martes, 12 de marzo de 2013

"LOS AMANTES PASAJEROS": LOS OCHENTA FUERON SUYOS


 
 
 
DIRECCIÓN: Pedro Almodóvar GUIÓN: Pedro Almodóvar MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: José Luis Alcaine MONTAJE: José Salcedo REPARTO: Javier Cámara, Cecilia Roth, Lola Dueñas, Antonio de la Torre, Raúl Arévalo, Carlos Areces, Hugo Silva, José María Yazpik, Miguel Ángel Silvestre, Guillermo Toledo, Blanca Suárez


   En alguna ocasión ya hemos mencionado el siempre espinoso asunto del encasillamiento desde los dos puntos de vista posibles: uno, el del público que sólo está dispuesto a pagar por lo mismo de siempre, que no acepta la más mínima variación en lo que tiene pensado y deseado para el artista al que siguen, que castiga con la indiferencia o la virulencia cualquier aventura o veleidad, todo nuevo rasgo de creatividad, incluso la propia (y deseable) evolución del creador, llegando a considerarle un traidor al pacto que sólo los espectadores creen haber firmado; otro, el del propio artífice de la obra que o bien se adocena y opta por seguir un camino trillado, por repetir hasta la saciedad lo que en una ocasión le otorgó éxito y prestigio, que no arriesga en absoluto, o que sabedor de la volubilidad del aplauso prefiere cercenar sus inquietudes y ofrecer múltiples copias de su trabajo mientras siga recibiendo el beneplácito del que paga. El caso de Pedro Almodóvar sólo puede enclavarse en parte en lo que se acaba de dibujar un tanto someramente, puesto que el cineasta manchego ha hecho todo lo posible por huir de sí mismo, incluso demasiado, cayendo justo en el extremo contrario: el de querer demostrar y refrendar una versatilidad y variedad de registros que tampoco puede ser exigida a cualquiera, confundiendo (error que cometen creadores y audiencias) encasillamiento con querencia o facilidad para brillar en un estilo (lo que no tiene por qué llevar implícita la reiteración); uno aún recuerda cuando públicamente recriminó al director por hacer un tipo de películas claramente dirigidas a cosechar galardones en los festivales, despertar el interés de la crítica internacional y lograr el beneplácito de los que arrugan la nariz cuando el cine sólo (¡Como si fuese poco!) entretiene, divierte, ofrece espectáculo y parecía un pez fuera del agua al enredarse en tramas en las que no se le notaba cómodo –Carne trémula (1997)-, refrenando su comicidad para primar los aspectos más hondos, auténticos lastres de la historia –La flor de mi secreto (1995)- o queriendo epatar desde el vestuario, la fotografía, lo meramente estético para olvidarse del contenido –Kika (1993)-, hasta que un buen día llegó uno de sus títulos más acabados, Todo sobre mi madre (1999), con el que Pedro consiguió que, en cuestión de segundos, se pasase de la risa e incluso de la carcajada al llanto, a la congoja, al dolor, de la misma manera que una impresionante Cecilia Roth se deshacía de un momento al siguiente al rememorar a su hijo.

   La mayor recriminación que uno hacía a Almodóvar era el buscar a toda costa la etiqueta de “autor” revestida de la calidad que dan los expertos mejor considerados, los aureolados por una pátina intelectual (es decir, la que conceden Cannes y la revista Cahiers du Cinéma), renegando u olvidando que él había creado un universo propio –ya desde aquella Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) que conserva intactos su descaro y frescura-, una forma de contar tanto en lo visual como en lo escrito que había trascendido y que se identificaba con su apellido, que le había convertido en categoría propia, que ya le había asegurado la inmortalidad gracias a cintas como ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), La ley del deseo (1987) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). Y aunque el siglo XXI le sorprendió experimentando con su parte más oscura y críptica ante la que se rindieron los académicos de Hollywood concediendo un Oscar al guión de Hable con ella (2002), película abstrusa y alambicada, con atisbos de emoción y realidad sólo cuando Javier Cámara o Geraldine Chaplin estaban presentes, llegó Volver (2006) como obra madura, redonda, en la que conjugar diferentes niveles de lectura sin que eso supusiera envarar las interpretaciones u optar por diálogos falsos como sucedería con Los abrazos rotos (2009) y La piel que habito (2011), filmes que, en palabras del propio Almodóvar, propiciaron que mucha gente le dijese por la calle cómo añoraban reírse con sus historias, con sus personajes, recuperar ese espíritu libre y transgresor de Laberinto de pasiones (1982), y por eso nació Los amantes pasajeros, como guiño cómplice para todos aquellos que echaban de menos al Pedro de los ochenta.

