martes, 4 de junio de 2013

"LA MULA": ALFORJAS VACÍAS


 
 
DIRECCIÓN: No consta GUIÓN: Juan Eslava Galán y anónimo (basado en la novela homónima del primero) MÚSICA: Óscar Navarro FOTOGRAFÍA: Ashley Rowe, Ángel Luis Fernández MONTAJE: Teresa Font REPARTO: Mario Casas, María Valverde, Secun de la Rosa, Chiqui Maya, Mingo Ruano, Ignacio Mateos


   Suele decirse que sólo somos capaces de superar una tragedia, de no quedarnos enredados en nuestro dolor o miseria, de poder hablar sobre el asunto y evitar la rémora del trauma, si nos reímos al evocarla; eso no significa minusvalorar sus efectos, trivializar su significado, negar su importancia, sino saber tomar distancia, amplificar nuestra visión, asumir las inevitables consecuencias, pero no paralizar nuestro devenir. El maestro Berlanga superó trabas, lágrimas, complejos, correcciones, adoctrinamientos (de ambos lados de las trincheras) para contar una historia situada en plena Guerra Civil, cuando la herida era físicamente localizable, pero proporcionándonos múltiples ocasiones para la carcajada y otras tantas para la sonrisa, para el asentimiento cómplice: La vaquilla (1985) se olvida de discursos interesadamente inflamatorios para acercarse desde lo cotidiano, desde lo vivido, desde la verdad, a un día cualquiera en la España que intentaba sobrevivir al conflicto bélico, centrándose en la peripecia concreta de unos cuantos personajes, logrando como en sus mejores obras pintar un fresco, capturar el momento, radiografiar el instante, constituyendo un documento excepcional para estudiar las gentes y las costumbres (así, dando en los morros a la censura, nos regaló esa obra maestra titulada Plácido (1961) o, sintiéndose plenamente libre –cosa que siempre demostró, pero ya no existía la mirada inquisidora de ningún comité-, soltó todo su vitriolo en La escopeta nacional (1978)). En otras latitudes, es muy habitual recurrir a un niño como narrador para restar hierro, para regresar a unos sucesos que aún no habían pasado a los libros de Historia porque estaban ocurriendo, para aproximarse a los mismos sin prejuicios ni análisis posteriores, reproduciendo lo que fue presente como si estuviese ocurriendo en ese mismo instante (y lo mismo encontramos la excelente Esperanza y gloria (1987) de John Boorman como Las cenizas de Ángela (1999) –aunque Alan Parker no supo trasladar el sentido del humor de la obra original, la ingenuidad del protagonista-).

   La mula intenta ir más por la primera vertiente, la del humor, la del divertimento, la de la evasión, aunque también coge algo de la segunda al situar en el epicentro de la narración a un joven enamoradizo, más preocupado por la integridad del animal al que intenta salvar que por la suya, alguien que no puede dejar de mirar el mundo con ojos asombrados y sin malicia; el problema de esta película es que ha llegado a las salas tras multitud de avatares que podrían plasmarse en un filme a buen seguro más interesante, hilarante y con nervio que el resultante, y es inevitable que el espectador perciba que no está contemplando una obra acabada, que se ha estrenado un pastiche sin verdadero orden ni concierto, con secuencias mal filmadas, con lo que se antojan primeras tomas e incluso ensayos, aunque las verdaderas carencias se encuentran en el material original y en la persona que hay que considerar el director de la cinta aunque abandonó el rodaje antes del final y cuyo nombre no aparece en los créditos, de hecho nadie figura como responsable de la dirección (del mismo modo, tampoco firma el guión, pero como comparte la autoría con Juan Eslava Galán han optado por camuflarle bajo el seudónimo de “anónimo” –lo que parece un oxímoron, una revuelta de tuerca-, como si el escritor hubiese imitado a Fernando de Rojas, continuando o finalizando una historia ajena o, al menos, haciéndolo creer), dejando la obra en una extraña tierra de nadie, responsabilidad de muchos y de ninguno.

