miércoles, 19 de junio de 2013

"STOKER": SIN MORDIENTE


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Stoker DIRECCIÓN: Chan-wook Park GUIÓN: Wenworth Miller MÚSICA: Clint Mansell FOTOGRAFÍA: Chung-hoon Chung MONTAJE: Nicolas De Toth REPARTO: Mia Wasikowska, Nicole Kidman, Matthew Goode, Dermot Mulroney, Jacki Weaver, Tyler von Tagen, Thomas A. Covert

 

   Suele emplearse, sobre todo en el argot teatral por aquello de tener a los actores ante los ojos, bastante cerca, sin ningún filtro, la expresión “cuestión de piel” para definir el malestar que provoca en un espectador determinado intérprete: no es simple y llanamente que no guste su manera de actuar, se trata de una extraña comezón, de un rechazo incluso irracional, de la molestia que provoca su mera presencia más allá de las consideraciones que pueda despertar su labor en la película a visionar. A pesar de ello, si el resultado final, si lo que le acompaña, arropa o neutraliza es de nuestro agrado, puede que, a pesar de los pesares, disfrutemos con la obra e incluso toleremos al agente provocador de nuestra desazón (piénsese en Tom Hanks, quien a pesar de ser un error de casting en gran parte de las cintas que interviene, no impide que uno disfrute con Camino a la perdición (2002) o La milla verde (1999) o que siga admirando a Steven Spielberg ya que el genial cineasta consigue que no resulte irritante en La terminal (2004) e incluso lleguemos a apreciar y aplaudir lo que tantas veces nos ha parecido supuesto talento (podrían citarse mil ejemplos, pero valgan el James Stewart de Anatomía de un asesinato (1959) o la Jennifer Jones de Jennie (1948) como muestra); también puede suceder que la evolución del intérprete, su maduración, su experiencia, encontrarse con el director (o directores) adecuado, el natural y continuo aprendizaje vaya limando los aspectos que nos resultan chirriantes, eliminando los tics, abandonando los estereotipos, y con el tiempo nos resulte un intérprete aceptable e incluso espléndido, o que los vehículos elegidos no hayan sido los adecuados para demostrar su valía e incluso nos haya pasado inadvertido (precisamente Nicole Kidman viene como anillo al dedo para explicar un poco más esta sensación, pero ya llegaremos a ella). Y en otras ocasiones, sencillamente, el actor, a pesar de las variadas oportunidades que uno le dé, parece convertirse en un gafe, en un elemento que distorsiona todo en lo que interviene, transformando títulos esperados, apetecibles, interesantes en su planteamiento, en verdaderos suplicios; nunca puede decirse que toda la culpa recaiga de un solo lado, pero cuando vas echando la vista atrás y compruebas que hay un nombre que siempre aparece empiezas a preguntarte si el mal fario camina sobre sus hombros. Esa es la conclusión a la que uno llega tras enfrentarse a una nueva película con Mia Wasikowska en su reparto.

   La australiana parece haber nacido con estatus de estrella incluso antes de participar en algún filme que la convirtiese en ello, pero el caso es que transformó a su personaje en una tontorrona cuya mayor rebeldía era dar unos pasos de baile en la muy decepcionante versión de Alicia en el país de las maravillas (2010) a cargo de Tim Burton (aunque lleva muchos años acumulando por sí mismo desengaños y frustraciones, con raras excepciones), fue una Jane Eyre sin fuelle ni pasión en la enésima adaptación de la obra maestra homónima que perpetrase hace poco Cary Fukunaga (sólo la inmensa Judi Dench y Jamie Bell salvaban la dignidad y muy por debajo de lo que ambos pueden dar) o estuvo tan plana como el resto del reparto (a causa de un guión errático y una dirección inadecuada, las cosas como son) en ese desperdicio titulado Albert Nobbs (2011) que ni siquiera una entregada Glenn Close pudo salvar de la mediocridad. Y ahora se convierte en el centro de una cinta que hubiese levantado algo de vuelo con una intérprete que supiera jugar la baza de la ambigüedad, combinando ingenuidad (más o menos sincera, más o menos impostada) con sensualidad, aparentando ser una cosa y resultando otra muy diferente, en definitiva, alguien capaz de jugar con los tonos con sutileza y gracia, de convertirse en sí misma en un misterio mientras que intenta ahondar en la verdadera incógnita, en la columna vertebral de la trama, en la compleja, imprevisible y desconocida personalidad del tío Charlie, aparición inesperada que dispara la historia y que supone el único hallazgo de una película que, por ir de demasiado creativa, por confiarlo todo a lo meramente visual, al envoltorio, a la inventiva del director, no levanta vuelo más de allá de los primeros minutos en que el espectador va tomando contacto con lo que se narra.

