DIRECCIÓN: Pedro Almodóvar GUIÓN:
Pedro Almodóvar MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: José Luis Alcaine MONTAJE:
José Salcedo REPARTO: Javier Cámara, Cecilia Roth, Lola Dueñas, Antonio de la
Torre, Raúl Arévalo, Carlos Areces, Hugo Silva, José María Yazpik, Miguel Ángel
Silvestre, Guillermo Toledo, Blanca Suárez
En alguna ocasión ya hemos mencionado el siempre espinoso asunto del
encasillamiento desde los dos puntos de vista posibles: uno, el del público que
sólo está dispuesto a pagar por lo mismo de siempre, que no acepta la más mínima
variación en lo que tiene pensado y deseado para el artista al que siguen, que
castiga con la indiferencia o la virulencia cualquier aventura o veleidad, todo
nuevo rasgo de creatividad, incluso la propia (y deseable) evolución del
creador, llegando a considerarle un traidor al pacto que sólo los espectadores
creen haber firmado; otro, el del propio artífice de la obra que o bien se
adocena y opta por seguir un camino trillado, por repetir hasta la saciedad lo
que en una ocasión le otorgó éxito y prestigio, que no arriesga en absoluto, o
que sabedor de la volubilidad del aplauso prefiere cercenar sus inquietudes y ofrecer
múltiples copias de su trabajo mientras siga recibiendo el beneplácito del que
paga. El caso de Pedro Almodóvar sólo puede enclavarse en parte en lo que se
acaba de dibujar un tanto someramente, puesto que el cineasta manchego ha hecho
todo lo posible por huir de sí mismo, incluso demasiado, cayendo justo en el
extremo contrario: el de querer demostrar y refrendar una versatilidad y
variedad de registros que tampoco puede ser exigida a cualquiera, confundiendo
(error que cometen creadores y audiencias) encasillamiento con querencia o
facilidad para brillar en un estilo (lo que no tiene por qué llevar implícita
la reiteración); uno aún recuerda cuando públicamente recriminó al director por
hacer un tipo de películas claramente dirigidas a cosechar galardones en los
festivales, despertar el interés de la crítica internacional y lograr el
beneplácito de los que arrugan la nariz cuando el cine sólo (¡Como si fuese
poco!) entretiene, divierte, ofrece espectáculo y parecía un pez fuera del agua
al enredarse en tramas en las que no se le notaba cómodo –Carne trémula (1997)-, refrenando su comicidad para primar los
aspectos más hondos, auténticos lastres de la historia –La flor de mi secreto (1995)- o queriendo epatar desde el
vestuario, la fotografía, lo meramente estético para olvidarse del contenido –Kika (1993)-, hasta que un buen día
llegó uno de sus títulos más acabados, Todo
sobre mi madre (1999), con el que Pedro consiguió que, en cuestión de
segundos, se pasase de la risa e incluso de la carcajada al llanto, a la
congoja, al dolor, de la misma manera que una impresionante Cecilia Roth se
deshacía de un momento al siguiente al rememorar a su hijo.
La mayor recriminación que uno hacía a Almodóvar era el buscar a toda
costa la etiqueta de “autor” revestida de la calidad que dan los expertos mejor
considerados, los aureolados por una pátina intelectual (es decir, la que
conceden Cannes y la revista Cahiers du Cinéma), renegando u olvidando que él
había creado un universo propio –ya desde aquella Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) que conserva intactos
su descaro y frescura-, una forma de contar tanto en lo visual como en lo
escrito que había trascendido y que se identificaba con su apellido, que le
había convertido en categoría propia, que ya le había asegurado la inmortalidad
gracias a cintas como ¿Qué he hecho yo
para merecer esto! (1984), La ley del
deseo (1987) y Mujeres al borde de un
ataque de nervios (1988). Y aunque el siglo XXI le sorprendió experimentando
con su parte más oscura y críptica ante la que se rindieron los académicos de
Hollywood concediendo un Oscar al guión de Hable
con ella (2002), película abstrusa y alambicada, con atisbos de emoción y
realidad sólo cuando Javier Cámara o Geraldine Chaplin estaban presentes, llegó
Volver (2006) como obra madura,
redonda, en la que conjugar diferentes niveles de lectura sin que eso supusiera
envarar las interpretaciones u optar por diálogos falsos como sucedería con Los abrazos rotos (2009) y La piel que habito (2011), filmes que,
en palabras del propio Almodóvar, propiciaron que mucha gente le dijese por la
calle cómo añoraban reírse con sus historias, con sus personajes, recuperar ese
espíritu libre y transgresor de Laberinto
de pasiones (1982), y por eso nació Los
amantes pasajeros, como guiño cómplice para todos aquellos que echaban de
menos al Pedro de los ochenta.