   Las abstrusas y balbuceantes explicaciones de la productora Alejandra Frade (de casta le viene al galgo lo de reducir costes más allá de toda lógica) intentando justificar por qué, hablando en román paladino, la película es tan fea, tan difícil de mirar, producen sonrojo ya que han sido rápidamente desmontadas por profesionales, por expertos, pero incluso podrían serlo por cualquier espectador que conozca El topo (2011) o Kamchatka (2002) e incluso una joyita que su padre produjo, muestra palpable de los talentos de Pedro Olea y Concha Velasco, Pim, pam, pum… ¡fuego! (1975), es decir, películas que han sabido captar el aire, el ambiente, la textura de una época pretérita; pero, al margen de “al final estreno lo que tengo para intentar recuperar dinero”, ese gusto (mal gusto a juicio del que escribe) por una fotografía excesivamente contrastada, por saturar los colores, por deformar todo lo que puede ser acusado de costumbrista o naturalista, por recurrir a una estética falsa, torpemente barroca, es el sello de Michael Radford, el señor anónimo que estuvo a punto de firmar La mula pero se desentendió del proyecto antes del final. Incluso en el que puede ser considerado su mejor trabajo (sobre todo gracias a la excepcional interpretación de Massimo Troisi quien, sabiéndose herido de muerte, entregó sus últimas energías para cumplir con su propósito, falleciendo pocas horas después de la claqueta final), El cartero (y Pablo Neruda) (1994), podemos rastrear esa querencia del cineasta a huir de lo que aquellos que enarbolan la bandera de la modernidad denuestan y atacan usando peyorativamente términos como “antiguo”, “superado”, “rémora del pasado” y por ahí; de este modo, en sus manos El mercader de Venecia (2004) era un trago muy difícil de digerir (a pesar de Al Pacino, Jeremy Irons y Joseph Fiennes), Un plan brillante (2007) no conseguía ni un ápice de emoción, 1984 (1984) mezclaba su abigarramiento con el de la prosa más hermética de Orwell para conformar una pastosidad intraducible a imágenes o B. Monkey (1998) no revitalizaba ni actualizaba el Free Cinema, antes bien nos hacía añorarlo y demostraba que Radford no era capaz ni de oler lo que Richardson, Lester, Anderson, Clayton o Reisz habían transformado en una voz propia (y en un movimiento que aún se sostiene y conserva intactas sus virtudes).

   Por lo tanto, en realidad no sorprende que La mula tenga ese estilo que mezcla lo descuidado con una estilización irreal, que aleja al espectador (sobre todo si recuerda la mano firme que demostró Ken Loach, acertando plenamente en su manera de fotografiar Tierra y libertad (1995), pareciendo a ratos –y para bien- un documental), esa aureola como de insólito cuento de hadas, esos paisajes que diríase están dibujados, esa aparente (o real) ausencia de profundidad de campo ya que en muchas ocasiones da la sensación de que los actores caminan por un croma o con telones pintados como fondo; para más inri, el guión (será por escribir a cuatro manos, dos de ellas anónimas y por lo tanto irresponsables) no sabe combinar con acierto la parte romántica con la bélica (es decir, con el conflicto presente y latente) ni reflejar el costumbrismo, lo cotidiano, lo reconocible, confunde lo ñoño con lo entrañable, y la mayor parte del elenco imposta, fuerza el acento y la supuesta comicidad de los diálogos y las situaciones: actores andaluces como Pepa Rus o Ignacio Mateos suenan falsos, aún más los que fingen serlo, Secun de la Rosa vuelve a demostrar que sólo tiene gracia (para quien la tenga) en personajillos torpones y sin recorrido ni evolución, María Valverde sigue resultando tan plana y sin aliento como desde que obtuvo un Goya por La flaqueza del bolchevique (2003) y, sin tirar cohetes, sólo Mario Casas intenta romper su imagen estereotipada (la que le ha hecho ídolo de multitudes que sólo van a ver las películas en las que responde a la misma –y en las que luce cuerpo, todo hay que decirlo), logrando en algunos momentos cierta naturalidad, pero naufragando sin remedio cuando su personaje reclama entidad, aplomo, profundidad, riqueza expresiva. En resumidas cuentas, uno no tiene muy claro si ha visto una película o tan sólo el borrador, un a modo de grabación casera con la que intentar convencer a productores de que la saquen adelante (y si éstos se apellidan Frade, poco puede esperarse).

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