martes, 9 de octubre de 2012

"SI DE VERDAD QUIERES...": FRUTA MADURA

 
 
   TÍTULO ORIGINAL: Hope Springs  AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012  DIRECCIÓN: David Frankel  GUIÓN: Vanessa Taylor  MÚSICA: Theodore Shapiro  FOTOGRAFÍA: Florian Ballhaus  REPARTO: Meryl Streep, Tommy Lee Jones, Steve Carell
 
   En las clases sobre guión cinematográfico de Juan Antonio Porto –autor, colaborador o inspirador de libretos tan brillantes como El bosque del lobo (1970) de Pedro Olea o El crimen de Cuenca (1980) y Beltenebros (1991) de la no suficientemente alabada Pilar Miró- siempre se llegaba a un punto en que el profesor decía: “¡Jamás escribáis una historia sobre personas mayores! ¡No os la comprarán!”. Lo más sorprendente es que esto lo decía años después de que Cocoon (1985) hubiese llenado los cines de todo el mundo, Paseando a Miss Daisy (1989) saltara del éxito sobre las tablas al triunfo en las pantallas, Oscar a la mejor película incluido, Sol de otoño (1996) produjera una corriente de simpatía entre público o crítica o, por encima de todo, de que Las chicas de oro (1985-1992) conquistasen los corazones de cualquiera que las conociese a través de la televisión. Si bien es cierto que la mayoría de lo que se produce actualmente (sea para consumir en el formato que sea) está dirigido al público adolescente, las productoras no pierden de vista a esos espectadores de largo recorrido, los que van cumpliendo años (por fortuna) y siguen gustando del producto audiovisual: he ahí cómo estrellas declinantes u olvidadas (o que no se sienten conformes con lo que les ofrecen), viejas glorias o actores de prestigio buscan vehículos que les permitan reverdecer laurales y aumentar el número de fans (en la mayoría de las ocasiones, refugiándose en la pequeña pantalla, bendito cobijo que nos está permitiendo gozar con la mejor ficción rodada en años) o cómo las historias de siempre encuentran su espacio y, a poco que les dejen, consiguiendo un beneplácito generalizado (siempre que nos caigan en las manos erróneas, por supuesto).  Uno, que intenta ser público con memoria, agradecido, que no duda en incorporar nuevos nombres a su universo mítico pero no quiere que nada apee de su pedestal a los que llevan años en el mismo, siempre ha gozado con la madurez de aquellos intérpretes a los que admira, que destilan sabiduría, que demuestran lo mucho que saben de su oficio con suma facilidad, que están dispuestos a reinventarse, a seguir jugando (“actuar” es “play” –sinónimo de “juego”-en inglés) y que, por mucho que la tendencia (que, aunque acentuada en estos tiempos, viene de lejos) sea a arrinconarlos esperando poder encarnar a uno de los progenitores, abuelos o tíos de alguno de los niñatos de moda, no dan la batalla por perdida y continúan en la brecha por méritos propios. Sin duda, en este sentido, Meryl Streep es el mejor ejemplo y la única que consigue sumar éxito tras éxito y aplauso tras aplauso (ya lo dijo su buena amiga Glenn Close –buen ejemplo de lo dicho anteriormente-: “En esta profesión no hay papeles para las mujeres de cierta edad, excepto si te llamas Meryl Streep”).
   Con El diablo viste de Prada (2006), la legendaria intérprete de La decisión de Sophie (1982), Memorias de África (1985) o Los puentes de Madison (1995), dejó muy claro que es difícil expulsarla de su trono: típica cinta simpática y alocada (no tanto como parecía prometer) con actriz emergente (una Anne Hathaway aún carente del encanto y talento que demostraría poco después en La joven Jane Austen (2007) o La boda de Rachel (2008), sin olvidar su baile junto a Hugh Jackman en la ceremonia de entrega de los Oscar o cómo intentó sacar de la fibrilación a la que tuvo que presentar junto a un James Franco totalmente ido –y para finales de año se anuncia Los miserables, adaptación del