Aunque
la imagen del productor la tengamos un tanto distorsionada, por un lado por
cómo por el propio cine nos la ha mostrado, por otro porque, como tantas cosas,
al pensar en ella nos remitimos al referente hollywoodiense (y siempre evocamos
a señores como Louis B. Mayer, David O. Selznick, Darryl F. Zanuck y
similares), puede afirmarse sin miedo a equivocarse (o cuando menos sin caer en
un error de bulto) que en España han sido y son muy pocos los que pueden
ostentar con toda justica y ennobleciendo el término el título de auténticos
productores, de conseguidores, de inspiradores, de poseedores de un sello
personal que, aun respetando y siendo acicate propiciador del estilo y
creatividad del cineasta con el que trabajen, es palpable en cada una de las cintas
que se presentan bajo su firma; sin duda, el más notorio, el más personal, el
más honesto, el más férreo y al mismo tiempo el más invisible, el que
sobrevuela por sus producciones sin hacerse notar y, precisamente por ello,
imprimiendo un aire único, una atmósfera inaprensible y casi indefinible pero
que uno reconoce, el amante del cine por encima de todas las cosas, el que
consentía incluso lo que no comprendía o compartía, el que tenía en mente el
resultado global antes de que se diese el primer golpe de claqueta, el que
llegado el caso reclamaba la autoría final del filme y tomaba decisiones
artísticas, el que se colocaba detrás del director e incluso desaparecía pero
actuaba como verdadero núcleo, como director de orquesta que jamás abandonaba
su batuta, como pieza fundamental y necesaria para que todo el engranaje
funcionase como debía, el productor español por méritos y derecho propios (y
que me perdonen los que también pueden reclamar ese título) era –será siempre-
Elías Querejeta.
Recorrer su filmografía, la impresionante nómina de títulos que ha
posibilitado, provoca estremecimientos de placer ante tanto talento como supo
reunir cerca, alimentando el suyo con el de los mejores colaboradores, tantas
costuras rotas, tantas barreras superadas, tantas emociones regaladas, tantos
estereotipos abatidos, tanta verdad impresa en cada fotograma: películas
valientes, vanguardistas por su osadía, por su dedo en la llaga, por su llamada
de atención, rompedoras por su puñetazo en plena boca del estómago, por su
realismo, por gritar lo que muchos callaban, por dar voz a los que algunos
quieren tener siempre callados. En nuestros libros (Finales de cine y Madres de
película) no faltan algunos de sus títulos porque en nuestra memoria viva
de espectadores (esa que jamás se cansa de revisar determinadas cintas) siempre
aparece “una de Querejeta” para reconciliarnos con el buen cine; se me
permitirá por tanto la autocita para glosar un poco la figura de este gran
señor al que acabamos de perder, aunque su arte (como ocurre con los grandes)
no va a perder ni un ápice de vigencia; aunque, como decía, también en nuestro
último libro aparecen dos de sus filmes, he abierto las páginas de Finales de cine, ya que ahí hablamos más
del resultado global mientras que Madres
de película se centra más en el estudio de personajes, y, cronológicamente,
el viaje comienza en 1973 con una de las obras más maestras y absolutas de
cualquier filmografía: El espíritu de la
colmena.
“(…) Cuando Víctor Erice irrumpió en el cine español de inicios de los
setenta, lo imaginativo, lo sorpresivo, lo evocador, lo inspirador, llegaron
con él; aunque ya había debutado en la dirección al hacerse cargo de uno de los
episodios de Los desafíos (1969), fue
El espíritu de la colmena su
verdadera carta de presentación, el nacimiento de un universo muy personal que,
en realidad, habla de sentimientos y sensaciones que cualquiera conoce y puede
compartir: una ópera prima insólita por su sentido de la medida, su capacidad
de sugerencia, su sencillez expositiva, su aura mágica, su manera de hipnotizar
al que contempla, tratándole como inteligente, sin necesidad de darle todo
masticado y, precisamente por ello, permitiéndole que pueda comportarse como un
crío, intuyendo realidades, inventando certezas, redescubriendo miedos,
haciéndose preguntas, sacando sus propias conclusiones.
