TÍTULO ORIGINAL:
Hope Springs AÑO DE PRODUCCIÓN:
2012 DIRECCIÓN: David Frankel GUIÓN: Vanessa Taylor MÚSICA: Theodore Shapiro FOTOGRAFÍA: Florian Ballhaus REPARTO: Meryl Streep, Tommy Lee Jones, Steve
Carell
En las clases sobre
guión cinematográfico de Juan Antonio Porto –autor, colaborador o inspirador de
libretos tan brillantes como El bosque
del lobo (1970) de Pedro Olea o El
crimen de Cuenca (1980) y Beltenebros
(1991) de la no suficientemente alabada Pilar Miró- siempre se llegaba a un
punto en que el profesor decía: “¡Jamás escribáis una historia sobre personas
mayores! ¡No os la comprarán!”. Lo más sorprendente es que esto lo decía años
después de que Cocoon (1985) hubiese
llenado los cines de todo el mundo, Paseando
a Miss Daisy (1989) saltara del éxito sobre las tablas al triunfo en las
pantallas, Oscar a la mejor película incluido, Sol de otoño (1996) produjera una corriente de simpatía entre
público o crítica o, por encima de todo, de que Las chicas de oro (1985-1992) conquistasen los corazones de
cualquiera que las conociese a través de la televisión. Si bien es cierto que
la mayoría de lo que se produce actualmente (sea para consumir en el formato
que sea) está dirigido al público adolescente, las productoras no pierden de
vista a esos espectadores de largo recorrido, los que van cumpliendo años (por
fortuna) y siguen gustando del producto audiovisual: he ahí cómo estrellas declinantes
u olvidadas (o que no se sienten conformes con lo que les ofrecen), viejas glorias
o actores de prestigio buscan vehículos que les permitan reverdecer laurales y
aumentar el número de fans (en la mayoría de las ocasiones, refugiándose en la
pequeña pantalla, bendito cobijo que nos está permitiendo gozar con la mejor
ficción rodada en años) o cómo las historias de siempre encuentran su espacio
y, a poco que les dejen, consiguiendo un beneplácito generalizado (siempre que
nos caigan en las manos erróneas, por supuesto). Uno, que intenta ser público con memoria,
agradecido, que no duda en incorporar nuevos nombres a su universo mítico pero
no quiere que nada apee de su pedestal a los que llevan años en el mismo,
siempre ha gozado con la madurez de aquellos intérpretes a los que admira, que
destilan sabiduría, que demuestran lo mucho que saben de su oficio con suma
facilidad, que están dispuestos a reinventarse, a seguir jugando (“actuar” es “play”
–sinónimo de “juego”-en inglés) y que, por mucho que la tendencia (que, aunque
acentuada en estos tiempos, viene de lejos) sea a arrinconarlos esperando poder
encarnar a uno de los progenitores, abuelos o tíos de alguno de los niñatos de
moda, no dan la batalla por perdida y continúan en la brecha por méritos
propios. Sin duda, en este sentido, Meryl Streep es el mejor ejemplo y la única
que consigue sumar éxito tras éxito y aplauso tras aplauso (ya lo dijo su buena
amiga Glenn Close –buen ejemplo de lo dicho anteriormente-: “En esta profesión
no hay papeles para las mujeres de cierta edad, excepto si te llamas Meryl
Streep”).
