lunes, 10 de junio de 2013

ELÍAS QUEREJETA: EL PRODUCTOR EN NUESTROS LIBROS


 


   Aunque la imagen del productor la tengamos un tanto distorsionada, por un lado por cómo por el propio cine nos la ha mostrado, por otro porque, como tantas cosas, al pensar en ella nos remitimos al referente hollywoodiense (y siempre evocamos a señores como Louis B. Mayer, David O. Selznick, Darryl F. Zanuck y similares), puede afirmarse sin miedo a equivocarse (o cuando menos sin caer en un error de bulto) que en España han sido y son muy pocos los que pueden ostentar con toda justica y ennobleciendo el término el título de auténticos productores, de conseguidores, de inspiradores, de poseedores de un sello personal que, aun respetando y siendo acicate propiciador del estilo y creatividad del cineasta con el que trabajen, es palpable en cada una de las cintas que se presentan bajo su firma; sin duda, el más notorio, el más personal, el más honesto, el más férreo y al mismo tiempo el más invisible, el que sobrevuela por sus producciones sin hacerse notar y, precisamente por ello, imprimiendo un aire único, una atmósfera inaprensible y casi indefinible pero que uno reconoce, el amante del cine por encima de todas las cosas, el que consentía incluso lo que no comprendía o compartía, el que tenía en mente el resultado global antes de que se diese el primer golpe de claqueta, el que llegado el caso reclamaba la autoría final del filme y tomaba decisiones artísticas, el que se colocaba detrás del director e incluso desaparecía pero actuaba como verdadero núcleo, como director de orquesta que jamás abandonaba su batuta, como pieza fundamental y necesaria para que todo el engranaje funcionase como debía, el productor español por méritos y derecho propios (y que me perdonen los que también pueden reclamar ese título) era –será siempre- Elías Querejeta.

   Recorrer su filmografía, la impresionante nómina de títulos que ha posibilitado, provoca estremecimientos de placer ante tanto talento como supo reunir cerca, alimentando el suyo con el de los mejores colaboradores, tantas costuras rotas, tantas barreras superadas, tantas emociones regaladas, tantos estereotipos abatidos, tanta verdad impresa en cada fotograma: películas valientes, vanguardistas por su osadía, por su dedo en la llaga, por su llamada de atención, rompedoras por su puñetazo en plena boca del estómago, por su realismo, por gritar lo que muchos callaban, por dar voz a los que algunos quieren tener siempre callados. En nuestros libros (Finales de cine y Madres de película) no faltan algunos de sus títulos porque en nuestra memoria viva de espectadores (esa que jamás se cansa de revisar determinadas cintas) siempre aparece “una de Querejeta” para reconciliarnos con el buen cine; se me permitirá por tanto la autocita para glosar un poco la figura de este gran señor al que acabamos de perder, aunque su arte (como ocurre con los grandes) no va a perder ni un ápice de vigencia; aunque, como decía, también en nuestro último libro aparecen dos de sus filmes, he abierto las páginas de Finales de cine, ya que ahí hablamos más del resultado global mientras que Madres de película se centra más en el estudio de personajes, y, cronológicamente, el viaje comienza en 1973 con una de las obras más maestras y absolutas de cualquier filmografía: El espíritu de la colmena.   

   “(…) Cuando Víctor Erice irrumpió en el cine español de inicios de los setenta, lo imaginativo, lo sorpresivo, lo evocador, lo inspirador, llegaron con él; aunque ya había debutado en la dirección al hacerse cargo de uno de los episodios de Los desafíos (1969), fue El espíritu de la colmena su verdadera carta de presentación, el nacimiento de un universo muy personal que, en realidad, habla de sentimientos y sensaciones que cualquiera conoce y puede compartir: una ópera prima insólita por su sentido de la medida, su capacidad de sugerencia, su sencillez expositiva, su aura mágica, su manera de hipnotizar al que contempla, tratándole como inteligente, sin necesidad de darle todo masticado y, precisamente por ello, permitiéndole que pueda comportarse como un crío, intuyendo realidades, inventando certezas, redescubriendo miedos, haciéndose preguntas, sacando sus propias conclusiones.