La cinta nace como un encargo del inquieto y avispado productor Elías
Querejeta, quien, aunque jamás comprenderá la manera de trabajar de Erice, lo
que propiciará desencuentros constantes e incluso enconados que llegarán a su
culmen durante el rodaje del siguiente proyecto que acometerán juntos, El Sur, supo adivinar la fuerza
expresiva y sutileza narrativa que el cineasta podía desplegar en cuanto se
diesen las circunstancias precisas, o sea, que alguien le permitiese debutar en
la dirección de largometrajes. Querejeta tan sólo pidió que la historia versase
sobre el monstruo de Frankenstein, y antes de saber qué y cómo lo iba a contar,
Erice tuvo muy claro que no le interesaba rodar un filme de terror; fue
entonces cuando recordó un cuento que había escrito, en el que una mujer
evocaba la ocasión en que, siendo niña, vio junto a su hermana la impresionante
adaptación a la gran pantalla que James Whale firmó en 1931 basándose en el
original literario de Mary Shelley. Y aunque los primeros bosquejos de la trama
poco tuvieron que ver con esa imagen, Erice reconoce que siempre tuvo en su
mesa de trabajo una fotografía reproduciendo el inolvidable momento en que el
monstruo y la niña se encuentran a la orilla de un lago, una de las más bellas
secuencias del cine de todos los tiempos, sabedor de que, de una forma u otra,
esa imagen debía ser la médula de su película. Innovador, torrencialmente
creativo, trabajador incansable en búsqueda del destello de la inspiración,
dejándose arrebatar por el hallazgo que brota inesperadamente, Erice desechaba
páginas de guión y añadía nuevas sin que gran parte del equipo tuviese claro qué
iba a suceder, siendo el más desconfiado Elías Querejeta (intentando dar
coherencia al primer borrador que el director le había presentado, el productor
incluyó como coguionista a Ángel Fernández Santos, que se convirtió en el mejor
cómplice de Erice, añadiendo lirismo, narrativa fragmentada y ecos de su propia
infancia al material del cineasta vasco).
Pero, sin duda, el máximo impulso que El espíritu de la colmena recibió, cuando empezó a caminar sin
posibilidad de retorno hacia lo que es, un homenaje a la ilimitada inventiva de
la infancia, una celebración de unos seres que nunca miran con ojos viciados,
que ocultan sus tristezas cuando perciben las de sus mayores, que conviven con
sus carencias sin demostrar lo traumático de esas ausencias, que entregan
cariño sin exigir reciprocidad, que no ponen nada en duda, que transforman lo
fabuloso en verosímil, cuando la película encontró su base más firme fue en el
instante en que Víctor Erice se dejó arrastrar por el hechizo que destilaba la
mirada de una pequeña de seis años llamada Ana Torrent. Esos ojos negros
abiertos de par en par al mundo, con ganas de aprehenderlo todo, contemplando
con limpieza, profundos, calmados y al tiempo escudriñadores, se convirtieron
en los mejores narradores de una historia construida a base de silencios,
penumbras, secretos, dolores, frialdades, terrores, horrores, ecos bélicos,
implícitos en las imágenes, en cómo se mueven los personajes, en la impactante
fotografía de Luis Cuadrado que traslada hasta el patio de butacas el frío, la
soledad, los inmensos vacíos físicos y anímicos que conformaban la realidad de
un pueblo castellano (Hoyuelos en Segovia) hacia 1940, pero que sólo se
explicitan cuando Ana posa la mirada sobre los que la rodean”.
Ahora llegamos, no podía ser de otra forma, al cine de Carlos Saura, uno
de los creadores que más debe a Querejeta, a su fe irredenta en una manera de
narrar muy diferente a la que la oficialidad reclamaba y apoyaba; pero llegó La caza (1966), el título que situó a
ambos en primera línea de combate, un prodigio del que muchos deberían
aprender, una olla a presión, película opresiva, claustrofóbica, ajuste de
cuentas que nos acogota y sacude, que destila calor, que nos encierra en un
escenario abierto. Desde ese momento, su colaboración fue muy continuada y
fructífera y nosotros nos centramos en Cría
cuervos… (1976), máximo ejemplo de cómo integrar una canción en la
narrativa para conseguir el efecto deseado y para dotar de inmortalidad a la
tonada Porque te vas, compuesta por
José Luis Perales e interpretada por Jeanette.
