado, no ha removido su propio pasado, no se ha hecho preguntas –relacionadas con lo que cuenta la película, sobre su existencia sí se ha hecho la misma en varias ocasiones-), pero sí que la jugada ha sido demasiado larga para lo poco que ha aportado y que llega al final de la proyección tan hastiado como siempre parece estarlo Álex Brendemühl, ese actor absolutamente plano, sin matices ni tono, afectado en su incapacidad para transmitir algún tipo de emoción.  

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