TÍTULO ORIGINAL: The Legend of Tarzan
DIRECCIÓN: David Yates GUIÓN: Adam Cozad, Craig Brewer (basado en las historias
creadas por Edgar Rice Burroughs) MÚSICA: Rupert Gregson-Williams FOTOGRAFÍA:
Henry Braham MONTAJE: Mark Day REPARTO: Alexander Skarsgard, Samuel L. Jackson,
Margot Robbie, Christoph Waltz, Djimon Hounsou
El
arte está (o debe estarlo) en constante evolución, en permanente renovación, en
movimiento, añadiendo, oxigenando, especulando, probando, recuperando,
superando, pero no con el ánimo de negar, destruir, anular, arrinconar, arrasar
lo pasado, sustituirlo, menospreciarlo, sino estableciendo un necesario diálogo
con lo que, se quiera o no, se reconozca u obvie, está en los cimientos, en la
base, en el impulso que lleva a un artista a buscar y encontrar su propio
camino, más o menos lejano del anterior, contradiciéndolo, oponiéndose,
socavando, pero sin borrarlo de un plumazo, las revoluciones culturales pasan a
la historia y dejan sentir su influencia mucho tiempo después, no pierden vigencia
ni auténtica modernidad, son tales revoluciones precisamente porque hablan
directamente con sus antecedentes, con sus iguales aunque fuesen diferentes,
porque miran cara a cara a los clásicos a los que puede que pretendan derrocar,
pero ya sólo esa oposición (ese, si se quiere, anhelo freudiano que supone
“matar al padre”, aunque sólo sea metafóricamente, en el sentido de volar libre
o alejado de las imposiciones, cánones, obligaciones, dogmas inamovibles) deja
patentes el magisterio, la escuela, las enseñanzas recibidas, el aprendizaje
necesario, conocer las fuentes y respetarlas. Cada época tiene sus personajes,
sus hitos, sus historias, sus obras, por mucho que hundan profundamente sus
raíces en lo que se ha sancionado y consolidado como clásico, en lo que no ha
sido olvidado ni ha quedado sepultado por el silencio, por la ignorancia, por
ceguera de muchos, por inconstancia de otros, por diferentes circunstancias, o
quizás sean estas creaciones contemporáneas las que saquen a la luz a artistas
desconocidos para el gran público, gentes ignoradas que reclaman y consiguen la
atención que no se les dispensó en su momento (aunque siempre sea preferible
que se reediten, que se difundan, que recuperemos su obra y no, la mayoría de
las veces, un triste remedo o plagio descarado oculto en el hecho de que muy
pocos pueden advertirlo), pero, tengan el punto de partida que tengan, algunas
de estas creaciones logran convertirse en categoría propia, se les identifica a
las primeras de cambio, no sustituyen a nadie, se suman al listado.
Aunque no es reciente, hay cada vez una tendencia más acusada a repetir
las mismas películas, a actualizar (o no) lo que no lo necesita, es como si
cada cierto tiempo alguien reescribiese Madame
Bovary (hablamos de la novela, claro, olvidemos adaptaciones cinematográficas
de tan escaso brío como la perpetrada por Sophie Barthes con el concurso de la
inexpresiva Mia Wasikowska) o Don Quijote
de la Mancha o Hamlet,
proclamando que cada generación necesita el suyo propio, como si Flaubert,
Cervantes o Shakespeare no fuesen hoy en día lecturas vibrantes, impactantes,
como si sólo fuesen interesantes como objeto de estudio (si acaso), como una
muestra arqueológica, como un vestigio de lo anterior; es como si, ciñéndonos
al cine, hubiese que volver a rodar Lo
que el viento se llevó (1939) (toquemos madera, no demos más malas ideas:
está a punto de llegar un Ben-Hur para
el siglo XXI -si William Wyler consiguió 11 Oscar con el remake de una cinta
silente, ¿para qué meterse en camisas del mismo número de varas? Aunque para
imitar sin querer reconocerlo o vendiendo como novedoso lo que constituye una
mera copia, es más ético aprovecharse de un nombre que provoca tantas
evocaciones en el público de cierta edad-, Los
siete magníficos -de nuevo el remake de un remake- volverán a cabalgar en
breve y han conseguido que Ethan Hawke se lleve a casa un Premio Donostia), o
hacer lo propio con Eva al desnudo (1950),
El gran dictador (1940) e incluso ¡Bienvenido, Mr. Marshall! (1952), que
se piense (o constate) que el público más joven rechaza una cinta en blanco o
negro o desprecia (ni siquiera conoce en la gran mayoría de los casos) aquellas
rodadas, pongamos, hace quince años y de ahí para atrás, esa reflexión (y
realidad) debería hacernos replantear el modo (o la ausencia del mismo) en que
se transmite el arte de generaciones anteriores, por qué (con la inestimable
colaboración de una serie televisiva de animación -aunque al personaje ya lo
conocíamos, gracias precisamente a aquello a lo que ahora nos referimos-) fue
posible que el Tarzán encarnado por Johnny Weismüller en la gran pantalla a
partir de 1932 fuese el héroe de padres e hijos, alegrando muchas sobremesas y
programas dobles en cines de barrio de aquellos cuarentañeros que hoy seguimos
recuperando con emoción y gozo alguno de los títulos que el que fuese primero
campeón olímpico protagonizó junto a Maureen O´Sullivan, si consideramos esas
cintas como algo propio aunque nos llegasen como reposiciones, alguien debería
recapacitar e intentar desentrañar por qué antes era tan sencillo el trasvase y
ahora recibir esa herencia se considera imposible, optando por filmar de nuevo
lo ya rodado “para acercarlo al público de hoy”. Si se dio un paso más en el
tratamiento cinematográfico del personaje con Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos (1984) y tuvo
bastante buena aceptación porque, al fin y al cabo, contaba la historia desde
otra perspectiva, incorporando elementos ignorados o apenas esbozados en
versiones anteriores, es rizar el rizo presentar ahora, treinta años después (al
margen de que ha habido constantes resurrecciones, incluyendo la -muy aburrida-
llevada a cabo por Disney), de nuevo al Tarzán aristócrata (si bien es cierto
que la historia que se nos presenta, prácticamente con el mismo título que la
protagonizada por Christopher Lambert, arranca después de que terminase la
narrada por Hugh Hudson), pero para poder hablar de novedad, renovación, marcar
diferencias, no ser considerada una mera copia, se opta por mezclar
ingredientes, por recurrir a la imagen icónica que está en la memoria de los
cinéfilos, por acercarse todo lo que puede (o pretenderlo) a las películas
fundacionales, aunque más allá de lo meramente técnico (treinta años se notan),
en realidad se sigue bastante más de lo que se quiere reconocer el esquema de
la anterior (no en vano, aunque sea lejanamente, todos beben de la obra de
Burroughs -los que menos los de los años 30, las cosas como son, por eso
consiguieron ser imbatibles-).