“Cría cuervos… constituyó un
estimulante punto de inflexión dentro de la etapa cinematográfica más cerrada y
alegórica de Carlos Saura. Carece el film de los simbolismos sociopolíticos y
de los códigos restringidos que nutrieron buena parte de sus títulos señeros de
aquella época: Peppermint Frappé (1967),
El jardín de las delicias (1970) o Ana y los lobos (1973); y se decanta por
una habilidosa introspección psicológica, desnuda de sentimentalismo, que se
hermana con la mejor tradición analítica del cine de Ingmar Bergman. El
director aragonés desdibuja cualquier posible trazo de metáfora en la
construcción de personajes y situaciones, y entra en la fustigada mente de una
niña con el simple propósito de abrirnos un abanico de emociones, diversas y
encontradas, valiéndose para ello de un valiente naturalismo en la puesta en
escena. Convive desde la distanciada apropiación que Carlos Saura hace de cada
fragmento interior de su heroína una inabarcable tristeza capaz de reunir en un
mismo plano a fantasmas del recuerdo con figuras del presente y de
intercomunicar con atinada simplicidad al espectro materno anidado en la
memoria infantil con la opaca realidad que la circunda. El cúmulo de escenas
que van construyendo Cría cuervos… abre
de par en par las puertas que conducen progresivamente hasta el centro mismo de
la aflicción de la receptiva sensibilidad de Ana y sirven de ayuda inmejorable
para dar hondura y discernimiento al conjunto de lo narrado. Cada una de las
estancias que iremos atravesando hasta llegar a ese eje de dolor infantil ilumina
con formidable precisión un fragmento clave de la historia, provocando en el
espectador un refinado conocimiento por acumulación que nunca satura ni resulta
insuficiente. (…)”
Hablar de Elías Querejeta no supone irse muy atrás en el tiempo: ha
estado trabajando casi hasta el final de su vida y, entre otras cosas, al
margen de descubrir a Montxo Armendáriz o a Fernando León de Aranoa, ha
demostrado que el talento puede heredarse y ha pasado el testigo a su hija
Gracia, espléndida cineasta con la que escribió una de las obras más
estimulantes y completas de las que puede presumir el cine español de los
últimos veinte años, un peliculón titulado Cuando
vuelvas a mi lado (1999).
“Decía León Tolstoi: “Todas las familias dichosas se parecen, y las
desgraciadas lo son cada una a su manera.” Por las muy particulares sendas de
las infelicidades familiares, se pasean los más variados fantasmas del pasado
portando los atenazantes yugos de los secretos, las mentiras, las culpas y los
remordimientos. Por ello, una vez embarcados en un viaje hacia los pretéritos
márgenes de nuestras infancia y adolescencia, nada es predecible, y en
cualquier punto del trayecto es muy posible que se nos sea revelada alguna
clave vital, largamente buscada y llave redentora de todo un mundo de
contradicciones personales. Tal es el viaje que nos propone Gracia Querejeta en
esa auténtica pieza de relojería emocional que es Cuando vuelvas a mi lado.
Los dos puntos esenciales sobre los que pivotan los engranajes de esta
historia del reencuentro de tres hermanas tras la muerte de su madre, son la
negra sombra de la ausencia y el ávido poder destructivo de los celos. Junto a
ellos, el devenir argumental en dos tiempos (pasado y presente) que sigue el
film va provocando la puesta en funcionamiento de una compleja amalgama de
resortes sentimentales en los personajes y por ende en la propia vida interna
de la película, que Gracia Querejeta ensambla con una natural, precisa y muy
delicada sencillez. El férreo y matemático guión del que se sirve para ello
(obra de Elías Querejeta, Manuel Gutiérrez Aragón y de ella misma) se vio
enaltecido gracias a la labor de tres primeras espadas de la interpretación
patria: Julieta Serrano (leal e implacable como la tía Rafaela), Mercedes
Sampietro (dando todo un recital de hondura interpretativa en la piel de
Gloria, la hermana mayor) y Adriana Ozores (frágil bajo la pétrea máscara de la
contumaz Ana, la hermana mediana), y también se benefició del sensible
acercamiento que tuvo Rosa Mariscal en su papel de hermana pequeña y de la muy
medida y doliente recreación que hizo Marta Belaustegui del personaje de Adela,
la madre (una figura a medio camino entre las más oscuras heroínas
shakesperianas y la Medea de Eurípides)”.
Hasta aquí, algunos fragmentos de Finales
de cine (¡Qué placer haber podido compartir este emocionado recuerdo con
Pablo Vilaboy!); lo demás, lo mucho que aún queda por experimentar, pueden y
deben buscarlo en estos u otros títulos debidos a Elías Querejeta: estoy
convencido de que no les serán indiferentes y los convertirán en suyos, como
tantos espectadores en todo el mundo hemos hecho, rindiéndole el homenaje que
merece.
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