   Lo peor de este propósito es que el director ha decidido autohomenajearse, autocomplacerse, regodearse en sus hallazgos sin darles un desarrollo o verdadera carta de naturaleza, recrearse en la vacuidad, quedarse en lo superficial, reproduciendo y engrandeciendo los errores de otras cintas sin subsanarlos con los muchos aciertos que jalonan su carrera; ha hecho una película para un público muy restringido y específico, aquel que no abandona jamás el proselitismo, el que gusta de vivir en un gueto, victimizándose y sintiéndose especial a partes iguales, practicando el exclusivismo más restrictivo y taxativo, calificando como crimen de lesa majestad cualquier opinión discrepante, expidiendo certificados de idoneidad, comportándose en suma como aquellos a los que critican y se oponen. Si los diálogos de Los amantes pasajeros hubiesen sido escritos por un heterosexual, en muchos foros se estaría pidiendo su cabeza, cuando lo que hace Almodóvar es reproducir los clichés más trasnochados e insultantes, uniformizar a los personajes, olvidar los matices, ignorar la diversidad, poblar la pantalla de roles unidimensionales que cacarean frases trilladas, previsibles, indignas de uno de los guionistas con mejor oído, aquel capaz de convertir la réplica más simple o a priori menos destacada en frase para el lucimiento (ese “que tengáis cuidadico” de Chus Lampreave en Volver), el que transformaba en gag el momento que pudiera parecer más anodino (“vaya, me he roto dos uñas” –Bibiana Fernández en La ley del deseo-, “ahora me como yo dos [magdalenas], mira” –Chus Lampreave en ¿Qué he hecho yo para merecer esto!-, “pero como una tapia” –Penélope Cruz en Volver-, “qué interesante” –Marisa Paredes en Todo sobre mi madre-, “puntito, ¿eh?” –Antonio Banderas en Átame! (1990)-), el que imprimía carácter de legendarias a unas líneas con absoluta naturalidad (los ejemplos podrían ser casi inacabables: “Con Manuel perdimos las dos” / “¡Sí, pero yo me casé con él” –Marisa Paredes y Victoria Abril en Tacones lejanos (1991)-, “ya me gustaría a mí poder mentir, pero soy testiga de Jehová” –Chus Lampreave en Mujeres al borde de un ataque de nervios-, “que me vas a hacer llorar y los fantasmas no lloran” –Carmen Maura en Volver-). Para comprender mejor cómo desbarra el ingenio almodovariano en lo que a diálogos se refiere hemos de hacer referencia a una de las muchas características que en títulos anteriores han supuesto una virtud y aquí se erigen como obstáculos insalvables: su gusto por la dispersión, por lo coral, por mover al tiempo a un número considerable de personajes; lo que era un encaje de bolillos apabullante como ¿Qué he hecho yo para merecer esto! en el que lo más estrambótico y delirante cobraba sentido y en el que el episodio más secundario tenía un porqué, lo que funcionaba como una maquinaria perfectamente engrasada en Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde una sola aparición era motivo de algazara y quedaba indeleble en el espectador, deviene en Los amantes pasajeros precisamente en eso: en idas y venidas, en acumulación de gestos, gritos y sandeces que no vienen de ningún sitio ni van a ninguna parte, en un puzle que el espectador arma en un segundo porque resulta un triste remedo de aquello con lo que Almodóvar rompió las taquillas y las mandíbulas en los años ochenta, en recurrir a los trucos que funcionaron en su momento (una bebida que duerme, alguien que dice la verdad sin freno y patológicamente), sin preocuparse al menos de teñirlos de nostalgia o de revisionismo o de actualizarlos y darles nuevo vigor, sin construir más que arquetipos que reproducen en ocasiones chistes, maneras y tratamientos que cuando se ven en una película española de los 70 provocan discursos incendiarios que llegan a exigir la quema de la misma.

   Tan sólo Lola Dueñas y Javier Cámara logran despegar un poco y aportar naturalidad y cierto empeño intentando que sus roles sean algo más que meros bocetos de lo que podrían haber sido, mientras que Cecilia Roth queda atrapada en ello, Guillermo Toledo es innecesario, José Luis Torrijo se muestra más acartonado que de habitual, José María Yazpik se repite como el ajo, Antonio de la Torre no se molesta en disimular la desidia, Miguel Ángel Silvestre y Hugo Silva juegan el papel que crisparía si, como decíamos antes, fuese otro el director (y, en realidad, ni siquiera por ese lado les saca partido ni se atreve a rozar lo que, por ejemplo, hicieron Antonio Banderas y Eusebio Poncela en La ley del deseo), Raúl Arévalo, actor amanerado de natural, saca toda la brocha gorda posible, interpretando al modo en que Andrés Pajares o Alfredo Landa asumían este tipo de personajes, llevándose la palma Carlos Areces en lo que a irritabilidad se refiere, pareciendo que se está inventando sus frases porque cualquiera diría que sus escenas están extraídas de alguno de los programas de los que él procede, esos que han dado fama a tantos cómicos (o así considerados) en los últimos años, exagerando el gesto en todo momento, hablando siempre en el mismo tono, convencido de su gracia natural, apretando los dientes, enarcando las cejas, estomagando de su primera aparición a la última (y, para colmo, es el de los que más chupa cámara).

   Incluso en lo estético, en los encuadres, en el gusto que siempre ha demostrado Pedro como director, echamos de menos al que era (y es algo que puede encontrarse hasta en sus filmes más fallidos); diríase que, sabiendo que tiene un público cautivo que va a defenderle a muerte, irracionalmente, que le concede patente de corso, no se ha molestado lo más mínimo, limitándose a cubrir el expediente. Los que hablan de irreverencia, de su gusto por lo gamberro, de su transgresión, deben haber visto otra película, es decir, la que ya tenían montada desde que se anunció el rodaje, y no digamos nada sobre la lectura política y crítica puesto que un señor que ha lanzado un discurso feroz en contra de una guerra, que ha acusado a un partido en el gobierno de planear un golpe de estado, que ha hostigado a la Iglesia, que jamás se ha caracterizado por su prudencia ni por esconder sus filias y fobias, podría hacer sangre si quisiera y Los amantes pasajeros parece sólo una amonestación con un ligero movimiento de cabeza. ¿Volveremos a disfrutar con Pedro Almodóvar? Uno no querría descartarlo, pero parece que lo está poniendo muy difícil, dedicándose sólo a lo fácil, a lo que algunos quieren de él.        

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