histórico musical-), con dosis de ironía, crítica y escándalo (todo lo de lo más políticamente correcto, en realidad) en la que, al menos sobre el papel, Meryl Streep era el nombre de prestigio, la invitada especial, el contrapunto necesario para la heroína y, sin embargo, muy bien secundada por Stanley Tucci y Emily Blunt, consiguió convertirse en la protagonista con una de sus interpretaciones más inolvidables (aunque es experta en lograrlo casi en cada título que acomete: pensemos que en estos últimos diez años nos ha regalado Las horas (2002), El mensajero del miedo (2004), La duda (2008) o La dama de hierro (2011), sin olvidar su participación en Angels in America (2003) con la que Mike Nichols ha vuelto a tapar la boca a los que denuestan el cine rodado para ser emitido por televisión). No es extraño que David Frankel tuviese ganas de repetir la experiencia, pero en esta ocasión dándole un papel protagonista que la mantiene ante nuestros ojos durante casi toda la proyección.
   Lo que pudiera parecer y pensarse una comedia es en realidad el relato de un fracaso, el reflejo de lo que ocurre en tantos hogares, la crónica de un matrimonio que comparte techo (hace tiempo que cada uno duerme en su propia habitación) pero apenas mantiene una verdadera relación (ni tan siquiera hay escarceos sexuales, no digamos amor o cariño: sólo “buenos días” musitados y diálogos llenos de silencios y monosílabos). La esposa quiere que eso cambie y decide pedir ayuda a un profesional y, aunque su marido no se muestra dispuesto (realmente no ansía cambiar ninguna de sus rutinas, mucho menos las domésticas), termina por aceptar y ambos acuden a la consulta de un experto en relaciones rotas para intentar recuperar los deseos, los afectos, las sonrisas. Lo más inteligente del guión de Vanessa Taylor es sortear los escollos de un humor facilón y grueso (el que uno podía temerse al encontrarse en el reparto a Steve Carell, quien, por fortuna, sólo tiene unas cuantas apariciones), los lugares comunes de un feminismo exacerbado y reduccionista tan negativo como el machismo que por desgracia aún impera en tantas circunstancias e instancia, equilibrar los momentos hilarantes con la tragedia y el dolor sin despeñarse por ninguna de ambas pendientes, su falta de pretensiones, su despojamiento de discursos y soflamas y, por supuesto, su manera de entregarse al buen actor de dos actores de la talla de Tommy Lee Jones y Meryl Streep.
   Él, uno de los galardonados con los últimos Premios Donostia (en este año, el del sexagésimo aniversario del Festival de Cine de San Sebastián, en que han proliferado como si estuviesen de rebajas), deja claras una vez más su categoría y contención, extrayendo emociones desde su aparente falta de expresividad (la misma con la que nos conmovió en No es país para viejos o En el valle de Elah –ambas de 2007- o con la que aporta verdadera comicidad a la saga de los Men in Black), dando vida a este auténtico gañán (recuerda en más de una ocasión a Graciano Palomo, aunque con menos aspecto de casposo y sin recrearse tanto en sus bravatas) que ha olvidado que convive con una persona, no con un electrodoméstico. ¿Y qué añadir que no hayamos dicho de Meryl Streep? Que, en un rol que podría encarnar con los ojos cerrados y cubriendo el expediente, se percibe el mimo con que ha preparado cada gesto, cada mirada, cada frase (sólo por cómo pregunta “¿qué?” cuando el terapeuta le pregunta por el sexo oral que su marido podría practicarle merecería otra nominación al Oscar para seguir batiendo su propio record); viéndola moverse cualquiera diría que lleva treinta años de matrimonio cocinando beicon cada mañana en lugar de ser una de las actrices más grandes que cualquier tiempo ha visto y verá. ¡Qué sabrosa es la fruta madura recogida en el momento adecuado!    

1 comentario: