lunes, 24 de junio de 2013

"UN AMIGO PARA FRANK": ROBOT POR GATO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Robot & Frank DIRECCIÓN: Jake Schreier GUIÓN: Christopher Ford MÚSICA: Francis and the Lights FOTOGRAFÍA: Matthew J. Lloyd MONTAJE: Jacob Craycroft REPARTO: Frank Laangella, James Marsden, Liv Tyler, Susan Sarandon, Jeremy Strong, Jeremy Sisto, Peter Sarsgaard (voz)


   Ya se sabe que hay opiniones para todos los gustos y que es imposible satisfacer a todo el mundo; sin embargo, hay ocasiones en que un artista parece gozar de un beneplácito total, de un consenso unánime sobre sus virtudes (también puede suceder al contrario, pero nos quedaremos sólo con lo positivo esta vez), de un prestigio a prueba de bombas que no hace sino crecer, de una aureola de excelencia imposible de quebrar. Y es la propia profesión (actores, escritores, pintores) la que protagoniza los mayores desfases en esa corriente reivindicativa que les asalta cada cierto tiempo, anhelando hacer justicia con alguien a quien han ignorado o no reconocido como se debía y al que, para lavar agravios pasados, se eleva muy por encima de sus facultades, de sus posibilidades, regalándole títulos y galardones negados a otros claramente superiores (y no es cuestión de apreciación: la prueba del algodón, la prueba del tiempo y la permanencia en la memoria, suele saldarse a favor de estos últimos); y si en muchas ocasiones se premian interpretaciones muy por debajo de las imperecederas de un intérprete sólo por el hecho de que “ya le tocaba ganar”, en otras se elige como ganador a quien no ha hecho méritos para llegar a tanto por mucho que así parezcan sentirlo sus compañeros. Tras años de arrinconar nombres como los de Deborah Kerr, Glenn Close, Lauren Bacall, Barbara Stanwyck, Marilyn Monroe, Rosalind Russell o Judy Garland (nominándolas varias veces o sin hacerlas jamás candidatas –la Bacall tuvo que esperar a El amor tiene dos caras (1996), precisamente por una aparición insustancial en un título prescindible-), la Academia pensó que había cometido una injusticia con Jessica Tandy (actriz de peso en las tablas pero de escaso recorrido cinematográfico más allá de su impagable creación en Los pájaros (1963) y unos secundarios al inicio de su carrera) y se puso en pie para entregarle un Oscar por su rutinaria interpretación en Paseando a Miss Daisy (1989), cuando poco después, sin necesidad de pensar en deudas, lo hubiese merecido sin discusión por Tomates verdes fritos (1991); después de haber olvidado a señores de la categoría de Cary Grant, James Mason, Marcello Mastroianni, Montgomery Clift y algunos más que aún tardaron mucho en ganarlo, los académicos decidieron homenajear a un veterano muy curtido en la televisión, un rostro muy popular y querido, otorgándole la estatuilla al mejor actor por Harry y Tonto (1974), precisamente en la edición en la que sus competidores eran Albert Finney, Dustin Hoffman, Jack Nicholson y Al Pacino por sus interpretaciones en Asesinato en el Orient Express, Lenny, Chinatown y El Padrino II, respectivamente (seguro que la primera película no la han visto o han de hacer memoria, mientras que las otras cuatro siguen gozando del favor del público cuarenta años después).

   Fue inevitable establecer el paralelismo entre la cinta que, se supone, encumbró a Art Cartney y ésta que hoy nos ocupa, concebida a mayor gloria de Frank Langella, uno de esos secundarios de siempre, rostro popular para una generación por haber dado vida al vampiro más famoso en el Drácula (1979) de John Badham, al que en los últimos años se ha querido otorgar etiqueta de “grande”, reduciéndose todos sus poderes a su encarnación de Richard Nixon, primero sobre las tablas y después en la adaptación cinematográfica del texto de Peter Morgan El desafío- Frost contra Nixon (2008), la que le valió una candidatura al Oscar (que, por sus gestos y reacciones en la ceremonia, él pensaba merecía por encima de sus compañeros); en esta asunción a los altares, casi todo el mundo (y él mismo) olvidó que el argumento de la película sólo puede funcionar si los dos protagonistas están a la altura (y Michael Sheen vuelve a dejar patente su brillantez –también fue ninguneado por muchos a la hora de aplaudir las excelencias de La reina (2006), tal vez porque se mimetiza con su personaje y no ofrece una composición llena de tics ni histrionismos-) y que, aunque su presencia lo inunda todo al ser el hombre obligado a dimitir tras lo que se conoce como el escándalo Watergate, siendo estrictos deberíamos considerar su aparición como secundaria (al menos, tal y como se ha adaptado la obra a la pantalla), cediendo el foco al periodista que consiguió entrevistarle –y no se trata de negarle méritos evidentes, si no de ser ecuánime y colocar a cada uno en su sitio-. Intentando consolidar un prestigio demasiado inflado, Langella llega al típico filme de lucimiento, donde todo gira en torno a él (es más, donde apenas importa algo que no sea él), y al igual que Art Cartney tuvo que lidiar con un gato (puede que resulte muy simpático, entrañable, carismático, pero no puede quitarte los premios), él comparte gran parte de sus planos con un robot (al que presta su voz el estupendo Peter Sarsgaard), añadiendo la dificultad de no tener quién le dé la réplica, teniendo (se supone) que esforzarse el doble ya que todas las emociones deben pasar por él, las réplicas y las contrarréplicas, su oponente es un pedazo de metal y debe ser él quien con sus palabras o en sus respuestas a lo que el robot dice vaya marcando el tono de la historia.

   Sin embargo, lo que con Isaac Asimov detrás hubiese podido ser una interesante reflexión sobre la posible convivencia entre humanos y robots, una fábula sobre los límites de la humanidad (en minúscula) o de lo humano (si se prefiere y entiende mejor de esta manera), una crítica a la pérdida de ciertos valores y disfrutes en aras de una pretendida comodidad, en definitiva, uno de los textos a los que nos tiene acostumbrados el maestro de la ciencia ficción (tan maltratados por el cine, no hay más que recordar –aunque duela- la ñoñería y trivialidad –habituales en él- de que tiñó Chris Columbus –ese señor que marcó la tónica de la saga Harry Potter, despojándola de toda su épica y hondura- su adaptación de El hombre bicentenario (1999) o la nadería en que fue transformada Yo, robot (2004), a pesar de la entrega de Will Smith), lo que parece en su planteamiento una historia con aristas, recovecos, oscuridades, se convierte muy pronto en un conjunto de escenas inconexas, sólo diseñadas para que Frank Langella vaya ofreciendo su repertorio (que tampoco es tan amplio), se desperdicia a los personajes secundarios (y es una lástima porque por allí aparecen la gran Susan Sarandon y el estimulante James Marsden, quienes, a pesar de todo, aportan algo de frescura y verdad), se evita a toda costa sembrar en el público cualquier atisbo de inquietud o desasosiego, el guión sobrevuela el verdadero asunto de la película (la vejez, es más, podría decirse la decrepitud; el lugar de los ancianos en la sociedad actual –no se habla de un futuro muy lejano-; la soledad) y permanece en lo amable, en lo cómodo, en la acartonada interpretación de su actor principal, encarnación a la que se le notan todos los trucos, la permanente búsqueda del asombro y admiración de los espectadores, una presencia que no es capaz por sí sola de insuflar veracidad ni emoción (sólo en un par de momentos, al principio, cuando aún estamos situándonos) a un filme mortecino que acaba asfixiado en su pretenciosa falta de pretensiones.

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