El
máximo responsable (con Steve Kloves como cómplice reincidente y algunos otros
más) de haber transformado los emocionantes y espléndidos libros de J. K.
Rowling con Harry Potter como protagonista (aunque no conviene olvidar que la
autora supervisó la saga cinematográfica, pero tal vez estaba más pendiente de
los ceros de cada cheque que de vigilar y cuidar a sus criaturas) en una
sucesión de efectos especiales sin alma, usados sin criterio, vaciando de
contenido y sentido peripecias y personajes (algo notorio, no puede negarse, desde
Harry Potter y la piedra filosofal (2001),
infantilizando lo que estaba magníficamente escrito para ser interpretado en
diferentes códigos, olvidando que, aunque las primeras tengan un cierre, las
siete novelas están conectadas y no se puede escribir un guión como si no
hubiese otras después, algunas aún sin publicar en aquel 2001 en que Chris
Columbus trivializaba lo que en letra impresa era un divertimento sin límite),
aquel David Yates incapaz de insuflar ritmo ni interés a casi diez horas de
metraje repartidas en cuatro películas (y que, ¡oh, desgracia!, regresa al
universo potteriano con Animales
fantásticos y dónde encontrarlos, de próximo estreno, y de la que ya se
anuncia una secuela que también filmará el buen señor), ese de quien venimos
hablando es el mismo que deja a las claras sus clamorosas carencias a la hora
de provocar tensión, épica, aliento aventurero, fracasa estrepitosamente tanto
en las partes más tributarias de Hugh Hudson como, especialmente, en intentar
revivir aquel espíritu si se quiere naif, elemental pero enormemente efectivo,
de los filmes de Weismüller, esos que resulta ver sin una sonrisa permanente
dibujada en el rostro. Cogiendo de aquí y de allá, igual imita (intenta, más
bien) los logros de las nuevas películas del planeta de los simios (que han
convencido, precisamente, a gran parte de los admiradores de la impresionante
filmada por Franklin Schaffner en 1968), que explora la infancia de Tarzán
(pero como si estuviese obligado a ello, sin fuelle ni emotividad), quiere ser
una aventura intrascendente pero apasionante (si cree que es un oxímoron es
porque no conocen el original) pero se mueve con torpeza y lentitud, haciendo
pesar cada minuto como si fuesen horas. A todo ello coadyuvan bastante la
inexpresividad de Alexander Skarsgard, poseedor de un físico espectacular al
que aquí (y mira que es necesario) no se saca partido (y no se habla de
belleza, sino del poderío, fortaleza, agilidad, despliegue que Tarzán debe
hacer), una Margot Robbie que incorpora una Jane muy descafeinada, con poco
encanto y ningún aprovechamiento cómico, un Christoph Waltz que, una vez más,
se copia a sí mismo, rebajando en cada cinta las calidades desplegadas en Malditos bastardos (2009), pudiendo
prever cada gesto e inflexión de voz, y un Samuel L. Jackson que, al igual que
su compañero, repite hasta la saciedad, por mucho que parezca otra cosa, el rol
que le lanzó a la fama en Pulp Fiction (1994),
incluso el propio Tarantino así se lo ha exigido a ambos en alguna ocasión,
especialmente al Waltz de Django
desencadenado (2012), innecesario Oscar por hacer (y más exagerado,
recurriendo sin recato a la brocha gorda) lo mismo que ya se había premiado. Si
éste es el Tarzán que han de conocer (y hacer suyo) las nuevas generaciones,
podríamos vaticinar que el personaje muere en este momento, difícil comprender
el porqué de su permanencia, nadie podrá interesarse por sus orígenes ante
cinta tan anodina y plúmbea, mal lo tienen si pensaban revitalizar la serie (y
peor lo tenemos los espectadores si, a pesar de todo o porque la taquilla así
lo sancione, se obstinan en seguir filmando más de lo mismo y con este reparto -aunque
el que suscribe no es un gran seguidor de la serie Bond, nadie puede negar que,
respetando ciertas convenciones propias, un determinado estilo, intentando
sobre todo no defraudar ni indignar a los fans, han sabido ir evolucionando con
el tiempo y manteniendo al personaje en buena forma comercial y artística-).
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