miércoles, 10 de octubre de 2012

"BLANCANIEVES": NO HAY PALABRA MAL DICHA...



AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Pablo Berger GUIÓN: Pablo Berger MÚSICA: Alfonso Vilallonga FOTOGRAFÍA: Kiko de la Rica REPARTO: Maribel Verdú, Macarena García, Daniel Giménez Cacho, Ángela Molina

   Se antoja complicado (y sobre todo irreal) hablar de “moda” cuando tan sólo podemos encontrar dos ejemplos de la misma y, además, cada uno ha nacido hace un cierto tiempo y sin tener conocimiento de que había alguien más peleando por el mismo empeño; en todo caso, puestos a analizar en esos términos el estreno de Blancanieves de Pablo Berger, más que empezar a establecer paralelismos con The artist (2011), deberíamos enclavarlo en el año en que se cumplen 75 del estreno de la adaptación que de cómo contaron la historia los hermanos Grimm hizo Walt Disney, revolucionando el séptimo arte tal y como ahora está sucediendo con este regreso a los orígenes: cine mudo y en blanco y negro en pleno siglo XXI. Pero tampoco podemos achacar al director vasco ese oportunismo porque ha sido tan sólo una carambola del destino la que ha motivado que, tras siete años de lucha por sacar adelante su proyecto, éste vea la luz justo después de la decepcionante Blancanieves (Mirror, Mirror) y de la entretenida Blancanieves y la leyenda del cazador, estrenadas ambas en este 2012 de conmemoración (acordándonos, por supuesto, de la desopilante visión del dramaturgo Juan Mairena para Microteatro por dinero: Desmontando a Blancanieves, que bien pudiera hacer suya la frase promocional de la cinta de Pablo Berger porque, sin duda alguna, nunca nos habían contado el cuento así; y teniendo en cuenta que parte del éxito de la estupenda serie Érase una vez se debe a que la columna vertebral de la misma es la historia de una niña blanca como la nieve, más bella que su madrastra).

   Para glosar esta excepcional circunstancia de que dos de las películas más aplaudidas de este último año y pico se presenten bajo el aspecto formal de lo que sin rubor ni crítica de ningún tipo ha de ser considerado “cine de otra época”, han sido varios los que se han acordado de cómo El sexto sentido (1999) reventaba la sorpresa, la vuelta de tuerca, el giro con el que Alejandro Amenábar noqueaba al espectador en el tramo final de Los otros (2001) cuando, en realidad, cada título jugaba su baza de manera bien distinta (muy tramposa y efectista en el primero, sorprendente y coherente en el segundo) y los resultados dramáticos, es decir cómo se integraban en la narración, eran muy diferentes (no seré yo el que, imitando a un político de escaso fuste destripe el final de ninguna de las dos), al margen de que no recuerdo que en la multitudinaria proyección para la prensa del filme español alguien dijese “me lo imaginaba” y sí un sobresalto generalizado cuando, digámoslo en román paladino, se descubre el pastel. Del mismo modo, es reduccionista e inexacto (y en algunos momentos injusto) querer igualar las motivaciones artísticas que llevaron a Pablo Berger y a Michel Hazanavicius a imaginar, concebir, soñar y finalmente rodar sus películas del mismo modo.

   Donde el cineasta parisino homenajea a aquellos pioneros que hicieron posible que hoy sigamos (aunque con menor asiduidad) admirándonos de lo que nos ofrece la gran pantalla, recuperando el encanto, la ingenuidad, la frescura de aquel momento, Pablo Berger narra con afán documental, filmando una crónica de costumbres y, puesto que se fija en la España de los años veinte del siglo pasado, nada más natural que contarla como si fuese un noticiario de la época; donde Hazanavicius pretende (y consigue) divertirnos, entretenernos, recuperar el carácter benéfico del disfrute, nuestro compatriota quiere (y consigue) volver a demostrar que hay pocas cosas nuevas bajo el sol y que, aunque pretendamos negar la evidencia, repetimos clichés, comportamientos, que hay realidades que no podemos (ni debemos) evitar y que conviene seguir aprendiendo del pasado para no desvirtuar ni empañar nuestro presente.

   Al margen del envoltorio con el que se nos presenta Blancanieves (una maravillosa fotografía, una banda sonora sabiamente utilizada y espléndidamente compuesta para sustituir a las palabras, un montaje muy medido), lo mejor de la cinta es cómo integra elementos muy diferentes, cómo trabaja el subtexto sin que nada estorbe a la comprensión, cómo el que lo desee puede ir quitando capas y el que no quedarse en la superficie y pasar un buen rato. Aunque, eso sí, tiene algunos momentos que provocan sonrojo o cierta vergüenza ajena por indignos del talento de Pablo Berger, especialmente la manera en que se resuelve una tragedia (no desvelaremos cuál) en los primeros minutos o todo lo relativo al personaje de Pere Ponce (aún más doloroso teniendo en cuenta que su ópera prima fue aquella descacharrante y tierna Torremolinos 73 (2003), en la que supo divertir y emocionar en las escenas sexuales). Pero, por fortuna, al igual que en sus homólogas (con la excepción de aquella que pone el acento en la leyenda del cazador en la que una ridícula Charlize Theron exagera cada gesto produciendo hilaridad), el acierto en la elección de la actriz que encarna a la madrastra consigue que los ojos no puedan despegarse de la pantalla y compensa el error que supone una Blancanieves que tan sólo cubre el expediente (una Macarena García sorprendentemente premiada en el Festival de San Sebastián –tal vez con la idea de que recorra el mismo camino que María León con La voz dormida (2011) cuando cualquier comparación resulta incluso ofensiva- que no logra en ningún momento hacer olvidar a la muy natural Sofía Oria que encarna el rol principal cuando es una niña). Es Maribel Verdú, nunca mejor dicho, la reina de la función: la actriz vuelve a dejar patentes su maestría interpretativa cincelada con personajes a los que ella dota de mucha vida, dando más de lo que aparece en guión, de lo que le exige el director (sea comiendo uvas en Amantes (1991), escuchando lo que dicen por teléfono en Y tu mamá también (2001), con cualquier mirada de El laberinto del fauno (2006) o elevando la calidad de la decepcionante Los girasoles ciegos (2008) por cómo se aleja de los requiebros de un sacerdote). Aquí aprovecha la puesta en escena, el vestuario, la manzana (no podía faltar), el folclore y la plaza de toros para deslumbrar, para amedrentar, para enamorar y para ser odiada, evitando caer en el estereotipo (algo que, todo hay que decirlo, logra Berger al emplear en su justa medida todos los tópicos necesarios para comprender la época que retrata). Ignoro si proliferarán otras películas mudas y en blanco y negro al estilo clásico pero, de ser así, espero que no sean meros pastiches o imitaciones burdas; para eso, me conformo con las ya vistas.

1 comentario:

  1. Aquí tengo un problema y, reconozco que es un problema exclusivamente mío, no creo en las casualidades, más bien en las causalidades. También es difícil de creer que por épocas nos atiborren a películas catástrofes, o de aventuras, o como ahora, mudas o en blanco y negro. En fin, soy una descreída, mea culpa.
    Con respecto a la Verdú, no puedo estar más de acuerdo. Es raro que no encaje en un papel.Si encima está bien dirigida ya es lo más!
    Un saludo de arpatri

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