martes, 30 de agosto de 2016

"LA LEYENDA DE TARZÁN": PARA GRITAR (Y NO DE ALEGRÍA)






TÍTULO ORIGINAL: The Legend of Tarzan DIRECCIÓN: David Yates GUIÓN: Adam Cozad, Craig Brewer (basado en las historias creadas por Edgar Rice Burroughs) MÚSICA: Rupert Gregson-Williams FOTOGRAFÍA: Henry Braham MONTAJE: Mark Day REPARTO: Alexander Skarsgard, Samuel L. Jackson, Margot Robbie, Christoph Waltz, Djimon Hounsou

   El arte está (o debe estarlo) en constante evolución, en permanente renovación, en movimiento, añadiendo, oxigenando, especulando, probando, recuperando, superando, pero no con el ánimo de negar, destruir, anular, arrinconar, arrasar lo pasado, sustituirlo, menospreciarlo, sino estableciendo un necesario diálogo con lo que, se quiera o no, se reconozca u obvie, está en los cimientos, en la base, en el impulso que lleva a un artista a buscar y encontrar su propio camino, más o menos lejano del anterior, contradiciéndolo, oponiéndose, socavando, pero sin borrarlo de un plumazo, las revoluciones culturales pasan a la historia y dejan sentir su influencia mucho tiempo después, no pierden vigencia ni auténtica modernidad, son tales revoluciones precisamente porque hablan directamente con sus antecedentes, con sus iguales aunque fuesen diferentes, porque miran cara a cara a los clásicos a los que puede que pretendan derrocar, pero ya sólo esa oposición (ese, si se quiere, anhelo freudiano que supone “matar al padre”, aunque sólo sea metafóricamente, en el sentido de volar libre o alejado de las imposiciones, cánones, obligaciones, dogmas inamovibles) deja patentes el magisterio, la escuela, las enseñanzas recibidas, el aprendizaje necesario, conocer las fuentes y respetarlas. Cada época tiene sus personajes, sus hitos, sus historias, sus obras, por mucho que hundan profundamente sus raíces en lo que se ha sancionado y consolidado como clásico, en lo que no ha sido olvidado ni ha quedado sepultado por el silencio, por la ignorancia, por ceguera de muchos, por inconstancia de otros, por diferentes circunstancias, o quizás sean estas creaciones contemporáneas las que saquen a la luz a artistas desconocidos para el gran público, gentes ignoradas que reclaman y consiguen la atención que no se les dispensó en su momento (aunque siempre sea preferible que se reediten, que se difundan, que recuperemos su obra y no, la mayoría de las veces, un triste remedo o plagio descarado oculto en el hecho de que muy pocos pueden advertirlo), pero, tengan el punto de partida que tengan, algunas de estas creaciones logran convertirse en categoría propia, se les identifica a las primeras de cambio, no sustituyen a nadie, se suman al listado.
   Aunque no es reciente, hay cada vez una tendencia más acusada a repetir las mismas películas, a actualizar (o no) lo que no lo necesita, es como si cada cierto tiempo alguien reescribiese Madame Bovary (hablamos de la novela, claro, olvidemos adaptaciones cinematográficas de tan escaso brío como la perpetrada por Sophie Barthes con el concurso de la inexpresiva Mia Wasikowska) o Don Quijote de la Mancha o Hamlet, proclamando que cada generación necesita el suyo propio, como si Flaubert, Cervantes o Shakespeare no fuesen hoy en día lecturas vibrantes, impactantes, como si sólo fuesen interesantes como objeto de estudio (si acaso), como una muestra arqueológica, como un vestigio de lo anterior; es como si, ciñéndonos al cine, hubiese que volver a rodar Lo que el viento se llevó (1939) (toquemos madera, no demos más malas ideas: está a punto de llegar un Ben-Hur para el siglo XXI -si William Wyler consiguió 11 Oscar con el remake de una cinta silente, ¿para qué meterse en camisas del mismo número de varas? Aunque para imitar sin querer reconocerlo o vendiendo como novedoso lo que constituye una mera copia, es más ético aprovecharse de un nombre que provoca tantas evocaciones en el público de cierta edad-, Los siete magníficos -de nuevo el remake de un remake- volverán a cabalgar en breve y han conseguido que Ethan Hawke se lleve a casa un Premio Donostia), o hacer lo propio con Eva al desnudo (1950), El gran dictador (1940) e incluso ¡Bienvenido, Mr. Marshall! (1952), que se piense (o constate) que el público más joven rechaza una cinta en blanco o negro o desprecia (ni siquiera conoce en la gran mayoría de los casos) aquellas rodadas, pongamos, hace quince años y de ahí para atrás, esa reflexión (y realidad) debería hacernos replantear el modo (o la ausencia del mismo) en que se transmite el arte de generaciones anteriores, por qué (con la inestimable colaboración de una serie televisiva de animación -aunque al personaje ya lo conocíamos, gracias precisamente a aquello a lo que ahora nos referimos-) fue posible que el Tarzán encarnado por Johnny Weismüller en la gran pantalla a partir de 1932 fuese el héroe de padres e hijos, alegrando muchas sobremesas y programas dobles en cines de barrio de aquellos cuarentañeros que hoy seguimos recuperando con emoción y gozo alguno de los títulos que el que fuese primero campeón olímpico protagonizó junto a Maureen O´Sullivan, si consideramos esas cintas como algo propio aunque nos llegasen como reposiciones, alguien debería recapacitar e intentar desentrañar por qué antes era tan sencillo el trasvase y ahora recibir esa herencia se considera imposible, optando por filmar de nuevo lo ya rodado “para acercarlo al público de hoy”. Si se dio un paso