TÍTULO ORIGINAL: Wadjda DIRECCIÓN:
Haifaa Al Mansour GUIÓN: Haifaa Al Mansour MÚSICA: Max Richter FOTOGRAFÍA: Lutz
Reitemeier MONTAJE: Andreas Wodraschke REPARTO: Reem Abdullah, Waad Mohamemed,
Adbullrahman Al Gohani, Ahd, Sultan Al Assaf
Hay obras que adquieren repercusión por elementos exógenos a ellas o,
cuando menos, por las circunstancias de su gestación o por los obstáculos a los
que se enfrentó el artista durante su creación e incluso después de la misma
para lograr su difusión y conocimiento; nuestro juicio puede, valga el juego de
palabras, ser injusto si ignoramos estos datos, ya que cuentan mucho sobre el
resultado final, pero también lo es cuando, en lugar de analizar la obra en sí,
lo que tenemos ante nosotros, la recubrimos de prestigio sólo por el hecho de
haberse enfrentado a la censura, de haber sido prohibida en algunos lugares o
haber sufrido intentos de cancelación y le colgamos un sambenito con el que
tener trascendencia pero hablando más (o únicamente) sobre ello que sobre sus
virtudes y/o excelencias. Así, por ejemplo, hubo una corriente lógica de
simpatía hacia el filme Yol. El camino (1982),
que algunos convirtieron en bandera ideológica e impusieron como título de
culto al que venerar ya que cualquier crítica (por muy bienintencionada y
argumentada que estuviese) era considerada traición y crimen de lesa majestad;
el gobierno turco intentó por todos los medios interrumpir e impedir el rodaje
de la misma, dándose la circunstancia de que el guionista y director Yilmaz
Güney se encontraba en prisión, sustituyéndole sobre el terreno Serif Gören,
quien siguió el detallado storyboard que le suministró Güney. Vista hoy en día,
a pesar de sus muchas virtudes, no cabe duda que la Palma de Oro recibida en
Cannes le viene un tanto grande (compartida además con Desaparecido (1982), una cinta que sigue resultando escalofriante y
poderosa), pero respondía más a un posicionamiento del jurado en favor de la
libertad de expresión y de la censura a los totalitarismos que al deseo de
premiar lo meramente cinematográfico. Lo ideal, de todos modos, sería que la
creación no tuviese tantas cortapisas, tantos tribunales, tantos despachos,
tantos intereses, tantas mendacidades, tantos tributos que pagar para llegar
hasta las únicas personas con verdadera potestad para decidir si les gusta o no,
si les complace o no, si lo adquieren o no, es decir, el público (mientras las
decisiones de publicar, rodar, promocionar, informar, recaigan en personas sin
los conocimientos adecuados, sin la formación precisa, artistas frustrados en
su mayoría que se atreven a enmendar la plana a muchos de los que pasarán a los
libros de Historia –mientras de los nombres de los otros nadie se acordará,
aunque sería justo y necesario que quedasen para que las generaciones venideras
recuerden comportamientos que no deberían quedar impunes-, no conseguiremos
llegar al nivel idóneo, al mínimo del que no deberíamos descender).
El caso es que llega una película desde Arabia Saudí, y es una noticia
para congratularse puesto que es un país en el que el cine está prohibido (se
considera una ventana a otros mundos, a perversiones, a realidades que no deben
ni conocerse ni compartirse ni desearse) y, para rizar el rizo, está dirigida
por una mujer, con todas las implicaciones religiosas, sociales y políticas que
eso conlleva; pero lo más estimulante del asunto es que La bicicleta verde es en sí misma una obra artística muy a tener en
cuenta, sobre todo porque hace una clara y contundente denuncia del yugo bajo
el que se vive en aquel país (poniendo el acento, por supuesto, en la condición
femenina, inexistente y sepultada bajo el peso de una religión omnipresente llena
de prohibiciones y castigos, que cosifica a la mujer y no le concede verdadera
entidad), pero lo hace desde un tono mesurado, contenido, ligero, de agradable
comedia que no necesita cargar las tintas ni abusar de la ironía o de la
ridiculización, ya que confía en la inteligencia del espectador, en su amplitud
de miras, y sobre todo en el material que maneja, en la historia que cuenta y
en el carisma a prueba de bombas de su protagonista, todo un descubrimiento,
una actriz sólida que da mil vueltas a nombres como Abigail Breslin, Dakota
Fanning y por ahí: Waad Mohammed. Pudiendo establecer casi desde el principio
los hilos que la unen a la estremecedora Osama
(2003) o la espléndida Buda explotó
por vergüenza (2007), La bicicleta
verde toma muy pronto su propio rumbo al colocar en el centro de la acción
a una niña que, sencillamente, sin anhelos revolucionarios, sin ganas de
conflicto, sin pretender remover los cimientos de su sociedad, quiere poder
jugar y hacerlo con lo que le apetece no con lo que marca la tradición y la
férrea disciplina que la sojuzga por el mero hecho de ser mujer; sin duda, que
el juguete codiciado sea una bicicleta es una metáfora muy acertada e idónea,
puesto que ha sido (y parece que en gran parte sigue siendo) el más deseado por
los chavales de cualquier lugar (no podemos dejar de mencionar a Zipi y Zape
coleccionando los vales que les suministraba don Pantuflo), ese que ayuda a
sentirse libre, que dota de autonomía, que invita a seguir camino.