   La cinta nace como un encargo del inquieto y avispado productor Elías Querejeta, quien, aunque jamás comprenderá la manera de trabajar de Erice, lo que propiciará desencuentros constantes e incluso enconados que llegarán a su culmen durante el rodaje del siguiente proyecto que acometerán juntos, El Sur, supo adivinar la fuerza expresiva y sutileza narrativa que el cineasta podía desplegar en cuanto se diesen las circunstancias precisas, o sea, que alguien le permitiese debutar en la dirección de largometrajes. Querejeta tan sólo pidió que la historia versase sobre el monstruo de Frankenstein, y antes de saber qué y cómo lo iba a contar, Erice tuvo muy claro que no le interesaba rodar un filme de terror; fue entonces cuando recordó un cuento que había escrito, en el que una mujer evocaba la ocasión en que, siendo niña, vio junto a su hermana la impresionante adaptación a la gran pantalla que James Whale firmó en 1931 basándose en el original literario de Mary Shelley. Y aunque los primeros bosquejos de la trama poco tuvieron que ver con esa imagen, Erice reconoce que siempre tuvo en su mesa de trabajo una fotografía reproduciendo el inolvidable momento en que el monstruo y la niña se encuentran a la orilla de un lago, una de las más bellas secuencias del cine de todos los tiempos, sabedor de que, de una forma u otra, esa imagen debía ser la médula de su película. Innovador, torrencialmente creativo, trabajador incansable en búsqueda del destello de la inspiración, dejándose arrebatar por el hallazgo que brota inesperadamente, Erice desechaba páginas de guión y añadía nuevas sin que gran parte del equipo tuviese claro qué iba a suceder, siendo el más desconfiado Elías Querejeta (intentando dar coherencia al primer borrador que el director le había presentado, el productor incluyó como coguionista a Ángel Fernández Santos, que se convirtió en el mejor cómplice de Erice, añadiendo lirismo, narrativa fragmentada y ecos de su propia infancia al material del cineasta vasco).

   Pero, sin duda, el máximo impulso que El espíritu de la colmena recibió, cuando empezó a caminar sin posibilidad de retorno hacia lo que es, un homenaje a la ilimitada inventiva de la infancia, una celebración de unos seres que nunca miran con ojos viciados, que ocultan sus tristezas cuando perciben las de sus mayores, que conviven con sus carencias sin demostrar lo traumático de esas ausencias, que entregan cariño sin exigir reciprocidad, que no ponen nada en duda, que transforman lo fabuloso en verosímil, cuando la película encontró su base más firme fue en el instante en que Víctor Erice se dejó arrastrar por el hechizo que destilaba la mirada de una pequeña de seis años llamada Ana Torrent. Esos ojos negros abiertos de par en par al mundo, con ganas de aprehenderlo todo, contemplando con limpieza, profundos, calmados y al tiempo escudriñadores, se convirtieron en los mejores narradores de una historia construida a base de silencios, penumbras, secretos, dolores, frialdades, terrores, horrores, ecos bélicos, implícitos en las imágenes, en cómo se mueven los personajes, en la impactante fotografía de Luis Cuadrado que traslada hasta el patio de butacas el frío, la soledad, los inmensos vacíos físicos y anímicos que conformaban la realidad de un pueblo castellano (Hoyuelos en Segovia) hacia 1940, pero que sólo se explicitan cuando Ana posa la mirada sobre los que la rodean”.

   Ahora llegamos, no podía ser de otra forma, al cine de Carlos Saura, uno de los creadores que más debe a Querejeta, a su fe irredenta en una manera de narrar muy diferente a la que la oficialidad reclamaba y apoyaba; pero llegó La caza (1966), el título que situó a ambos en primera línea de combate, un prodigio del que muchos deberían aprender, una olla a presión, película opresiva, claustrofóbica, ajuste de cuentas que nos acogota y sacude, que destila calor, que nos encierra en un escenario abierto. Desde ese momento, su colaboración fue muy continuada y fructífera y nosotros nos centramos en Cría cuervos… (1976), máximo ejemplo de cómo integrar una canción en la narrativa para conseguir el efecto deseado y para dotar de inmortalidad a la tonada Porque te vas, compuesta por José Luis Perales e interpretada por Jeanette.

