TÍTULO ORIGINAL: Stoker DIRECCIÓN: Chan-wook Park GUIÓN: Wenworth Miller
MÚSICA: Clint Mansell FOTOGRAFÍA: Chung-hoon Chung MONTAJE: Nicolas De Toth
REPARTO: Mia Wasikowska, Nicole Kidman, Matthew Goode, Dermot Mulroney, Jacki
Weaver, Tyler von Tagen, Thomas A. Covert
Suele emplearse, sobre todo en el argot teatral por aquello de tener a
los actores ante los ojos, bastante cerca, sin ningún filtro, la expresión “cuestión
de piel” para definir el malestar que provoca en un espectador determinado
intérprete: no es simple y llanamente que no guste su manera de actuar, se
trata de una extraña comezón, de un rechazo incluso irracional, de la molestia
que provoca su mera presencia más allá de las consideraciones que pueda
despertar su labor en la película a visionar. A pesar de ello, si el resultado
final, si lo que le acompaña, arropa o neutraliza es de nuestro agrado, puede
que, a pesar de los pesares, disfrutemos con la obra e incluso toleremos al agente
provocador de nuestra desazón (piénsese en Tom Hanks, quien a pesar de ser un
error de casting en gran parte de las cintas que interviene, no impide que uno
disfrute con Camino a la perdición (2002)
o La milla verde (1999) o que siga
admirando a Steven Spielberg ya que el genial cineasta consigue que no resulte
irritante en La terminal (2004) e incluso
lleguemos a apreciar y aplaudir lo que tantas veces nos ha parecido supuesto talento
(podrían citarse mil ejemplos, pero valgan el James Stewart de Anatomía de un asesinato (1959) o la
Jennifer Jones de Jennie (1948) como
muestra); también puede suceder que la evolución del intérprete, su maduración,
su experiencia, encontrarse con el director (o directores) adecuado, el natural
y continuo aprendizaje vaya limando los aspectos que nos resultan chirriantes, eliminando
los tics, abandonando los estereotipos, y con el tiempo nos resulte un
intérprete aceptable e incluso espléndido, o que los vehículos elegidos no
hayan sido los adecuados para demostrar su valía e incluso nos haya pasado
inadvertido (precisamente Nicole Kidman viene como anillo al dedo para explicar
un poco más esta sensación, pero ya llegaremos a ella). Y en otras ocasiones,
sencillamente, el actor, a pesar de las variadas oportunidades que uno le dé,
parece convertirse en un gafe, en un elemento que distorsiona todo en lo que
interviene, transformando títulos esperados, apetecibles, interesantes en su
planteamiento, en verdaderos suplicios; nunca puede decirse que toda la culpa
recaiga de un solo lado, pero cuando vas echando la vista atrás y compruebas
que hay un nombre que siempre aparece empiezas a preguntarte si el mal fario
camina sobre sus hombros. Esa es la conclusión a la que uno llega tras
enfrentarse a una nueva película con Mia Wasikowska en su reparto.
La australiana parece haber nacido con estatus de estrella incluso antes
de participar en algún filme que la convirtiese en ello, pero el caso es que
transformó a su personaje en una tontorrona cuya mayor rebeldía era dar unos
pasos de baile en la muy decepcionante versión de Alicia en el país de las maravillas (2010) a cargo de Tim Burton
(aunque lleva muchos años acumulando por sí mismo desengaños y frustraciones,
con raras excepciones), fue una Jane Eyre sin fuelle ni pasión en la enésima
adaptación de la obra maestra homónima que perpetrase hace poco Cary Fukunaga
(sólo la inmensa Judi Dench y Jamie Bell salvaban la dignidad y muy por debajo
de lo que ambos pueden dar) o estuvo tan plana como el resto del reparto (a
causa de un guión errático y una dirección inadecuada, las cosas como son) en
ese desperdicio titulado Albert Nobbs (2011)
que ni siquiera una entregada Glenn Close pudo salvar de la mediocridad. Y
ahora se convierte en el centro de una cinta que hubiese levantado algo de
vuelo con una intérprete que supiera jugar la baza de la ambigüedad, combinando
ingenuidad (más o menos sincera, más o menos impostada) con sensualidad,
aparentando ser una cosa y resultando otra muy diferente, en definitiva,
alguien capaz de jugar con los tonos con sutileza y gracia, de convertirse en
sí misma en un misterio mientras que intenta ahondar en la verdadera incógnita,
en la columna vertebral de la trama, en la compleja, imprevisible y desconocida
personalidad del tío Charlie, aparición inesperada que dispara la historia y
que supone el único hallazgo de una película que, por ir de demasiado creativa,
por confiarlo todo a lo meramente visual, al envoltorio, a la inventiva del
director, no levanta vuelo más de allá de los primeros minutos en que el
espectador va tomando contacto con lo que se narra.