Lo más plausible del filme es con qué pocos pero precisos trazos dibuja
la directora y guionista, Haifaa Al Mansour, los diferentes caracteres de las mujeres
que centran su atención y cómo los personajes masculinos tienen entidad,
autenticidad, son creíbles e incluso simpáticos (algunos en ocasiones, otros en
todo momento, es decir, son roles positivos), evitando errores y maniqueísmos
recurrentes en títulos de este tipo y que terminan por trabajar en contra de
las buenas intenciones primigenias. Como se ha dicho, Waad Mohammed es un
auténtico prodigio que devora todo y a todos porque es fotogénica hasta decir
basta, poseedora de innumerables recursos y de una simpatía que arrasa, que
cautiva, que llega a conmover y que sobre todo divierte por cómo maneja los
hilos y engatusa a cualquiera con tal de comprar esa bicicleta verde que ha
pedido le reserven por mucho que las mujeres no puedan usar ese medio de
locomoción. Junto a ella, Reem Abdullah compone una madre que bascula entre la
obediencia debida y la comprensión, que no desea para su hija un futuro que
reproduzca la que es su realidad (su marido busca una segunda esposa ya que
ella no podrá darle el deseado hijo varón), un personaje que siempre se mueve
en una difusa frontera, a punto de consentir que las lágrimas la desborden y la
pena la inunde, que no quiere llamar la atención y por eso reprende a su hija,
pero que comprende que sólo las nuevas generaciones pueden dar un giro al timón
y que deben empezar por cosas tan intrascendentes como los juegos; Adbullah
economiza recursos para dolernos y sacudirnos con honestidad, transmitiendo el
infierno interior, cuyas llamas la atacan con virulencia, con talante de gran
actriz. Y cerrando el triángulo femenino, Ahd encarna a la directora del
colegio de Wadjda, férrea defensora de los valores que deben conducir la vida
(llamémoslo así) de una mujer saudí y que, sin embargo, respetando los cánones
establecidos, se presenta con una apariencia muy occidentalizada, elegante y coqueta,
mostrando Al Mansour de ese modo cómo las clases privilegiadas siempre salen a
flote y mantienen su estatus exigiendo a los demás el cumplimiento de unos
preceptos que ellas no siguen al cien por cien, pero que castigan sin remisión
y recreándose en la suerte cuando alguien osa desobedecerlos (y cómo están
dispuestas a acoger en su redil a la que consideran oveja descarriada cuando
piensan que regresa –sin darse cuenta de que, como expresó Mari Trini en una de
sus muchas grandes canciones, la niña protagonista se convierte en la mejor
creyente tan sólo para ganar el concurso que le posibilite el dinero necesario
para hacerse con la bicicleta-, cuando creen que es de las suyas).
El dúo que Waad Mohammed forma con Adbullrahman Al Gohani, quien
interpreta a su compañero de juegos y latente enamorado, heredero de una buena
familia, sabedor de sus obligaciones pero dispuesto a saltárselas por
complicidad y cariño por su amiga, ofrece algunos de los momentos más
hilarantes y entrañables del cine de los últimos tiempos sin necesidad de
sensiblería o infantilizaciones y, al mismo tiempo, ayuda al objetivo final de
la directora, que no es otro que el de exponer la necesidad de cambios, que las
creencias pertenecen al ámbito privado, al interior de cada uno, y que no deben
ser impuestas ni, mucho menos, consentidoras del maltrato, vejación y anulación
de una parte de la sociedad. Ojalá dentro de poco películas así no sean necesarias
y no necesiten de una publicidad extra para llegar a su destino natural: las
salas de cine (dato indicativo de que hay otros y otras cineastas que, sin
tener que huir de Arabia Saudí, pueden contar sus inquietudes, sus deseos, sus
historias).
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