Con El diablo viste de Prada (2006), la
legendaria intérprete de La decisión de
Sophie (1982), Memorias de África (1985)
o Los puentes de Madison (1995), dejó
muy claro que es difícil expulsarla de su trono: típica cinta simpática y
alocada (no tanto como parecía prometer) con actriz emergente (una Anne
Hathaway aún carente del encanto y talento que demostraría poco después en La joven Jane Austen (2007) o La boda de Rachel (2008), sin olvidar su
baile junto a Hugh Jackman en la ceremonia de entrega de los Oscar o cómo
intentó sacar de la fibrilación a la que tuvo que presentar junto a un James
Franco totalmente ido –y para finales de año se anuncia Los miserables, adaptación del histórico musical-), con dosis de
ironía, crítica y escándalo (todo lo de lo más políticamente correcto, en
realidad) en la que, al menos sobre el papel, Meryl Streep era el nombre de
prestigio, la invitada especial, el contrapunto necesario para la heroína y,
sin embargo, muy bien secundada por Stanley Tucci y Emily Blunt, consiguió
convertirse en la protagonista con una de sus interpretaciones más inolvidables
(aunque es experta en lograrlo casi en cada título que acomete: pensemos que en
estos últimos diez años nos ha regalado Las
horas (2002), El mensajero del miedo (2004),
La duda (2008) o La dama de hierro (2011), sin olvidar su participación en Angels in America (2003) con la que Mike
Nichols ha vuelto a tapar la boca a los que denuestan el cine rodado para ser emitido
por televisión). No es extraño que David Frankel tuviese ganas de repetir la
experiencia, pero en esta ocasión dándole un papel protagonista que la mantiene
ante nuestros ojos durante casi toda la proyección.
Lo que pudiera
parecer y pensarse una comedia es en realidad el relato de un fracaso, el
reflejo de lo que ocurre en tantos hogares, la crónica de un matrimonio que comparte
techo (hace tiempo que cada uno duerme en su propia habitación) pero apenas
mantiene una verdadera relación (ni tan siquiera hay escarceos sexuales, no
digamos amor o cariño: sólo “buenos días” musitados y diálogos llenos de
silencios y monosílabos). La esposa quiere que eso cambie y decide pedir ayuda
a un profesional y, aunque su marido no se muestra dispuesto (realmente no
ansía cambiar ninguna de sus rutinas, mucho menos las domésticas), termina por
aceptar y ambos acuden a la consulta de un experto en relaciones rotas para
intentar recuperar los deseos, los afectos, las sonrisas. Lo más inteligente
del guión de Vanessa Taylor es sortear los escollos de un humor facilón y
grueso (el que uno podía temerse al encontrarse en el reparto a Steve Carell,
quien, por fortuna, sólo tiene unas cuantas apariciones), los lugares comunes
de un feminismo exacerbado y reduccionista tan negativo como el machismo que
por desgracia aún impera en tantas circunstancias e instancia, equilibrar los
momentos hilarantes con la tragedia y el dolor sin despeñarse por ninguna de ambas
pendientes, su falta de pretensiones, su despojamiento de discursos y soflamas
y, por supuesto, su manera de entregarse al buen actor de dos actores de la
talla de Tommy Lee Jones y Meryl Streep.
Él, uno de los
galardonados con los últimos Premios Donostia (en este año, el del sexagésimo
aniversario del Festival de Cine de San Sebastián, en que han proliferado como
si estuviesen de rebajas), deja claras una vez más su categoría y contención,
extrayendo emociones desde su aparente falta de expresividad (la misma con la
que nos conmovió en No es país para
viejos o En el valle de Elah –ambas
de 2007- o con la que aporta verdadera comicidad a la saga de los Men in Black),
dando vida a este auténtico gañán (recuerda en más de una ocasión a Graciano
Palomo, aunque con menos aspecto de casposo y sin recrearse tanto en sus
bravatas) que ha olvidado que convive con una persona, no con un
electrodoméstico. ¿Y qué añadir que no hayamos dicho de Meryl Streep? Que, en
un rol que podría encarnar con los ojos cerrados y cubriendo el expediente, se
percibe el mimo con que ha preparado cada gesto, cada mirada, cada frase (sólo por
cómo pregunta “¿qué?” cuando el terapeuta le pregunta por el sexo oral que su
marido podría practicarle merecería otra nominación al Oscar para seguir batiendo
su propio record); viéndola moverse cualquiera diría que lleva treinta años de
matrimonio cocinando beicon cada mañana en lugar de ser una de las actrices más
grandes que cualquier tiempo ha visto y verá. ¡Qué sabrosa es la fruta madura
recogida en el momento adecuado!
Magnífico artículo, Oscar. Felicitaciones :)
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