El coreano Chan-wook Park debuta en el cine estadounidense tras lograr
el beneplácito de festivales como el de Cannes y el de Sitges, empeñados en
descubrir nuevos nombres y en glorificarlos desde el primer momento,
convirtiéndolos en nombres de culto antes de que ofrezcan obras que cimienten
su pedestal, nombres que en muchas ocasiones se diluyen como el humo pocos años
después o se limitan a vivir de lo conseguido una vez. Este cineasta debe gran
parte del prestigio adquirido a un solo título, Oldboy (2003) –Gran Premio del Jurado en el certamen francés, Mejor
Película en el catalán-, filme de gran potencia visual e inventiva en su primer
tramo que terminaba agotando por la reiteración de los aciertos de su
planteamiento y el mal desarrollo de una buena idea; a partir de ahí ha seguido
filmando casi lo mismo (si eliminamos ciertas referencias concretas, muchos de
los fotogramas de sus películas son intercambiables), hasta que ha llegado el
momento de su salto a la meca del cine, ese que tantos ansían a pesar de
manifestaciones que señalan lo contrario, ese que demuestra la escasa inventiva
de los estudios que buscan fuera lo que no creen tener cerca y en realidad sólo
aspiran a rodar clones de lo ya filmado con anterioridad, ese por el que muchos
venden su alma al diablo perdiendo su sello, su personalidad, su estilo, su
pegada, ese que tal y como sucede en esta ocasión no aporta nada porque
conforma un tremendo pastiche sin identidad propia y, lo que es peor, sin
mordiente ni garra, tirando por la borda lo que, con menos ínfulas, hubiese
podido resultar una cinta cuando menos interesante.
Revisitar La sombra de una duda (1943),
una de las creaciones más perturbadoras y logradas del maestro Hitchcock, es
ponerse una tarea muy complicada desde el primer momento, pero ese es el
referente que no oculta el guión de Wenworth Miller (el protagonista de Prison Break (2005-2009) debutando en
esas lides) puesto que, incluso, conserva el nombre del personaje principal
(una de las interpretaciones más acabadas y perfectas del espléndido Joseph
Cotten), al que da vida aquí un Matthew Goode en plenísima forma en todos los
aspectos: es enormemente atractivo, hipnótico, fascinador, enamora al primer
vistazo, sabe trabajar desde la contención, encantador de serpientes que aunque
lleva escrita la palabra “peligro” en la frente es irresistible; es un gran
actor que se mimetiza con cada rol que asume, sea el Gerard Brenan de Al sur de Granada (2003) –cabe el honor
de que, prácticamente, fuese descubierto por Fernando Colomo- o el Charles
Ryder de Retorno a Brideshead (2008) –junto
a Ben Whisahw y Emma Thompson, los únicos aciertos de una película
innecesaria-, da igual que trabaje con Woody Allen –en Match Point (2005), esa joya- o le hagan perder el tiempo en la
aparatosa Watchmen (2009). Aquí
construye su personaje sin imitar a nadie, con inteligencia y estilo, con una
aparente facilidad que deja sin aliento, llegando a emociones profundas sin
inmutarse, sin perder su necesario hieratismo, matizando su sonrisa para
conquistar o aterrorizar según convenga, ofreciendo más de lo que Stoker merece. Junto a él, Nicole
Kidman, quien por desgracia tiene pocas oportunidades de demostrar su enorme
talento (y como se decía antes, uno tardó en apreciarlo, aún sigue resultando
leve y sin alma en gran parte de sus trabajos, hasta que llegaron Moulin Rouge (2001) y Las horas (2002) para desterrar
cualquier prevención a la hora de encontrarla en un reparto), y se ve obligada
a convertirse en comparsa de un director que sólo busca el lucimiento propio -como
ya comentamos al hablar de El chico del
periódico (2012)- u ofrece una interpretación prodigiosa en un filme que
hubiese merecido mejor suerte comercial y una mayor repercusión -Rabbit Hole (2010)-; aquí logra en sus
réplicas a Goode, en su acompasamiento, los minutos más estimulantes hasta que
desaparece de pantalla un tanto abruptamente para centrar la trama en la
anodina Mia Wasikowska, siendo demasiado tarde cuando la recuperan porque ya es
imposible sacar a Stoker del pozo en
el que se ha metido: una sucesión de imágenes, algunas sugerentes y
sorprendentes, pero que al no estar dotadas de verdadero contenido, al ser
muchas veces meros caprichos, jueguecitos del director, parecen no casar entre
sí y desdibujar los contornos de lo que verdaderamente interesa, es decir, los
personajes, los sentimientos, las emociones.
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