sábado, 20 de octubre de 2012

"COSMÓPOLIS": BLA, BLA, BLA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Cosmopolis AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: David Cronenberg GUIÓN: David Cronenberg (basado en la novela homónima de Don DeLillo) MÚSICA: Howard Shore FOTOGRAFÍA: Peter Suschitzky MONTAJE: Ronald Sanders REPARTO: Robert Pattinson, Paul Giamatti, Sarah Gadon, Juliette Binoche, Samantha Morton

 

   Aunque puede ser una tendencia (por no llamarla manía, despropósito o engolamiento) trasladable a cualquier latitud, desde siempre ha habido una querencia muy marcada en los escritores estadounidenses (en muchos de ellos) a querer figurar en las enciclopedias como autores (en singular es más preciso, puesto que es el empeño de cada uno por colocarse por encima del resto) de la que debe pasar a la historia como “la Gran Novela Americana” (así, como si el continente fuese suyo). Lo malo, por un lado, es que los que siguen pretendiendo eso olvidan las maravillosas páginas de John Dos Passos, Ernest Hemingway, John Steinbeck, William Faulkner o Scott Fitzgerald (y porque no hablamos de teatro: Edward Albee, Tennessee Williams, Eugene O´Neill) y, por otro, que aún ejercen su magisterio sin alharacas ni pretenciosidades (sencillamente porque les nace así) nombres de la talla de Philip Roth, Joyce Carol Oates, Toni Morrison o Corman McCarthy (aunque todos tengan algún título que no nos parece a la altura de sus grandes obras). Aunque el aspecto más negativo de este tipo de autores es, precisamente, ese: se consideran algo más desde la primera línea, poseedores de un universo propio, capaces de radiografiar el presente porque son los más perspicaces, los que saben separar el trigo de la paja, los que dan la voz de alarma, los que advierten, los que especulan, los que radiografían, los que predicen el futuro, los que fraguan apocalipsis para intentar despertar a una sociedad dormida, la conciencia que se mantiene ojo avizor, pecando sus textos de mesiánicos, grandilocuentes, ostentosos, abusando de una verborrea vacua plagada de giros y adjetivaciones propias de predicadores “iluminados” a lo Elmer Gantry (personaje nacido, por cierto, de la pluma de otro estadounidense, ganador del Nobel para más señas: Sinclair Lewis). Entre los que siguen esta senda, podríamos decir que la palma se la lleva Chuck Palahniuk, sin olvidar a Bret Easton Ellis y a Don DeLillo, autor de Cosmópolis en la que se basa la película de la que ahora nos ocupamos.

   No resulta extraño que un texto que fue recibido como el perfecto reflejo de la desolación sembrada por los trágicos sucesos del 11-S, una exploración en las cloacas del capitalismo, la constatación de la trivialidad que se enseñorea de la cotidianidad del hombre moderno despertase el interés de David Cronenberg, quien ha reconocido que elaboró el guión en muy pocos días y que, en realidad, se limitó a copiar gran parte de los diálogos pergeñados por DeLillo y a rellenar los huecos entre escenas. El cineasta canadiense fue desde sus inicios un creador con inquietudes que incluso desde sus cintas más fácilmente clasificables en un género (bebiendo de clásicos que habían hecho lo propio, cuando no actualizándolos) como Rabia (1977), Cromosoma tres (1979) o La mosca (1986) advertía de los peligros de traspasar la línea de lo ético, bien conscientemente, bien por no saber poner el límite, hasta eclosionar con una de las películas más perturbadoras e insanas, pero al mismo tiempo más fascinantes, que hayamos podido ver en los últimos treinta años: Inseparables (1988). Guste su manera de hacer cine más o menos, nadie puede negar a Cronenberg su facilidad para crear atmósferas, para narrar en varios niveles, para huir del efectismo, para graduar con pulso firme qué, cuándo y cómo aparece en pantalla, sin perder de vista la historia que está contando y sin despistar la audiencia (sorprendiéndola, eso sí, cuando le viene en gana) o, al menos, no parecía posible hacerlo hasta ese momento porque, tal vez pensando que cualquier veleidad iba a serle ovacionada, que cualquier capricho le sería consentido, su siguiente objetivo fue adaptar un texto complejo, críptico, abrupto, retorcido, que sólo puede ser desentrañado literariamente: El almuerzo desnudo (1991) de William Burroughs (publicado en 1959).

   A pesar del gratísimo interludio que supuso M. Butterfly (1993) –donde, al igual que sucedió en Inseparables, encontramos un Jeremy Irons que bate todas las marcas, incluida la de su premio de la Academia por El misterio Von Bulow (1990) en la que ha sido por el momento su única candidatura-, Cronenberg dejó muy claro por dónde quería que discurriese su carrera con Crash (1996), sin duda el título que más entronca con el recién estrenado. Desde entonces, aunque sin irse por las ramas visuales (hay incluso quien le ha reprochado resultar demasiado “clásico” –usado como sinónimo de “acartonado”, “antiguo” o “trasnochado”-), ha abundado en un cine muy pensado para la crítica que se siente importante alabando obras que, por definición, sólo han de gustar a unos pocos y ha sido esta pretenciosidad la que ha impedido que películas como Una historia de violencia (2005) o Promesas del Este (2007) fuesen lo que podrían haber sido, sobre todo por un error de casting descomunal en ambas: Viggo Mortensen. Aunque hemos salido perdiendo en el cambio de actor protagonista (otro vendrá que bueno te hará), puesto que la práctica totalidad de planos de Cosmópolis se centra en el rostro de una de las presencias (me niego a considerarle actor) más cansinas, planas e inexpresivas que puedan encontrarse en los algo más de cien años que tiene el invento de los Lumière: Robert Pattinson, este muchacho con permanente cara de estreñido o de vampiro atormentado por el amor de una mujer (ahora que Danny Daniel regresa al mundo de la canción). Sin embargo, ese gesto sempiterno que le sirve para enamorar (se me ocurren verbos más precisos pero podría herir susceptibilidades) a féminas de cualquier edad (con sobreabundancia de jovencitas) le viene que ni pintado para la que, con total seguridad, tanto DeLillo como Cronenberg han visto como la escena culmen, la que sintetiza lo que pretenden contar: una mezcla de tensión sexual poco resuelta y lección de economía mientras el personaje principal se somete a un tacto rectal. Por lo demás, la obligada estética feísta más propia de la saga de Mad Max con tonos tenebrosos y colores desvaídos envuelve la palabrería altisonante, forzada y hueca de todos los que van apareciendo (y desapareciendo –excepto el niñato Pattinson-) en esta Cosmópolis que merece los mismos tres adjetivos, al igual que el cineasta que la ha hecho posible.

 

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