más en el tratamiento cinematográfico del personaje con Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos (1984) y tuvo bastante buena aceptación porque, al fin y al cabo, contaba la historia desde otra perspectiva, incorporando elementos ignorados o apenas esbozados en versiones anteriores, es rizar el rizo presentar ahora, treinta años después (al margen de que ha habido constantes resurrecciones, incluyendo la -muy aburrida- llevada a cabo por Disney), de nuevo al Tarzán aristócrata (si bien es cierto que la historia que se nos presenta, prácticamente con el mismo título que la protagonizada por Christopher Lambert, arranca después de que terminase la narrada por Hugh Hudson), pero para poder hablar de novedad, renovación, marcar diferencias, no ser considerada una mera copia, se opta por mezclar ingredientes, por recurrir a la imagen icónica que está en la memoria de los cinéfilos, por acercarse todo lo que puede (o pretenderlo) a las películas fundacionales, aunque más allá de lo meramente técnico (treinta años se notan), en realidad se sigue bastante más de lo que se quiere reconocer el esquema de la anterior (no en vano, aunque sea lejanamente, todos beben de la obra de Burroughs -los que menos los de los años 30, las cosas como son, por eso consiguieron ser imbatibles-).
   El máximo responsable (con Steve Kloves como cómplice reincidente y algunos otros más) de haber transformado los emocionantes y espléndidos libros de J. K. Rowling con Harry Potter como protagonista (aunque no conviene olvidar que la autora supervisó la saga cinematográfica, pero tal vez estaba más pendiente de los ceros de cada cheque que de vigilar y cuidar a sus criaturas) en una sucesión de efectos especiales sin alma, usados sin criterio, vaciando de contenido y sentido peripecias y personajes (algo notorio, no puede negarse, desde Harry Potter y la piedra filosofal (2001), infantilizando lo que estaba magníficamente escrito para ser interpretado en diferentes códigos, olvidando que, aunque las primeras tengan un cierre, las siete novelas están conectadas y no se puede escribir un guión como si no hubiese otras después, algunas aún sin publicar en aquel 2001 en que Chris Columbus trivializaba lo que en letra impresa era un divertimento sin límite), aquel David Yates incapaz de insuflar ritmo ni interés a casi diez horas de metraje repartidas en cuatro películas (y que, ¡oh, desgracia!, regresa al universo potteriano con Animales fantásticos y dónde encontrarlos, de próximo estreno, y de la que ya se anuncia una secuela que también filmará el buen señor), ese de quien venimos hablando es el mismo que deja a las claras sus clamorosas carencias a la hora de provocar tensión, épica, aliento aventurero, fracasa estrepitosamente tanto en las partes más tributarias de Hugh Hudson como, especialmente, en intentar revivir aquel espíritu si se quiere naif, elemental pero enormemente efectivo, de los filmes de Weismüller, esos que resulta ver sin una sonrisa permanente dibujada en el rostro. Cogiendo de aquí y de allá, igual imita (intenta, más bien) los logros de las nuevas películas del planeta de los simios (que han convencido, precisamente, a gran parte de los admiradores de la impresionante filmada por Franklin Schaffner en 1968), que explora la infancia de Tarzán (pero como si estuviese obligado a ello, sin fuelle ni emotividad), quiere ser una aventura intrascendente pero apasionante (si cree que es un oxímoron es porque no conocen el original) pero se mueve con torpeza y lentitud, haciendo pesar cada minuto como si fuesen horas. A todo ello coadyuvan bastante la inexpresividad de Alexander Skarsgard, poseedor de un físico espectacular al que aquí (y mira que es necesario) no se saca partido (y no se habla de belleza, sino del poderío, fortaleza, agilidad, despliegue que Tarzán debe hacer), una Margot Robbie que incorpora una Jane muy descafeinada, con poco encanto y ningún aprovechamiento cómico, un Christoph Waltz que, una vez más, se copia a sí mismo, rebajando en cada cinta las calidades desplegadas en Malditos bastardos (2009), pudiendo prever cada gesto e inflexión de voz, y un Samuel L. Jackson que, al igual que su compañero, repite hasta la saciedad, por mucho que parezca otra cosa, el rol que le lanzó a la fama en Pulp Fiction (1994), incluso el propio Tarantino así se lo ha exigido a ambos en alguna ocasión, especialmente al Waltz de Django desencadenado (2012), innecesario Oscar por hacer (y más exagerado, recurriendo sin recato a la brocha gorda) lo mismo que ya se había premiado. Si éste es el Tarzán que han de conocer (y hacer suyo) las nuevas generaciones, podríamos vaticinar que el personaje muere en este momento, difícil comprender el porqué de su permanencia, nadie podrá interesarse por sus orígenes ante cinta tan anodina y plúmbea, mal lo tienen si pensaban revitalizar la serie (y peor lo tenemos los espectadores si, a pesar de todo o porque la taquilla así lo sancione, se obstinan en seguir filmando más de lo mismo y con este reparto -aunque el que suscribe no es un gran seguidor de la serie Bond, nadie puede negar que, respetando ciertas convenciones propias, un determinado estilo, intentando sobre todo no defraudar ni indignar a los fans, han sabido ir evolucionando con el tiempo y manteniendo al personaje en buena forma comercial y artística-).

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