   El coreano Chan-wook Park debuta en el cine estadounidense tras lograr el beneplácito de festivales como el de Cannes y el de Sitges, empeñados en descubrir nuevos nombres y en glorificarlos desde el primer momento, convirtiéndolos en nombres de culto antes de que ofrezcan obras que cimienten su pedestal, nombres que en muchas ocasiones se diluyen como el humo pocos años después o se limitan a vivir de lo conseguido una vez. Este cineasta debe gran parte del prestigio adquirido a un solo título, Oldboy (2003) –Gran Premio del Jurado en el certamen francés, Mejor Película en el catalán-, filme de gran potencia visual e inventiva en su primer tramo que terminaba agotando por la reiteración de los aciertos de su planteamiento y el mal desarrollo de una buena idea; a partir de ahí ha seguido filmando casi lo mismo (si eliminamos ciertas referencias concretas, muchos de los fotogramas de sus películas son intercambiables), hasta que ha llegado el momento de su salto a la meca del cine, ese que tantos ansían a pesar de manifestaciones que señalan lo contrario, ese que demuestra la escasa inventiva de los estudios que buscan fuera lo que no creen tener cerca y en realidad sólo aspiran a rodar clones de lo ya filmado con anterioridad, ese por el que muchos venden su alma al diablo perdiendo su sello, su personalidad, su estilo, su pegada, ese que tal y como sucede en esta ocasión no aporta nada porque conforma un tremendo pastiche sin identidad propia y, lo que es peor, sin mordiente ni garra, tirando por la borda lo que, con menos ínfulas, hubiese podido resultar una cinta cuando menos interesante.

   Revisitar La sombra de una duda (1943), una de las creaciones más perturbadoras y logradas del maestro Hitchcock, es ponerse una tarea muy complicada desde el primer momento, pero ese es el referente que no oculta el guión de Wenworth Miller (el protagonista de Prison Break (2005-2009) debutando en esas lides) puesto que, incluso, conserva el nombre del personaje principal (una de las interpretaciones más acabadas y perfectas del espléndido Joseph Cotten), al que da vida aquí un Matthew Goode en plenísima forma en todos los aspectos: es enormemente atractivo, hipnótico, fascinador, enamora al primer vistazo, sabe trabajar desde la contención, encantador de serpientes que aunque lleva escrita la palabra “peligro” en la frente es irresistible; es un gran actor que se mimetiza con cada rol que asume, sea el Gerard Brenan de Al sur de Granada (2003) –cabe el honor de que, prácticamente, fuese descubierto por Fernando Colomo- o el Charles Ryder de Retorno a Brideshead (2008) –junto a Ben Whisahw y Emma Thompson, los únicos aciertos de una película innecesaria-, da igual que trabaje con Woody Allen –en Match Point (2005), esa joya- o le hagan perder el tiempo en la aparatosa Watchmen (2009). Aquí construye su personaje sin imitar a nadie, con inteligencia y estilo, con una aparente facilidad que deja sin aliento, llegando a emociones profundas sin inmutarse, sin perder su necesario hieratismo, matizando su sonrisa para conquistar o aterrorizar según convenga, ofreciendo más de lo que Stoker merece. Junto a él, Nicole Kidman, quien por desgracia tiene pocas oportunidades de demostrar su enorme talento (y como se decía antes, uno tardó en apreciarlo, aún sigue resultando leve y sin alma en gran parte de sus trabajos, hasta que llegaron Moulin Rouge (2001) y Las horas (2002) para desterrar cualquier prevención a la hora de encontrarla en un reparto), y se ve obligada a convertirse en comparsa de un director que sólo busca el lucimiento propio -como ya comentamos al hablar de El chico del periódico (2012)- u ofrece una interpretación prodigiosa en un filme que hubiese merecido mejor suerte comercial y una mayor repercusión -Rabbit Hole (2010)-; aquí logra en sus réplicas a Goode, en su acompasamiento, los minutos más estimulantes hasta que desaparece de pantalla un tanto abruptamente para centrar la trama en la anodina Mia Wasikowska, siendo demasiado tarde cuando la recuperan porque ya es imposible sacar a Stoker del pozo en el que se ha metido: una sucesión de imágenes, algunas sugerentes y sorprendentes, pero que al no estar dotadas de verdadero contenido, al ser muchas veces meros caprichos, jueguecitos del director, parecen no casar entre sí y desdibujar los contornos de lo que verdaderamente interesa, es decir, los personajes, los sentimientos, las emociones.

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