   Cría cuervos… constituyó un estimulante punto de inflexión dentro de la etapa cinematográfica más cerrada y alegórica de Carlos Saura. Carece el film de los simbolismos sociopolíticos y de los códigos restringidos que nutrieron buena parte de sus títulos señeros de aquella época: Peppermint Frappé (1967), El jardín de las delicias (1970) o Ana y los lobos (1973); y se decanta por una habilidosa introspección psicológica, desnuda de sentimentalismo, que se hermana con la mejor tradición analítica del cine de Ingmar Bergman. El director aragonés desdibuja cualquier posible trazo de metáfora en la construcción de personajes y situaciones, y entra en la fustigada mente de una niña con el simple propósito de abrirnos un abanico de emociones, diversas y encontradas, valiéndose para ello de un valiente naturalismo en la puesta en escena. Convive desde la distanciada apropiación que Carlos Saura hace de cada fragmento interior de su heroína una inabarcable tristeza capaz de reunir en un mismo plano a fantasmas del recuerdo con figuras del presente y de intercomunicar con atinada simplicidad al espectro materno anidado en la memoria infantil con la opaca realidad que la circunda. El cúmulo de escenas que van construyendo Cría cuervos… abre de par en par las puertas que conducen progresivamente hasta el centro mismo de la aflicción de la receptiva sensibilidad de Ana y sirven de ayuda inmejorable para dar hondura y discernimiento al conjunto de lo narrado. Cada una de las estancias que iremos atravesando hasta llegar a ese eje de dolor infantil ilumina con formidable precisión un fragmento clave de la historia, provocando en el espectador un refinado conocimiento por acumulación que nunca satura ni resulta insuficiente. (…)”

   Hablar de Elías Querejeta no supone irse muy atrás en el tiempo: ha estado trabajando casi hasta el final de su vida y, entre otras cosas, al margen de descubrir a Montxo Armendáriz o a Fernando León de Aranoa, ha demostrado que el talento puede heredarse y ha pasado el testigo a su hija Gracia, espléndida cineasta con la que escribió una de las obras más estimulantes y completas de las que puede presumir el cine español de los últimos veinte años, un peliculón titulado Cuando vuelvas a mi lado (1999).

   “Decía León Tolstoi: “Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas lo son cada una a su manera.” Por las muy particulares sendas de las infelicidades familiares, se pasean los más variados fantasmas del pasado portando los atenazantes yugos de los secretos, las mentiras, las culpas y los remordimientos. Por ello, una vez embarcados en un viaje hacia los pretéritos márgenes de nuestras infancia y adolescencia, nada es predecible, y en cualquier punto del trayecto es muy posible que se nos sea revelada alguna clave vital, largamente buscada y llave redentora de todo un mundo de contradicciones personales. Tal es el viaje que nos propone Gracia Querejeta en esa auténtica pieza de relojería emocional que es Cuando vuelvas a mi lado.

   Los dos puntos esenciales sobre los que pivotan los engranajes de esta historia del reencuentro de tres hermanas tras la muerte de su madre, son la negra sombra de la ausencia y el ávido poder destructivo de los celos. Junto a ellos, el devenir argumental en dos tiempos (pasado y presente) que sigue el film va provocando la puesta en funcionamiento de una compleja amalgama de resortes sentimentales en los personajes y por ende en la propia vida interna de la película, que Gracia Querejeta ensambla con una natural, precisa y muy delicada sencillez. El férreo y matemático guión del que se sirve para ello (obra de Elías Querejeta, Manuel Gutiérrez Aragón y de ella misma) se vio enaltecido gracias a la labor de tres primeras espadas de la interpretación patria: Julieta Serrano (leal e implacable como la tía Rafaela), Mercedes Sampietro (dando todo un recital de hondura interpretativa en la piel de Gloria, la hermana mayor) y Adriana Ozores (frágil bajo la pétrea máscara de la contumaz Ana, la hermana mediana), y también se benefició del sensible acercamiento que tuvo Rosa Mariscal en su papel de hermana pequeña y de la muy medida y doliente recreación que hizo Marta Belaustegui del personaje de Adela, la madre (una figura a medio camino entre las más oscuras heroínas shakesperianas y la Medea de Eurípides)”.  

   Hasta aquí, algunos fragmentos de Finales de cine (¡Qué placer haber podido compartir este emocionado recuerdo con Pablo Vilaboy!); lo demás, lo mucho que aún queda por experimentar, pueden y deben buscarlo en estos u otros títulos debidos a Elías Querejeta: estoy convencido de que no les serán indiferentes y los convertirán en suyos, como tantos espectadores en todo el mundo hemos hecho, rindiéndole el homenaje que merece.

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