DIRECCIÓN: Matías Bize GUIÓN:
Matías Bize, Julio Rojas MÚSICA: Diego Fontecilla FOTOGRAFÍA: Arnaldo Rodríguez
MONTAJE: Valeria Hernández REPARTO: Elena Anaya, Benjamín Vicuña, Néstor
Cantillana, Sergio Hernández, Silvia Marty, Etienne Bobenrieth
La muerte siempre llega a deshora, a traición, golpea por la espalda,
conmociona y aturde por mucho que se la esperase, se las arregla para
desbaratar cualquier planteamiento o composición de lugar, cambia sus ardides,
no vale para nada la experiencia adquirida en trances similares, y si se anhela
su llegada como liberación, como descanso para el que sufre, como inevitable
que es, entonces se refrena, asoma sus fauces para no llega a dar el bocado
completo, se divierte rumiando y prologando la agonía, es cruel, no tiene
misericordia, nada puede hacerse para atenuar los zarpazos profundos en el
corazón de los supervivientes. Si ponemos en duda que en alguna ocasión haya
quien pueda estar “preparado para la muerte” (por acostumbrado, por ley de vida
-como suele decirse-, porque ha dado avisos, por lo que sea), aún lo
afirmaremos con mayor contundencia (y tragedia) si quien fallece es alguien de
corta edad, alguien que en teoría debería hacerlo mucho después, cuando los
mayores no pudieran ser testigos, un joven, un niño, un hijo. El duelo es un
proceso que cada cual hace (y debe hacer) a su modo, no valen esquemas ni
consejos ni escarmientos o aprendizajes en cabeza propia o ajena, cada pérdida
nos coloca de nuevo en la parrilla de salida, cada dolor es diferente por mucho
que se parezca a otros, por mucho que creamos reconocerlo, por muchas heridas
que hayamos restañado antes, por muchas que sigan sangrando con mayor o menor
profusión, el dolor es un enemigo muy poderoso que, además, sabe hacerse
necesario, reconfortante, convertirse en la única opción, en lo único que
resulta válido, el dolor es un parásito que se alimenta de sí mismo, que
transforma cualquier lenitivo en traición, en olvido, en culpa, que compite
contra el de los demás, que exige exhibicionismo, que desgarra aún más si no
emite señales, que se echa en cara, se reprocha su aparente ausencia, el dolor
es un veneno que sabe crear adicción y cuyo síndrome de abstinencia consume con
voracidad, fagocita sin paliativos.
La memoria del agua narra,
precisamente, el enfrentamiento de dos dolores, un matrimonio se resquebraja
literal y anímicamente ante la muerte de su hijo de pocos años, es un acierto
de guión que irrumpamos abruptamente en ese vacío que ambos están intentando
enfrentar, con cuyo peso y profundidad han de acostumbrarse a convivir, que
haya que reconstruir el pasado a través de insinuaciones, palabras, miradas,
gestos y, sobre todo, silencios, que no todo se concrete, que queden preguntas
en el aire, puntos suspensivos, ambigüedades incómodas que nos remueven en la butaca,
inconcreciones que, por otro lado, ayudan a que la losa que ambos protagonistas
soportan y que no les deja salir a flote (metáfora que puede resultar cruel
cuando el niño ha muerto ahogado, pero que se antoja pertinente porque los tres
quedaron atrapados por el agua, cada uno de una manera) se haga aún más
palpable, más sólida, se materialice ante nuestros ojos por los estragos que
provoca, por la incapacidad de reacción de él, por los vaivenes emocionales de
ella, por cómo se convierten en dos desconocidos (quizás no se conocían tanto,
¿terminamos de hacerlo alguna vez, empezando por nosotros mismos?), por cómo
ella no quiere ni tan siquiera sonreír, no quiere continuar en un hogar que ya
no puede ser tal porque si recuperan aunque sea parte de la felicidad, de la
cotidianidad, porque si vuelven a ser una familia sería como desterrar la
memoria del niño, negar su existencia, por cómo él calla, soporta, padece, se
instala en la melancolía, en la lástima, en la autocompasión, en su condición
de doble víctima. Elena Anaya es una buena elección para hacer creíble un
personaje muy contradictorio que a ratos resulta antipático, insoportable, que
provoca distancia por mucho que queramos ponernos en su piel (y el guión lo
consigue con bastante pericia), de quien compartimos su angustia, el agujero
que horada su pecho, pero que causa rechazo con su comportamiento un tanto
veleidoso, buscando oxígeno mientras que se lo niega al que todavía es su
marido, aturdida por el dolor pero empapada del mismo, del suyo, del único que
le parece importante (lo que no es óbice para que el suscribe hubiese preferido
una intérprete con menos tendencia a remarcar la intensidad de sus
sentimientos, sin ojos tan abiertos o constante fruncimiento de labios y
frente). Sin duda, la función se la lleva de calle Benjamín Vicuña gracias una
interpretación muy minimalista, muy controlada sin que se note el esfuerzo,
ofreciendo una apabullante naturalidad, sin recurrir al trazo grueso para crear
empatía o despertar instintos de protección, también en ocasiones nos incomoda
por su inanidad, por su falta de respuesta, por su falta de valor para exigir
respuestas, por su excesiva bondad (ya se señaló que los guionistas saben jugar
con lo ambiguo, con lo ambivalente, nos llevan por los vericuetos de nuestros
propios corazones, por tantos comportamientos que no se saben explicar), pero
imponiéndose con una mirada de infinito y permanente amor, a pesar de las
brumas del dolor, a pesar de no comprender qué sucede (esa extrañeza que
llamamos vivir), sonriendo con nostalgia, con pena, lacerándonos en mayor grado
que si se desmoronase o descompusiese en pantalla.
Matías Bize presenta siempre películas pequeñas, íntimas, sin alharacas,
sin aparentes pretensiones, pero al final revienta las costuras y lo
pretencioso hace acto de presencia, traiciona sus parámetros, su planteamiento,
sus intenciones, se pone enfático y un tanto absurdo (porque no lo necesita).
Sin llegar a los irritantes extremos de la sobrevalorada En la cama (2005) ni a lo pomposo de La vida de los peces (2010), filmes que terminaban
distorsionándose, el primero por querer dar sentido a todo, por boicotear su
intrascendencia y frescura, el segundo por subrayar cada frase, cada momento,
cada secuencia, por cargar las tintas como si el espectador no fuese capaz de
entender la sutileza, forzando las reacciones que se consideran idóneas, sin
dar aire a la platea, en La memoria del agua
(que, como ya se dijo, tiene un guión bastante bien afinado y poco dado a
tremendismos ni dogmatismos artísticos) nos encontramos uno de esos escollos
que parecen insalvables por el momento en el cineasta chileno: una banda sonora
que remarca y explica lo que no es necesario, una música machacona por
insistente y casi omnipresente, una fanfarria que rebaja el trabajo de los
actores y el carácter elíptico del guión, brota de nuevo la necesidad imperiosa
de imprimir intensidad a lo que ya tiene la precisa, porque diríase que el
cineasta (que es también guionista junto a su habitual Julio Rojas) no está
seguro de haber acertado con las imágenes o dudase de la capacidad del público,
porque no logra contener la tentación de señalar dónde se debe llorar, dónde
hay que emocionarse, no se permite que nada fluya. A pesar de estas rémoras,
como la historia es muy poderosa, como sabe tocar determinadas fibras, como
Benjamín Vicuña traspasa la pantalla para inundar nuestros corazones, La memoria del agua es de esas películas
en las que uno sigue pensando tiempo después de haberlas visto (y sigue
perturbando).
No hay comentarios:
Publicar un comentario