TÍTULO ORIGINAL: Robot & Frank DIRECCIÓN: Jake Schreier GUIÓN:
Christopher Ford MÚSICA: Francis and the Lights FOTOGRAFÍA: Matthew J. Lloyd MONTAJE:
Jacob Craycroft REPARTO: Frank Laangella, James Marsden, Liv Tyler, Susan
Sarandon, Jeremy Strong, Jeremy Sisto, Peter Sarsgaard (voz)
Ya se sabe que hay opiniones para todos los gustos y que es imposible
satisfacer a todo el mundo; sin embargo, hay ocasiones en que un artista parece
gozar de un beneplácito total, de un consenso unánime sobre sus virtudes
(también puede suceder al contrario, pero nos quedaremos sólo con lo positivo
esta vez), de un prestigio a prueba de bombas que no hace sino crecer, de una
aureola de excelencia imposible de quebrar. Y es la propia profesión (actores,
escritores, pintores) la que protagoniza los mayores desfases en esa corriente
reivindicativa que les asalta cada cierto tiempo, anhelando hacer justicia con
alguien a quien han ignorado o no reconocido como se debía y al que, para lavar
agravios pasados, se eleva muy por encima de sus facultades, de sus
posibilidades, regalándole títulos y galardones negados a otros claramente
superiores (y no es cuestión de apreciación: la prueba del algodón, la prueba
del tiempo y la permanencia en la memoria, suele saldarse a favor de estos
últimos); y si en muchas ocasiones se premian interpretaciones muy por debajo
de las imperecederas de un intérprete sólo por el hecho de que “ya le tocaba
ganar”, en otras se elige como ganador a quien no ha hecho méritos para llegar
a tanto por mucho que así parezcan sentirlo sus compañeros. Tras años de
arrinconar nombres como los de Deborah Kerr, Glenn Close, Lauren Bacall, Barbara
Stanwyck, Marilyn Monroe, Rosalind Russell o Judy Garland (nominándolas varias
veces o sin hacerlas jamás candidatas –la Bacall tuvo que esperar a El amor tiene dos caras (1996),
precisamente por una aparición insustancial en un título prescindible-), la
Academia pensó que había cometido una injusticia con Jessica Tandy (actriz de
peso en las tablas pero de escaso recorrido cinematográfico más allá de su
impagable creación en Los pájaros (1963)
y unos secundarios al inicio de su carrera) y se puso en pie para entregarle un
Oscar por su rutinaria interpretación en Paseando
a Miss Daisy (1989), cuando poco después, sin necesidad de pensar en
deudas, lo hubiese merecido sin discusión por Tomates verdes fritos (1991); después de haber olvidado a señores
de la categoría de Cary Grant, James Mason, Marcello Mastroianni, Montgomery
Clift y algunos más que aún tardaron mucho en ganarlo, los académicos
decidieron homenajear a un veterano muy curtido en la televisión, un rostro muy
popular y querido, otorgándole la estatuilla al mejor actor por Harry y Tonto (1974), precisamente en la
edición en la que sus competidores eran Albert Finney, Dustin Hoffman, Jack
Nicholson y Al Pacino por sus interpretaciones en Asesinato en el Orient Express, Lenny, Chinatown y El Padrino II, respectivamente (seguro
que la primera película no la han visto o han de hacer memoria, mientras que
las otras cuatro siguen gozando del favor del público cuarenta años después).