Lo peor de este propósito es que el director ha decidido
autohomenajearse, autocomplacerse, regodearse en sus hallazgos sin darles un
desarrollo o verdadera carta de naturaleza, recrearse en la vacuidad, quedarse
en lo superficial, reproduciendo y engrandeciendo los errores de otras cintas
sin subsanarlos con los muchos aciertos que jalonan su carrera; ha hecho una
película para un público muy restringido y específico, aquel que no abandona
jamás el proselitismo, el que gusta de vivir en un gueto, victimizándose y
sintiéndose especial a partes iguales, practicando el exclusivismo más
restrictivo y taxativo, calificando como crimen de lesa majestad cualquier
opinión discrepante, expidiendo certificados de idoneidad, comportándose en
suma como aquellos a los que critican y se oponen. Si los diálogos de Los amantes pasajeros hubiesen sido
escritos por un heterosexual, en muchos foros se estaría pidiendo su cabeza,
cuando lo que hace Almodóvar es reproducir los clichés más trasnochados e
insultantes, uniformizar a los personajes, olvidar los matices, ignorar la
diversidad, poblar la pantalla de roles unidimensionales que cacarean frases
trilladas, previsibles, indignas de uno de los guionistas con mejor oído, aquel
capaz de convertir la réplica más simple o a priori menos destacada en frase
para el lucimiento (ese “que tengáis cuidadico” de Chus Lampreave en Volver), el que transformaba en gag el
momento que pudiera parecer más anodino (“vaya, me he roto dos uñas” –Bibiana Fernández
en La ley del deseo-, “ahora me como
yo dos [magdalenas], mira” –Chus Lampreave en ¿Qué he hecho yo para merecer esto!-, “pero como una tapia” –Penélope
Cruz en Volver-, “qué interesante” –Marisa
Paredes en Todo sobre mi madre-, “puntito,
¿eh?” –Antonio Banderas en Átame! (1990)-),
el que imprimía carácter de legendarias a unas líneas con absoluta naturalidad
(los ejemplos podrían ser casi inacabables: “Con Manuel perdimos las dos” / “¡Sí,
pero yo me casé con él” –Marisa Paredes y Victoria Abril en Tacones lejanos (1991)-, “ya me gustaría
a mí poder mentir, pero soy testiga de Jehová” –Chus Lampreave en Mujeres al borde de un ataque de nervios-,
“que me vas a hacer llorar y los fantasmas no lloran” –Carmen Maura en Volver-). Para comprender mejor cómo
desbarra el ingenio almodovariano en lo que a diálogos se refiere hemos de
hacer referencia a una de las muchas características que en títulos anteriores
han supuesto una virtud y aquí se erigen como obstáculos insalvables: su gusto
por la dispersión, por lo coral, por mover al tiempo a un número considerable
de personajes; lo que era un encaje de bolillos apabullante como ¿Qué he hecho yo para merecer esto! en
el que lo más estrambótico y delirante cobraba sentido y en el que el episodio
más secundario tenía un porqué, lo que funcionaba como una maquinaria
perfectamente engrasada en Mujeres al
borde de un ataque de nervios, donde una sola aparición era motivo de algazara y quedaba indeleble en el espectador, deviene en Los amantes pasajeros precisamente en eso: en idas y venidas, en
acumulación de gestos, gritos y sandeces que no vienen de ningún sitio ni van a
ninguna parte, en un puzle que el espectador arma en un segundo porque resulta
un triste remedo de aquello con lo que Almodóvar rompió las taquillas y las
mandíbulas en los años ochenta, en recurrir a los trucos que funcionaron en su
momento (una bebida que duerme, alguien que dice la verdad sin freno y
patológicamente), sin preocuparse al menos de teñirlos de nostalgia o de
revisionismo o de actualizarlos y darles nuevo vigor, sin construir más que
arquetipos que reproducen en ocasiones chistes, maneras y tratamientos que
cuando se ven en una película española de los 70 provocan discursos
incendiarios que llegan a exigir la quema de la misma.
Tan sólo Lola Dueñas y Javier Cámara logran despegar un poco y aportar
naturalidad y cierto empeño intentando que sus roles sean algo más que meros
bocetos de lo que podrían haber sido, mientras que Cecilia Roth queda atrapada
en ello, Guillermo Toledo es innecesario, José Luis Torrijo se muestra más
acartonado que de habitual, José María Yazpik se repite como el ajo, Antonio de
la Torre no se molesta en disimular la desidia, Miguel Ángel Silvestre y Hugo
Silva juegan el papel que crisparía si, como decíamos antes, fuese otro el
director (y, en realidad, ni siquiera por ese lado les saca partido ni se atreve
a rozar lo que, por ejemplo, hicieron Antonio Banderas y Eusebio Poncela en La ley del deseo), Raúl Arévalo, actor
amanerado de natural, saca toda la brocha gorda posible, interpretando al modo
en que Andrés Pajares o Alfredo Landa asumían este tipo de personajes,
llevándose la palma Carlos Areces en lo que a irritabilidad se refiere,
pareciendo que se está inventando sus frases porque cualquiera diría que sus
escenas están extraídas de alguno de los programas de los que él procede, esos que
han dado fama a tantos cómicos (o así considerados) en los últimos años,
exagerando el gesto en todo momento, hablando siempre en el mismo tono,
convencido de su gracia natural, apretando los dientes, enarcando las cejas,
estomagando de su primera aparición a la última (y, para colmo, es el de los
que más chupa cámara).
Incluso en lo estético, en los encuadres, en el gusto que siempre ha
demostrado Pedro como director, echamos de menos al que era (y es algo que
puede encontrarse hasta en sus filmes más fallidos); diríase que, sabiendo que
tiene un público cautivo que va a defenderle a muerte, irracionalmente, que le
concede patente de corso, no se ha molestado lo más mínimo, limitándose a
cubrir el expediente. Los que hablan de irreverencia, de su gusto por lo
gamberro, de su transgresión, deben haber visto otra película, es decir, la que
ya tenían montada desde que se anunció el rodaje, y no digamos nada sobre la
lectura política y crítica puesto que un señor que ha lanzado un discurso feroz
en contra de una guerra, que ha acusado a un partido en el gobierno de planear
un golpe de estado, que ha hostigado a la Iglesia, que jamás se ha
caracterizado por su prudencia ni por esconder sus filias y fobias, podría
hacer sangre si quisiera y Los amantes
pasajeros parece sólo una amonestación con un ligero movimiento de cabeza.
¿Volveremos a disfrutar con Pedro Almodóvar? Uno no querría descartarlo, pero
parece que lo está poniendo muy difícil, dedicándose sólo a lo fácil, a lo que
algunos quieren de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario