TÍTULO ORIGINAL: The
Danish Girl DIRECCIÓN: Tom Hooper GUIÓN: Lucinda Coxon (basado en la novella
homónima de David Ebershoff) MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Danny Cohen
MONTAJE: Melanie Oliver REPARTO: Eddie Redmayne, Alicia Vikander, Matthias Schoenaerts,
Amber Heard, Ben Whishaw, Sebastian Koch
Hay obras de arte que pueden ser comentadas,
consideradas, aplaudidas o reprobadas sólo por lo que reproducen, por el asunto
de que se ocupan, por lo que narran, por lo que proponen, por lo que sacan a la
luz, quedándonos así en la superficie, incluso en aquello que no la caracteriza
como creación, sin entrar en sus méritos o deméritos (depende, como siempre, de
cada uno) mera y puramente artísticos, primando otras consideraciones, el
subtexto, el pretexto, las ideas que se pretenden transmitir, la toma de
partido del creador, elementos que, sin duda, influyen en el devenir de la
obra, en el resultado final, pero que nos hacen posicionarnos e incluso
polarizar nuestra opinión olvidando lo básico, es decir, qué nos parece la (en
este caso) película en sí. Por eso mismo, y por la afición a las etiquetas (que
no sólo prejuzga sino que expresa nuestro sentir más íntimo, nuestras
querencias en política, nuestras predilecciones, nuestro modo de ver el mundo,
nuestra cerrazón, nuestros fanatismos, nuestros lavados de cerebro), en muchos
casos La chica danesa se ha englobado
dentro de lo que algunos consideran moda (y lo cierto es que hay quien se
aprovecha de ello para sacar rédito o unirse al carro con el único interés de
recaudar) puesto que en estos últimos meses son varios los filmes estrenados en
EEUU que se han reunido bajo la categoría de “cine homosexual” por el mero
hecho de contar historias centradas en personajes con esa orientación sexual,
sin analizar ningún otro detalle, diciendo tres o cuatro frases sobre
“visualización”, “normalización”, “reivindicación” y otras palabras a las que
se imprime una sonoridad muy marcada que a algunos hacen sentir importantes, a
otros solidarios y a muchos da urticaria (por no hablar de otros síntomas más
notorios y peligrosos por las acciones que provocan). Durante mucho tiempo no
se pudieron contar determinadas historias, dramas que se vivían detrás de los
visillos y que devenían en tragedia en demasiadas ocasiones, felicidades que
sólo podían gozarse con sordina, ocultándose, provocando traumas,
insatisfacciones, angustias, odios propios y ajenos, por fin puede alzarse la
voz para reivindicar a los valientes, a los héroes que se la jugaron para poder
amar sin tener que sentirse culpables por ello, que no se autocensuraron ni
reprimieron, que dieron un paso al frente y se reivindicaron, que no se
ocultaron en aras de conseguir lo que sentían en su interior como su única
verdad, soportando estigmatizaciones, persecuciones, palizas, insultos,
crímenes, demostrando que no valía la pena vivir resignándose, mintiéndose a sí
mismos, atrapados en un cuerpo que sentían como ajeno puesto que en su mente y
en su corazón habitaba una persona del sexo contrario, atrapados en una
cotidianidad que sólo les aceptaba bajo el disfraz de lo socialmente aceptado
como “normal y conforme a la moral reinante”, pero este movimiento (si puede
ser considerado tal, en realidad son diferentes artistas abordando el mismo
asunto o partiendo de premisas similares para desarrollar su propia obra
-aunque siempre haya concomitancias, similitudes, también plagios y copias,
claro-) es tan sólo un reflejo de la imprescindible diversidad de miras que
debe reinar en cualquier sociedad y que, por supuesto, debe reflejarse en el
arte. Son ese tipo de visiones sesgadas y reduccionistas que llegan desde las
cavernas más profundas las que meten en el mismo saco (y así provocan confusión
y, tal vez, hastío previo en ese público fiel al que siguen manejando e
imponiendo su criterio -o falta del mismo si nos atenemos a cómo define el DRAE
el término-) títulos tan dispares como éste del que vamos a hablar a
continuación, la obra maestra que Todd Haynes ha filmado como Carol (inspirada en la novela de Patricia
Highsmith que en inglés se titula El
precio de la sal), el próximo a estrenarse Freeheld, algún otro que aún espera fecha e incluso Spotlight,
única cinta que ha conseguido colarse en la categoría principal de los próximos
Oscar tocando un asunto espinoso y que no agrada a los reaccionarios que,
todavía, mantienen altas cotas de poder (mucho acusar a la Academia de racista -algo,
por otra parte, que se ha venido demostrando a lo largo de los años y que recae
directamente en aquellos que tienen derecho a voto y de alguna manera a veto-,
un victimismo que, aún con base real, pone en cuestión el talento de gentes que
han sido galardonadas y la pertinencia de esos galardones, ya no queda claro si
los merecimientos son tales o tan sólo cuestión del color de la piel y
arrincona el malestar o las demandas de otras minorías -circunscrita, por
cierto, la queja pública con amenaza de boicot y que obliga a la Academia a
disculparse y buscar subterfugios para intentar sofocar la rebelión a los
premios relativos a dirección e interpretación, no sabemos si los de guión,
fotografía y demás son más paritarios, diríase que eso importa poco porque los
que acaparan flases y cámaras, los que aparecen en las portadas son los
famosos-).
Pero, en realidad, flaco favor haríamos a La chica danesa (o a Carol o a cualquier otro título que
pueda ser susceptible de ello) si la
convirtiéramos en la abanderada de una causa y la dejásemos en icono de la
lucha y reivindicaciones que aún quedan por hacer, puesto que la mayor grandeza
del espléndido filme de Tom Hooper es la de ser militante sin necesidad de
estridencias, de subrayados obvios, de cargar las tintas en lo patente,
exponiendo, narrando una historia, sin dogmatismos ni consignas, conquistando
al espectador con elegancia y exquisitez (el que va de casa con ánimo
combativo, con el prejuicio grabado a fuego, como enemigo furibundo, el que se
cree en posesión de la verdad queda fuera de antemano por propia decisión o
imposición), apoyado en un inteligente y equilibrado guión de Lucinda Coxon
(inspirado en la primera novela de David Ebershoff) que encuentra en Eddie
Redmayne el intérprete idóneo para desplegar encanto, empatía, vulnerabilidad, para
provocar (en el sentido más primigenio del término) al espectador, para
interesarlo, para involucrarlo. El modo en que el actor británico se ha ido
despojando de tics, de artificio, de rimbombancia para llegar a lo más hondo de
algunos de sus últimos personajes asombra y anonada porque podrían ser
proclives a un despliegue desmesurado, a una afectación sin freno, a un
histrionismo patético, pero, después de su emotivo rol en Mi semana con Marilyn (2011), dejando atrás un rosario de
interpretaciones forzadas y sin control (que, por desgracia, no ha abandonado
del todo -Los Miserables (2012), El destino de Júpiter (2015)-, Redmayne
dio muestras de una clase interpretativa como sólo puede darse en su país de
origen al ofrecer una contención vibrante, una expresividad medida que
encontraba desarrollo en sus ojos y sonrisa, sin necesitar nada más que la
ductilidad de su cuerpo, incorporando cada movimiento con un sentido, con un
porqué, con un contenido, sin alardes ni exhibicionismos huecos e irritantes, ofreciendo
un auténtico recital precisamente porque no lo parecía, porque fluía, porque
fue Stephen Hawking en La teoría del todo
(2014) y sólo él podía conseguir que la legión de admiradores del
prodigioso Benedit Cumberbatch aplaudiésemos felices aunque nuestro favorito se
quedase sin el Oscar que todos le dábamos de corazón por su magnífico Alan
Turing en Descifrando Enigma (2014).
Ahora, bajo la batuta de un Tom Hooper que ha olvidado sus complejos y no
desvirtúa las imágenes para huir del academicismo y clasicismo del que muchos
le han acusado y que, sin embargo, evitaba a toda costa en El discurso del rey (2010) -precisamente su dirección, por mucho
que la Academia la distinguiese, era la mayor rémora, un error que rebajaba la
calidad del conjunto, excepción hecha de la esplendorosa secuencia que sirve
como título-, la miniserie Elizabeth I (2005)
y que convertiría Los Miserables en
un espectáculo grotesco y a ratos intolerable, un Tom Hooper que filma con sumo
cuidado, dotando a la historia de la atmósfera adecuada, captando el aire de
una época, asomándose a las sensaciones y emociones de los personajes con
prudencia, enmarcando a sus actores con gusto y refinamiento pero sin recargar,
aprovechando la sabiduría que aportan la fotografía de Danny Cohen (menospreciada
en los Oscar -algunos siempre tienen a mano el epíteto que acusa a creaciones
de este tipo de “academicismo trasnochado”, cuando en realidad los que votan en
esta categoría suelen ignorar trabajos tan preciosistas y sutiles-), el
vestuario de Paco Delgado (imprescindible para poder trazar con precisión y de
un plumazo la psicología del rol central, un trabajo impresionante), la dirección
artística y decorados de Eve Stewart, Michael Standish y sus respectivos
equipos, sumergiéndose en la primorosa partitura de Alexandre Desplat para que
cada nota encaje en la imagen adecuada y viceversa, ahora, decíamos, Tom Hooper
permite y consiente que Eddie Redmayne alcance cotas de delicadeza difícilmente
superables que deberían conducirle sin paliativos ni excusas hacia su segundo
Oscar consecutivo, puesto que merece igualar la gesta del magnífico Spencer
Tracy y hacernos olvidar el bochorno de que sea Tom Hanks el único que hasta el
momento comparte ese honor -porque comparar al Manuel de Capitanes intrépidos (1937) y al padre Flanagan de Forja de hombres (1938) con el Andrew
Beckett de Philadelphia (1993) y el
Forrest Gump homónimo de su película es como para salir corriendo-.
Einar Wegener era un pintor de éxito en la
Dinamarca de los años 20 del siglo pasado, quien, a instancias de su esposa, la
también pintora Gerda Wegener, posó para esta ataviado como una mujer ocupando
el puesto de una modelo que no compareció a la sesión. El contacto con esas
prendas despierta su auténtica conciencia, esa que le hace crear y desarrollar su
verdadera personalidad, Lili Elbe, la mujer en que Einar se fue convirtiendo,
siendo la primera persona en el mundo que reasignó su sexo e incluso obtuvo un
pasaporte con el nombre con el que quería ser llamada, falleciendo a causa de
las complicaciones de la quinta y última operación de lo que en aquel momento
era una cirugía desconocida y de alto riesgo. El modo en que Redmayne empieza a
acariciar la ropa, cómo su cuerpo se acopla a la misma, el placer que
experimenta, cómo se va descubriendo a sí mismo, la naturalidad con que se
acepta y, aunque consciente de los obstáculos e incomprensión que va a
encontrar, opta por dejar brotar a Lili y se presenta como mujer en sociedad, todo
lo que el actor muestra en pantalla es un prodigio de sensibilidad y
sensualidad, sin olvidar cómo expresa sus miedos, sus dudas, sus extrañezas e
incluso aquello a lo que no sabe poner palabras con apenas un gesto pero
consiguiendo que conozcamos el recoveco más oculto e inexplorado del alma de su
personaje. Junto a él, Alicia Vikander demuestra su capacidad para emocionar
con poco más que un breve y controlado mohín, el modo en que contempla a Eddie
Redmayne es deslumbrante, el amor que expresa con cada poro de su piel conmueve
y sacude, admira por su solidez y verdad, alterna estados de ánimo con suma
facilidad sin resultar jamás inadecuada o fuera del tono general, la actriz
sueca se gradúa con todos los honores aunque no deben desdeñarse ni olvidarse
sus interpretaciones en Un asunto real (2012)
o Anna Karenina (2012), es a ratos
una brisa refrescante, otros un vendaval atormentado, en todo momento una mujer
que ama a la persona que tiene a su lado y que desmonta prejuicios, mentes
biempensantes, cortedad de miras. La
chica danesa es, sobre todo, una conmovedora y ejemplar historia que
remueve conciencias desde su calma escénica, desde su exquisitez formal, desde
la elegancia con que desarrolla su tesis (porque la tiene, pero no hace falta
que la explique: se percibe en cada imagen) con el concurso de intérpretes
sobresalientes que nos tocan las fibras precisas para convertirnos en sus
cómplices.
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