DIRECCIÓN: No consta GUIÓN: Juan
Eslava Galán y anónimo (basado en la novela homónima del primero) MÚSICA: Óscar
Navarro FOTOGRAFÍA: Ashley Rowe, Ángel Luis Fernández MONTAJE: Teresa Font REPARTO:
Mario Casas, María Valverde, Secun de la Rosa, Chiqui Maya, Mingo Ruano,
Ignacio Mateos
Suele decirse que sólo somos capaces de superar una tragedia, de no
quedarnos enredados en nuestro dolor o miseria, de poder hablar sobre el asunto
y evitar la rémora del trauma, si nos reímos al evocarla; eso no significa
minusvalorar sus efectos, trivializar su significado, negar su importancia,
sino saber tomar distancia, amplificar nuestra visión, asumir las inevitables
consecuencias, pero no paralizar nuestro devenir. El maestro Berlanga superó
trabas, lágrimas, complejos, correcciones, adoctrinamientos (de ambos lados de
las trincheras) para contar una historia situada en plena Guerra Civil, cuando
la herida era físicamente localizable, pero proporcionándonos múltiples
ocasiones para la carcajada y otras tantas para la sonrisa, para el
asentimiento cómplice: La vaquilla (1985)
se olvida de discursos interesadamente inflamatorios para acercarse desde lo
cotidiano, desde lo vivido, desde la verdad, a un día cualquiera en la España
que intentaba sobrevivir al conflicto bélico, centrándose en la peripecia
concreta de unos cuantos personajes, logrando como en sus mejores obras pintar
un fresco, capturar el momento, radiografiar el instante, constituyendo un
documento excepcional para estudiar las gentes y las costumbres (así, dando en
los morros a la censura, nos regaló esa obra maestra titulada Plácido (1961) o, sintiéndose plenamente
libre –cosa que siempre demostró, pero ya no existía la mirada inquisidora de
ningún comité-, soltó todo su vitriolo en La
escopeta nacional (1978)). En otras latitudes, es muy habitual recurrir a
un niño como narrador para restar hierro, para regresar a unos sucesos que aún
no habían pasado a los libros de Historia porque estaban ocurriendo, para
aproximarse a los mismos sin prejuicios ni análisis posteriores, reproduciendo
lo que fue presente como si estuviese ocurriendo en ese mismo instante (y lo
mismo encontramos la excelente Esperanza
y gloria (1987) de John Boorman como Las
cenizas de Ángela (1999) –aunque Alan Parker no supo trasladar el sentido
del humor de la obra original, la ingenuidad del protagonista-).
La mula intenta ir más por la
primera vertiente, la del humor, la del divertimento, la de la evasión, aunque
también coge algo de la segunda al situar en el epicentro de la narración a un
joven enamoradizo, más preocupado por la integridad del animal al que intenta
salvar que por la suya, alguien que no puede dejar de mirar el mundo con ojos
asombrados y sin malicia; el problema de esta película es que ha llegado a las
salas tras multitud de avatares que podrían plasmarse en un filme a buen seguro
más interesante, hilarante y con nervio que el resultante, y es inevitable que
el espectador perciba que no está contemplando una obra acabada, que se ha
estrenado un pastiche sin verdadero orden ni concierto, con secuencias mal
filmadas, con lo que se antojan primeras tomas e incluso ensayos, aunque las
verdaderas carencias se encuentran en el material original y en la persona que
hay que considerar el director de la cinta aunque abandonó el rodaje antes del
final y cuyo nombre no aparece en los créditos, de hecho nadie figura como
responsable de la dirección (del mismo modo, tampoco firma el guión, pero como
comparte la autoría con Juan Eslava Galán han optado por camuflarle bajo el
seudónimo de “anónimo” –lo que parece un oxímoron, una revuelta de tuerca-,
como si el escritor hubiese imitado a Fernando de Rojas, continuando o
finalizando una historia ajena o, al menos, haciéndolo creer), dejando la obra
en una extraña tierra de nadie, responsabilidad de muchos y de ninguno.
Las abstrusas y balbuceantes explicaciones de la productora Alejandra
Frade (de casta le viene al galgo lo de reducir costes más allá de toda lógica)
intentando justificar por qué, hablando en román paladino, la película es tan
fea, tan difícil de mirar, producen sonrojo ya que han sido rápidamente
desmontadas por profesionales, por expertos, pero incluso podrían serlo por
cualquier espectador que conozca El topo (2011)
o Kamchatka (2002) e incluso una
joyita que su padre produjo, muestra palpable de los talentos de Pedro Olea y
Concha Velasco, Pim, pam, pum… ¡fuego! (1975),
es decir, películas que han sabido captar el aire, el ambiente, la textura de
una época pretérita; pero, al margen de “al final estreno lo que tengo para
intentar recuperar dinero”, ese gusto (mal gusto a juicio del que escribe) por
una fotografía excesivamente contrastada, por saturar los colores, por deformar
todo lo que puede ser acusado de costumbrista o naturalista, por recurrir a una
estética falsa, torpemente barroca, es el sello de Michael Radford, el señor
anónimo que estuvo a punto de firmar La
mula pero se desentendió del proyecto antes del final. Incluso en el que
puede ser considerado su mejor trabajo (sobre todo gracias a la excepcional
interpretación de Massimo Troisi quien, sabiéndose herido de muerte, entregó
sus últimas energías para cumplir con su propósito, falleciendo pocas horas
después de la claqueta final), El cartero
(y Pablo Neruda) (1994), podemos rastrear esa querencia del cineasta a huir
de lo que aquellos que enarbolan la bandera de la modernidad denuestan y atacan
usando peyorativamente términos como “antiguo”, “superado”, “rémora del pasado”
y por ahí; de este modo, en sus manos El
mercader de Venecia (2004) era un trago muy difícil de digerir (a pesar de
Al Pacino, Jeremy Irons y Joseph Fiennes), Un
plan brillante (2007) no conseguía ni un ápice de emoción, 1984 (1984) mezclaba su abigarramiento
con el de la prosa más hermética de Orwell para conformar una pastosidad
intraducible a imágenes o B. Monkey (1998)
no revitalizaba ni actualizaba el Free Cinema, antes bien nos hacía añorarlo y
demostraba que Radford no era capaz ni de oler lo que Richardson, Lester,
Anderson, Clayton o Reisz habían transformado en una voz propia (y en un
movimiento que aún se sostiene y conserva intactas sus virtudes).
Por lo tanto, en realidad no sorprende que La mula tenga ese estilo que mezcla lo descuidado con una
estilización irreal, que aleja al espectador (sobre todo si recuerda la mano
firme que demostró Ken Loach, acertando plenamente en su manera de fotografiar Tierra y libertad (1995), pareciendo a
ratos –y para bien- un documental), esa aureola como de insólito cuento de
hadas, esos paisajes que diríase están dibujados, esa aparente (o real)
ausencia de profundidad de campo ya que en muchas ocasiones da la sensación de
que los actores caminan por un croma o con telones pintados como fondo; para
más inri, el guión (será por escribir a cuatro manos, dos de ellas anónimas y
por lo tanto irresponsables) no sabe combinar con acierto la parte romántica
con la bélica (es decir, con el conflicto presente y latente) ni reflejar el
costumbrismo, lo cotidiano, lo reconocible, confunde lo ñoño con lo entrañable, y la mayor parte del elenco imposta, fuerza el acento y la
supuesta comicidad de los diálogos y las situaciones: actores andaluces como
Pepa Rus o Ignacio Mateos suenan falsos, aún más los que fingen serlo, Secun de
la Rosa vuelve a demostrar que sólo tiene gracia (para quien la tenga) en
personajillos torpones y sin recorrido ni evolución, María Valverde sigue
resultando tan plana y sin aliento como desde que obtuvo un Goya por La flaqueza del bolchevique (2003) y,
sin tirar cohetes, sólo Mario Casas intenta romper su imagen estereotipada (la
que le ha hecho ídolo de multitudes que sólo van a ver las películas en las que
responde a la misma –y en las que luce cuerpo, todo hay que decirlo), logrando en
algunos momentos cierta naturalidad, pero naufragando sin remedio cuando su
personaje reclama entidad, aplomo, profundidad, riqueza expresiva. En resumidas
cuentas, uno no tiene muy claro si ha visto una película o tan sólo el
borrador, un a modo de grabación casera con la que intentar convencer a
productores de que la saquen adelante (y si éstos se apellidan Frade, poco
puede esperarse).
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