Fue inevitable establecer el paralelismo entre la cinta que, se supone, encumbró
a Art Cartney y ésta que hoy nos ocupa, concebida a mayor gloria de Frank
Langella, uno de esos secundarios de siempre, rostro popular para una
generación por haber dado vida al vampiro más famoso en el Drácula (1979) de John Badham, al que en los últimos años se ha
querido otorgar etiqueta de “grande”, reduciéndose todos sus poderes a su
encarnación de Richard Nixon, primero sobre las tablas y después en la
adaptación cinematográfica del texto de Peter Morgan El desafío- Frost contra Nixon (2008), la que le valió una
candidatura al Oscar (que, por sus gestos y reacciones en la ceremonia, él
pensaba merecía por encima de sus compañeros); en esta asunción a los altares,
casi todo el mundo (y él mismo) olvidó que el argumento de la película sólo
puede funcionar si los dos protagonistas están a la altura (y Michael Sheen
vuelve a dejar patente su brillantez –también fue ninguneado por muchos a la
hora de aplaudir las excelencias de La
reina (2006), tal vez porque se mimetiza con su personaje y no ofrece una
composición llena de tics ni histrionismos-) y que, aunque su presencia lo
inunda todo al ser el hombre obligado a dimitir tras lo que se conoce como el
escándalo Watergate, siendo estrictos deberíamos considerar su aparición como
secundaria (al menos, tal y como se ha adaptado la obra a la pantalla),
cediendo el foco al periodista que consiguió entrevistarle –y no se trata de
negarle méritos evidentes, si no de ser ecuánime y colocar a cada uno en su
sitio-. Intentando consolidar un prestigio demasiado inflado, Langella llega al
típico filme de lucimiento, donde todo gira en torno a él (es más, donde apenas
importa algo que no sea él), y al igual que Art Cartney tuvo que lidiar con un
gato (puede que resulte muy simpático, entrañable, carismático, pero no puede
quitarte los premios), él comparte gran parte de sus planos con un robot (al
que presta su voz el estupendo Peter Sarsgaard), añadiendo la dificultad de no
tener quién le dé la réplica, teniendo (se supone) que esforzarse el doble ya
que todas las emociones deben pasar por él, las réplicas y las contrarréplicas,
su oponente es un pedazo de metal y debe ser él quien con sus palabras o en sus
respuestas a lo que el robot dice vaya marcando el tono de la historia.
Sin embargo, lo que con Isaac Asimov detrás hubiese podido ser una
interesante reflexión sobre la posible convivencia entre humanos y robots, una
fábula sobre los límites de la humanidad (en minúscula) o de lo humano (si se
prefiere y entiende mejor de esta manera), una crítica a la pérdida de ciertos
valores y disfrutes en aras de una pretendida comodidad, en definitiva, uno de
los textos a los que nos tiene acostumbrados el maestro de la ciencia ficción (tan
maltratados por el cine, no hay más que recordar –aunque duela- la ñoñería y
trivialidad –habituales en él- de que tiñó Chris Columbus –ese señor que marcó
la tónica de la saga Harry Potter, despojándola de toda su épica y hondura- su
adaptación de El hombre bicentenario (1999)
o la nadería en que fue transformada Yo,
robot (2004), a pesar de la entrega de Will Smith), lo que parece en su
planteamiento una historia con aristas, recovecos, oscuridades, se convierte muy
pronto en un conjunto de escenas inconexas, sólo diseñadas para que Frank
Langella vaya ofreciendo su repertorio (que tampoco es tan amplio), se desperdicia
a los personajes secundarios (y es una lástima porque por allí aparecen la gran
Susan Sarandon y el estimulante James Marsden, quienes, a pesar de todo, aportan
algo de frescura y verdad), se evita a toda costa sembrar en el público
cualquier atisbo de inquietud o desasosiego, el guión sobrevuela el verdadero
asunto de la película (la vejez, es más, podría decirse la decrepitud; el lugar
de los ancianos en la sociedad actual –no se habla de un futuro muy lejano-; la
soledad) y permanece en lo amable, en lo cómodo, en la acartonada
interpretación de su actor principal, encarnación a la que se le notan todos
los trucos, la permanente búsqueda del asombro y admiración de los
espectadores, una presencia que no es capaz por sí sola de insuflar veracidad
ni emoción (sólo en un par de momentos, al principio, cuando aún estamos
situándonos) a un filme mortecino que acaba asfixiado en su pretenciosa falta
de pretensiones.
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